Claro que lo entendía.
30
Lorna Grieve le aguardaba en la zona de visitas. Rebus abrió la puerta del cuarto de interrogatorios pero recordó que allí tenían guardadas las cosas de Freddy Hastings y le dijo que era mejor que hablasen fuera de la comisaría y fueron enfrente, al Maltings.
– ¿Necesita beber para hablar conmigo? -bromeó ella.
Iba despampanante, con un pantalón de cuero rojo ajustado y botas altas negras, una blusa de seda muy escotada y chaqueta de ante negro. Se había maquillado más que generosamente, se notaba que salía de la peluquería, y en la mano llevaba un par de bolsas de tiendas de lujo.
Rebus pidió zumo de naranja con gaseosa y Lorna Grieve pensó que era por el comentario que ella acababa de hacer y, a tono de las circunstancias, pidió un bloody mary.
– María, reina de Escocia, ¿no es así? -dijo-. Y la sangre de la cabeza que le cortaron.
– No lo sabía -comentó Rebus.
– ¿Nunca lo ha tomado? Entona muchísimo -añadió en broma a ver si él se la seguía, y asintió con la cabeza cuando la camarera le preguntó si quería Lea and Perrin's.
Se habían sentado en una mesa con escaques incrustados, y ella la examinó admirada.
– Es para los que juegan al ajedrez -explicó Rebus.
– Un juego odioso, interminable; al final, todo se deshace. No tiene emoción -dijo con otra pausa a ver si Rebus entraba al trapo.
– Salud -dijo él.
– Es la primera que tomo hoy -dijo ella dando un sorbo. Rebus lo dudaba; se consideraba un experto y le parecía que por lo menos llevaba un par de copas. -Bien, ¿en qué puedo servirla?
El comercio cotidiano: la gente pide cosas a los demás. A veces es un intercambio y a veces no.
– Quiero saber qué sucede.
– ¿Qué sucede con qué?
– Con la investigación del homicidio. Nos tienen a oscuras.
– No creo que eso sea exacto.
Ella encendió un cigarrillo sin ofrecerle a él.
– Bien, ¿hay alguna novedad?
– Les será comunicada en cuanto sea posible.
– No me convence -replicó ella irguiéndose en la silla.
– Pues lo lamento.
Ella entornó los ojos.
– No, qué lo va a lamentar. La familia tiene derecho a saber…
– A decir verdad, es a la viuda a quien primero informaremos.
– ¿A Seona? Tendrán que hacer cola porque ahora es la niña mimada de los medios de información, y la prensa y la televisión se disputan la imagen de la «valerosa viuda» que prosigue la tarea de su esposo. «Es lo que Roddy habría deseado» -añadió imitando en falsete la voz de Seona Grieve-. No se lo cree ni ella.
– ¿Qué quiere decir?
– Roddy podría parecer un tipo tranquilo, pero también tenía nervio. A él no le habría gustado que su mujer fuese candidata al Parlamento. Ahora la mártir parece ella. ¡El está pasando al olvido, excepto cuando que ella saca a relucir su cadáver en la gran causa de la publicidad!
Estaban solos en el local pero la camarera les dirigió una mirada admonitoria.
– Cálmese -dijo Rebus.
Tenía lágrimas en los ojos y Rebus tuvo la impresión de que las derramaba por ella misma, por Lorna la descarriada, la olvidada.
– Tengo derecho a saber qué han averiguado -dijo mirándole ya sin lágrimas-. Derechos especiales -añadió en voz baja.
– Escuche -dijo él-, lo que sucedió la otra noche…
– No quiero oír nada -replicó ella negando con la cabeza y sobreponiéndose con otro sorbo al bloody mary, que se redujo a hielo.
– Si puedo paliar su sufrimiento lo haré pero no intente chanta…
– No sé por qué he venido -dijo ella levantándose.
Rebus se puso en pie y le cogió las manos.
– ¿Qué ha tomado, Lorna?
– Unas pastillas que… me recetó el médico, pero no debí mezclarlas con alcohol -dijo con mirada desvaída.
– Haré que la acompañen en un coche patrulla…
– No, no, cogeré un taxi. No se preocupe -replicó ella forzando una sonrisa-. No se preocupe -repitió.
El recogió las bolsas que ella parecía haber olvidado.
– Lorna -dijo Rebus-, ¿conoce a un tal Gerald Sithing?
– No sé. ¿Quién es?
– Creo que Hugh le conoce. Preside un grupo que se llama los Caballeros de Rosslyn.
– Hugh me tiene al margen de esa faceta de su vida. Sabe que me reiría de él -dijo casi a punto de echarse a reír.
Rebus la sacó del bar.
– ¿Por qué lo pregunta? -dijo ella.
– No tiene importancia -contestó Rebus al tiempo que veía a Grant Hood, que le hacía señas desde la otra acera y vio que un poco más allá estaban Siobhan Clarke y Ellen Wylie descargando sus coches.
Hood cruzó esquivando el tráfico.
– ¿Qué sucede?
– Ha llegado una copia de la reconstrucción facial -dijo Hood casi sin aliento.
Rebus afirmó pensativo, y miró a Lorna Grieve.
– Quizá usted debería echarle un vistazo -dijo.
Entraron en Saint Leonard y Rebus la hizo pasar a un despacho vacío. Hood fue a por la imagen de ordenador mientras Rebus preparaba te; ella pidió dos terrones y él la observó mientras lo tomaba.
– ¿Cuál es el misterio? -preguntó ella.
– Es un rostro que ha reconstruido la universidad de Glasgow a partir de un cráneo -contestó él despacio observando su reacción.
– ¿El del muerto de Queensberry House? -aventuró ella sonriendo al ver su cara de sorpresa-. No todas las neuronas se han ido a paseo; pero ¿por qué quiere que lo vea yo? Ah -añadió nerviosa de pronto al imaginárselo-, ¿cree que se trata de Alasdair?
Rebus se percató de su error.
– Bueno, tal vez sería mejor que…
Ella se puso en pie derramando el té en el suelo sin darse cuenta.
– ¿Por qué? ¿Qué pinta Alasdair en…? El nos envía postales.
Rebus se maldijo por ser un cabrón insensible, corto de miras, poco sutil y retorcido.
En ese momento entró Grant Hood enarbolando la foto reconstruida que ella le arrebató para examinar detenidamente, tras lo cual se echó a reír.
– No se parece en nada, maldito imbécil -dijo.
«Imbécil»: un apelativo que nunca le habían dado. Cogió el papel de su mano y vio que era una buena reconstrucción, pero había que reconocer que no se parecía en nada al personaje de los retratos del estudio de Alicia Grieve: aquél no era su hijo. Era un rostro totalmente distinto, con otro color de pelo… y los pómulos, la barbilla y la frente. No, el esqueleto de la chimenea no era Alasdair Grieve.
Habría sido demasiado fácil. Su propia vida nunca había sido fácil y no había razón para suponer que podía cambiar en ese momento.
Wylie se asomó a la puerta atraída por aquellas risotadas poco habituales en una comisaría.
– Creyó que era Alasdair -dijo Lorna Grieve señalando a Rebus-. ¡Me dijo que mi hermano estaba muerto! ¡Como si no hubiera bastante con uno! -exclamó echando fuego por los ojos-. Bien, ya se ha divertido, me imagino que estará contento -añadió saliendo como una tromba del despacho.
– Acompáñala hasta la salida -dijo Rebus a Wylie-, y toma… -añadió agachándose a coger las bolsas-. Dáselas.
Ella se le quedó mirando.
– ¡Vamos! -gritó Rebus.
– Lo que usted mande -musitó Wylie.
Cuando se fue, Rebus se dejó caer en su silla y se pasó las manos por el pelo. Grant Hood no le quitaba ojo.
– No esperarás consejos, supongo -dijo Rebus.
– No, señor.
– Porque si los esperas, el mejor que puedo darte es que te fijes en lo que yo hago para esforzarte en hacer totalmente lo contrario. Puede que así llegues a algo -dijo pasándose las manos por la cara y mirando el retrato.