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– Oiga -dijo-, ¿esto es un cachondeo o qué?

La mujer llevaba gafas de montura negra gruesa. Había dejado en el borde de la taza manchas de carmín. Su pelo parecía teñido; era fondona y de mediana edad, decadente, pero estaba en una posición de poder y no iba a consentirle que él lo cuestionara. Le dirigió una sonrisa gélida mirándole y pestañeando, dejando ver el sombreado azul de sus párpados.

– Señor Lister, procure calmarse…

Veía aquel collar en el cuello, hundido en las arrugas de la piel y aquel busto enorme. Dios, nunca había visto semejantes pechos.

– Señor Lister -repitió ella intentando que dirigiera la atención a su rostro, pero él seguía como en trance con las manos aferradas al borde del mostrador.

Se la imaginó en la parte trasera de la furgoneta, atizándole un buen puñetazo en la boca pintarrajeada, arrancándole la blusa y rompiéndole el collar.

– ¡Señor Lister!

La funcionaría se levantó de la silla al ver que se inclinaba sobre ella cada vez más. Ahora acudían compañeros suyos alertados por el grito.

– ¡Santo Dios! -exclamó él a falta de otras palabras.

Temblaba y le daba vueltas la cabeza. Trató de despejar su mente borrando las brutales imágenes. Se quedaron un segundo mirándose fijamente y él comprendió que ella le había leído el pensamiento.

– ¡Oh, Dios mío!

Se le acercaron dos tíos fornidos. Lo que le faltaba: que le detuvieran. Se largó a toda velocidad y volvió al mundo exterior con un sol que secaba las calles y en donde todo parecía inquietantemente normal.

– ¿Qué me pasa? -se dijo, rompiendo a llorar sin poder contenerse.

Caminó sin rumbo por las calles llorando y apoyándose en las paredes. Caminó y caminó a ciegas hasta que empezó a sudar. Habían transcurrido casi tres horas y había cruzado la ciudad de un extremo a otro.

Era una mañana gris y Rebus aguardó al final de la hora punta para ponerse en marcha.

La cárcel de Barlinnie en Glasgow estaba a la salida de la autopista M8. Si se conocía su ubicación, se distinguía a lo lejos, cuando ibas de Edimburgo a Glasgow. Estaba junto a las casas de Riddrie, pero no había ningún indicador hasta estar cerca de Glasgow. En las horas de visita bastaba con seguir detrás de otros coches y de la gente que iba a pie, casi todos cincuentones tatuados, delgados y demacrados que iban a ver a amigos encerrados; madres afligidas con niños a la zaga y familiares callados que no acababan de entender aquella situación.

Todos en dirección a Barlinnie.

Protegían los bloques Victorianos de celdas unos muros altos de piedra, pero habían renovado la zona de entrada y unos obreros daban los últimos retoques, mientras un funcionario comprobaba si los recién llegados iban drogados, pasándoles por encima el guante mágico que, al dar positivo, indicaba que habían tenido hacía poco contacto con droga, en cuyo caso no se les autorizaba la visita abierta y sólo veían al preso a través de un vidrio. Registraban también las bolsas que quedaban depositadas en una taquilla cerrada y eran devueltas a la salida. Rebus sabía que también habían renovado la zona de visitas con sillas nuevas de diseño y hasta había un espacio de juego para los niños.

Pero en el interior de la cárcel eran las mismas viejas galerías. Tirar orines por las ventanas seguía siendo habitual y el olor penetraba en las celdas. Había dos nuevas alas exclusivamente para delincuentes sexuales y drogadictos, lo que molestaba a los «profesionales», delincuentes veteranos convencidos de que semejante escoria no merecía vivir y menos aún recibir un trato especial.

Otra de las nuevas ampliaciones eran los cubículos para entrevistas de oficio donde los abogados hablaban con sus clientes. Un espacio acristalado pero privado. El ayudante del director, Bill Nairn, expresó a Rebus su satisfacción por las mejoras mientras se las enseñaba y hasta le hizo pasar a uno de aquellos cubículos, donde se sentaron el uno frente al otro.

– Cuánto ha cambiado esto, ¿eh? -dijo Nairn sonriente.

Rebus asintió con la cabeza.

– Conozco hoteles peores -dijo.

Los dos se conocían desde hacía tiempo, cuando Nairn trabajaba en la fiscalía de Edimburgo y, luego, en Saughton, la cárcel de la ciudad, antes de ser destinado a Barlinnie.

– Cafferty no sabe lo que se pierde -añadió Rebus.

Nairn se rebulló en el asiento.

– Escucha, John, ya sé que pica cuando alguno de ésos sale…

– No es eso, sino por qué ha salido.

– Tiene cáncer.

– Y el jefe de Guinness, Alzheimer.

– ¿Qué quieres decir? -replicó Nairn mirándole.

– Que yo lo veo muy pimpante.

– No, John, está enfermo -dijo Nairn negando con la cabeza-. Lo sabes tan bien como yo.

– Yo lo único que sé es que afirma que tú querías quitártelo de encima -Nairn le miró desconcertado-. Porque estaba a punto de hacerse el amo aquí.

Nairn sonrió.

– John, tú acabas de ver la cárcel. Todas las puertas se cierran y no es fácil circular de una galería a otra. Imagínate lo difícil que resultaría dominar las cinco alas.

– Pero siempre se reúnen, ¿no? En el taller de carpintería, en el de textiles, en la capilla… Yo los he visto dando vueltas fuera del recinto.

– Has visto a los de confianza. Y siempre con un guardián. Cafferty no disfrutaba de ese privilegio.

– ¿No era quien dirigía el cotarro?

– No.

– Pues, ¿quién, entonces? -Nairn negó con la cabeza-. Vamos, Bill. Aquí hay droga, prestamistas, peleas de bandas. Tienes un contrato para vender como chatarra los objetos de metal, con excepción de la instalación eléctrica. No me digas que de ahí no hacen objetos punzantes para matar.

– Son casos aislados, John. No voy a negarlo; las drogas son un problema grave, pero limitado al fin y al cabo, y no era el ámbito de actuación de Cafferty.

– Pues, ¿de quién?

– Ya te digo que no está organizado así.

Rebus se recostó en la silla y miró a su alrededor; todo estaba recién pintado y había alfombras nuevas.

– ¿Sabes qué, Bill? Puedes cambiar la apariencia, pero se tarda mucho más en cambiar las cosas.

– Por algo se empieza -replicó Nairn decidido.

– ¿Podría ver la ficha médica de Cafferty? -preguntó Rebus rascándose la nariz.

– No.

– ¿Puedes mirarla por mí para que me quede tranquilo?

– Las radiografías no mienten, John. Los hospitales saben detectar muy bien el cáncer. Siempre ha sido una industria productiva en esta costa de miseria.

Rebus sonrió, como era de esperar. En el cubículo de al lado entró un abogado en espera del preso, que llegó poco después. Era joven, parecía desconcertado, y probablemente estaba en prisión preventiva para pasar a juicio aquel mismo día. No le habían declarado culpable, pero él se veía ya entre rejas rodeado de hampones.

– ¿Qué tal se comportó? -preguntó Rebus.

Nairn oyó sonar el busca que llevaba en el cinturón y lo desconectó.

– ¿Cafferty? -preguntó mirando el aparato-. No muy mal. Ya sabes lo que sucede con esos viejos delincuentes, que cumplen su condena y se conforman con ella como un traslado temporal.

– ¿Crees que ha cambiado?

Nairn se encogió de hombros.

– Ya no es tan joven -hizo una pausa-. Supongo que el poder habrá cambiado de manos en Edimburgo durante su estancia aquí.

– Tú bien lo sabes.

– ¿Ha vuelto él a las andadas?

– De momento no piensa retirarse a la Costa del Sol.

Nairn sonrió.

– Me viene al recuerdo Bryce Callan. Nunca se le pudo encerrar, ¿verdad?