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– ¡Escupiré sobre su tumba! -gritó Cafferty apagando la música un instante y limpiándose las gotitas de saliva de la camisa-. ¿Me oye, Hombre de paja? ¡Bailaré sobre su puto ataúd!

Rebus cerró la puerta al salir y realizó una profunda inspiración de aire fresco nocturno. Se oía el jaleo de los jóvenes que volvían a casa. Apoyó la cabeza en un muro como si fuera una compresa refrescante para sus pensamientos en ebullición.

«Bailaré sobre su ataúd.»

Extrañas palabras en boca de quien está desahuciado. Siguió por Nicolson Street hasta los puentes, y desde allí a Cowgate, deteniéndose cerca del depósito de cadáveres a fumar un cigarrillo. Llevaba la bolsa con los panecillos y las salchichas, pero le parecía como si ya nunca más fuera a tener hambre. Tenía exceso de bilis en el estómago. Se sentó en un murete.

«Bailaré sobre su ataúd.»

Una giga, desenfrenada y torpe; sí, una giga.

Volvió a Infirmary Street y pasó de nuevo junto al Royal Oak, pero esta vez sin acercarse a los cristales. No se oía música; sólo una voz cantando.

Qué lentas discurrís, horas interminables

qué monótonos días tristes.

Qué rápido pasabais

cuando yo estaba con mi amada…

Era Cafferty de nuevo con otra canción de Burns. Cantaba con gusto y le daba sentimiento con aquel tono triste. Vio a Rab cerca del piano, con los ojos semicerrados, respirando con esfuerzo. Era dos hombres recién salidos de la cárceclass="underline" uno que agonizaba cantando y el otro, un desecho en libertad. Era totalmente absurdo.

Rebus lo sentía en el fondo de su corazón fracasado.

TERCERA PARTE. MAS ALLÁ DE LA NIEBLA

Pero la escarcha reluce como esperanza bajo el sol

aunque los músculos se agarroten, y la humedad helada

susurre: «Abandona el alcohol.

Hay cálidas sorpresas más allá de esa niebla».

angus calder, Love Poem

30

Jerry entró en la oficina de empleo helado y calado hasta los huesos. Se le había acabado la crema de afeitar y había tenido que apañarse con jabón corriente, y, además, con la última maquinilla mellada que había en la bañera porque Jayne se había afeitado las piernas. Tenía dos cortes en la cara y uno de ellos aún sangraba. Aparte de que le escocía la cara de la ventisca, aunque nada más entrar él en la oficina, cómo no, se despejó el cielo y lució el sol. Edimburgo era una ciudad cruel.

Además, después de esperar media hora, resultó que le habían convocado no en la oficina de empleo sino en la Seguridad Social. Era otra media hora de camino y estuvo a punto de volverse a casa, pero algo le retuvo. ¿Podía verdaderamente llamarla su casa? ¿Por qué últimamente se sentía como preso allí, con su mujer de carcelero fastidiándole y agobiándole?

Se dirigió a la Seguridad Social y allí le dijeron que llegaba con una hora de retraso. Trató de explicase pero ellos como si oyeran llover.

– Siéntese. Veremos qué se puede hacer.

Se acomodó entre docenas de acatarrados junto a un viejo con una tos que helaba la sangre en las venas y que escupía en el suelo al final de cada acceso. Se cambió de asiento. El sol le había secado la chaqueta pero la camisa seguía mojada y le hacía tiritar. A saber si no pillaba cualquier cosa. Aguardó sentado unos tres cuartos de hora; no paraba de entrar y salir gente y él fue dos veces al mostrador donde la misma mujer le dijo que estaban tratando de encontrar «un hueco». La boca de ella sí que parecía un hueco, pero estrecho y reprobatorio. Volvió a sentarse.

¿Qué remedio le quedaba? Se imaginó trabajando en una oficina como la de Nic, bonita y acogedora con máquina de café, mirando a las minifalderas pasar por delante de su mesa y una de ellas inclinada ante la fotocopiadora. Hostia, sería la gloria. En aquel momento ya estaría Nic a punto de salir a almorzar en algún sitio de postín con mantel blanco impecable en donde celebraban comidas de trabajo tomando copas y estrechándose la mano. ¿Quién no querría un empleo así? Sí, claro, pero todos no se casaban con la prima del jefe.

Nic le había telefoneado el día anterior por la tarde para echarle la bronca por dejarle colgado la otra noche, aunque al final acabó bromeando, lo que le hizo pensar que eso nunca había ocurrido. Jerry había notado algo: Nic tenía miedo de él. Y de pronto lo entendió: claro, él podía denunciarle y descubrir el pastel. Claro. Por eso Nic tenía que tratarle bien y por eso había acabado tomándose a broma el asunto y diciendo: «Te perdono. Al fin y al cabo somos viejos amigos, ¿no? Los dos unidos frente al mundo».

Salvo que ahora el que parecía estar solo frente al mundo era él, Jerry, pringado en aquel agujero hediondo sin nadie que le echara una mano. Pensó en otros tiempos: «Los dos unidos frente al mundo», pero ¿había sido eso cierto alguna vez? ¿Cuándo habían sido realmente iguales? ¿Qué diablos les hacía unirse? Ahora pensaba que también sabía por qué. Era su manera de engañar al tiempo, porque estando juntos seguían siendo los mismos críos de antes. Y las cosas que hacían… eran un juego en realidad. Pero un juego muy peligroso.

Uno de los que esperaban turno dejó el periódico en la silla cuando le llamaron. Hostia, y aquel tío había llegado veinte minutos después que él, y ahí estaba el cabrón, yendo directo a una cabina antes que él. Se arrimó al asiento libre y cogió el periódico pero no lo abrió porque volvió a sentir esa espiral de miedo en el estómago por si leía noticias sobre agresiones, violaciones, con la duda de si alguna sería obra de Nic. A saber lo que haría Nic a espaldas de él las noches en que no se veían… Tampoco le interesaban los artículos sobre noviazgos, matrimonios felices, relaciones tormentosas, problemas sexuales y famosas que acaban de tener un niño. Todo rebotaba sobre su propia existencia y le hacía sentirse peor aún.

«El reloj no para», como decía Jayne.

«Ya es hora de que crezcas», como decía Nic.

La aguja de los minutos del reloj que había sobre el mostrador corrió otra raya. Lo de mirar el reloj ¿no era lo que se hacía en las oficinas cuando no ves pasar minifalderas? Bueno, en el fondo Nic no estaba tan bien. Llevaba trabajando en la empresa de Barry Hutton ocho años y casi no había tenido aumento de sueldo.

– A veces la relación familiar es una pega. Barry no se atreve a subirme el sueldo para que los demás no digan que como soy de la familia… ¿Comprendes? -le dijo.

Y cuando Cat le dejó:

– El cabrón de Hutton está deseando echarme. Ahora que Cat se ha largado no soy más que un estorbo. ¿Ves lo que me ha hecho Cat, Jerry? Por esa puta voy a perder el empleo. ¡Ella y el cabronazo de su primo!

Estaba rabioso, hecho una furia.

– ¡Y eso que era un tío que vivía en una casa de doscientas mil libras y tenía empleo y coche!

¿Quién era el que tenía que crecer? Cada vez pensaba más en ello.

– Me va a echar a la primera oportunidad, Jer.

– Jayne también dice que me va a echar.

Pero Nic no quería saber nada de Jayne y su único comentario fue: «Todas son igual de malas, colega, te lo juro por Dios».

«Todas son igual de malas.»

Volvió a acercarse al mostrador a zancadas. ¿Por quién le tomaban? ¿Por un muñeco, o qué? ¿No estaba formalmente casado? ¿No merecía un poco de respeto?

Allí seguía la mujer, ahora con una taza de café. Jerry notaba la garganta seca y tenía escalofríos.

– Oiga -dijo-, ¿esto es un cachondeo o qué?

La mujer llevaba gafas de montura negra gruesa. Había dejado en el borde de la taza manchas de carmín. Su pelo parecía teñido; era fondona y de mediana edad, decadente, pero estaba en una posición de poder y no iba a consentirle que él lo cuestionara. Le dirigió una sonrisa gélida mirándole y pestañeando, dejando ver el sombreado azul de sus párpados.

– Señor Lister, procure calmarse…

Veía aquel collar en el cuello, hundido en las arrugas de la piel y aquel busto enorme. Dios, nunca había visto semejantes pechos.

– Señor Lister -repitió ella intentando que dirigiera la atención a su rostro, pero él seguía como en trance con las manos aferradas al borde del mostrador.

Se la imaginó en la parte trasera de la furgoneta, atizándole un buen puñetazo en la boca pintarrajeada, arrancándole la blusa y rompiéndole el collar.

– ¡Señor Lister!