– Seguramente cerraría -añadió Siobhan- si es que existió.
– ¿No son las iniciales de Bryce Callan? -comentó Rebus sonriendo.
– bc -dijo Hood-. Entonces, tenemos: bc y ad [Before Cbrist y Anno Domini].
– Un chistecillo privado. bc como futuro de ad -dijo Rebus, que ya estaba hablando por teléfono sobre Bryce Callan con un par de colegas jubilados.
Había vendido terrenos a finales del setenta y nueve, parte de los cuales habían ido a parar a manos de un arribista llamado Morris Gerald Cafferty. Éste había comenzado en la costa oeste, con el poder de los usureros en los sesenta; después pasó un tiempo en Londres remplazando a Krays y Richardson para adquirir fama y aprender el oficio.
– Siempre hay que pasar por un aprendizaje, John -le dijeron a Rebus-, esos tipos no nacen con ciencia infusa, y si no aprenden bien van a la cárcel una y otra vez.
Pero Cafferty aprendió rápido y bien. Una vez en Edimburgo, tanto asociado con Bryce Callan como después al establecerse por cuenta propia, mostró claramente que no cometía errores.
Hasta que se topó con John Rebus.
Ahora había vuelto y Callan, su antiguo jefe, estaba relacionado con el caso. Rebus hacía inútiles esfuerzos por establecer un vínculo.
La conclusión era que a finales del setenta y nueve Callan tiró la toalla. O, dicho de otra manera, se marchó a un país extranjero fuera de las leyes de extradición inglesas. ¿Por qué tenía dinero de sobra? ¿O porque le preocupaba algo…, algún crimen que podía volverse contra él?
– Es Bryce Callan -dijo Rebus-. Tiene que ser él.
– Lo que nos plantea un pequeño problema -comentó Siobhan.
Sí, demostrarlo.
31
Les ocupó la mayor parte del día siguiente, jueves, organizarlo todo después de rastrear informes sobre empresas y efectuar llamadas. Rebus habló una hora larga con Pauline Carnett, su contacto en el Servicio Central de Inteligencia Criminal, y otra hora con un ex director jubilado que durante ocho años sucesivos trató en los setenta inútilmente de meter en la cárcel a Bryce Callan. Poco después Pauline Carnett le llamó de nuevo, tras ponerse en contacto con Scotland Yard y la Interpol, y le dio un número de teléfono en España con el prefijo 950 de Almería.
– Estuve allí una vez de vacaciones -comentó Grant Hood-, pero había tanto turista que acabamos yendo de excursión a Sierra Nevada.
– ¿Acabamos? -inquirió Ellen Wylie alzando una ceja.
– Mi acompañante y yo -musitó Hood ruborizándose al tiempo que Wylie y Siobhan intercambiaban un guiño y una sonrisa.
Tendrían que poner la conferencia desde el despacho del jefe porque sólo allí había teléfono con altavoz. Además, tenían prohibidas las llamadas internacionales en las otras dependencias de la comisaría. Watson estaría presente y habría poco sitio en el despacho, por lo que se decidió grabar la conversación si accedía el interrogado y que los tres agentes más jóvenes se quedaran en el pasillo.
Rebus envió a Siobhan Clarke y a Ellen Wylie como equipo negociador ante Watson, cuyas dos primeras preguntas fueron:
– ¿Dónde está el inspector Linford? ¿Es que no cuentan con él?
Aleccionadas por Rebus, solventaron lo de Linford con una excusa y lograron vencer la resistencia del jefe.
Cuando todo estuvo preparado, Rebus se sentó en la silla del comisario y marcó el número. El propio Watson estaba sentado frente a la mesa en la silla que generalmente ocupaba Rebus.
– Procure no acostumbrarse -comentó.
En cuanto descolgaron al otro extremo de la línea y se oyó una voz de mujer en español, Rebus pulsó el botón de grabación.
– ¿Podría hablar con el señor Bryce Callan, por favor?
Se oyó una frase en español, Rebus repitió el nombre y finalmente la mujer dejó el aparato.
– ¿Será una asistenta? -comentó.
Watson se encogió de hombros en el momento en que otra persona se ponía al teléfono.
– Diga. ¿Quién llama? -hablaba en tono desabrido, como si le hubieran interrumpido la siesta.
– ¿Bryce Callan?
– He preguntado yo primero -era una voz profunda, gutural, sin ninguna merma de su acento escocés.
– Aquí el inspector John Rebus de la policía de Lothian y Borders. Quiero hablar con el señor Bryce Callan.
– Vaya, qué modales tan cojonudos han adquirido ahora.
– Será por la práctica de nuestras relaciones con los clientes.
Callan lanzó una risita que desembocó en tos. Catarro del fumador. Rebus encendió un cigarrillo y, aunque Watson frunció el entrecejo, él no hizo caso. Dos fumadores al teléfono y fumando tenían que congeniar necesariamente.
– Bien, ¿a qué se debe su llamada? -preguntó Callan.
– ¿Le importa que grabemos la conversación para tener constancia, señor Callan? -comentó Rebus sin darle importancia.
– Oiga, aunque ustedes me tengan fichado, contra mí no hay nada. No existe ninguna prueba.
– Lo sé, señor Callan.
– Entonces, ¿de qué se trata?
– De una empresa llamada Parcelas ad -dijo Rebus leyendo en la hoja que tenía delante y en la que, por lo investigado, se evidenciaba que aquella firma formaba parte del pequeño imperio de Callan.
Se hizo un silencio.
– Señor Callan, ¿me oye?
Watson se levantó y acercó la papelera a Rebus para que echara la ceniza y luego fue a abrir una ventana.
– Le oigo -respondió Callan-. Llámeme dentro de una hora.
– Le agradecería si fuera posible… -añadió Rebus, pero se dio cuenta de que habían colgado-. Cabrón -dijo colgando a su vez-. Ahora tendrá tiempo de inventarse algo.
– No está obligado a hablar con nosotros -le recordó Watson.
Rebus asintió.
– Ahora que ya ha acabado, podría apagar esa porquería -dijo Watson.
Rebus apagó el cigarrillo en el interior de la papelera.
Le esperaban en el pasillo y sus rostros impacientes se ensombrecieron al ver que negaba con la cabeza.
– Dice que llamemos dentro de una hora -les dijo, consultando el reloj.
– Y ya tendrá una versión preparada -dijo Siobhan Clarke.
– ¿Qué queréis que haga yo? -espetó Rebus.
– Lo siento, señor.
– Bah, no es culpa vuestra.
– Él tiene una hora por delante -añadió Wylie-, pero también nosotros disponemos de una hora. Podemos hacer unas cuantas llamadas y seguir buscando en los papeles de Hastings… ¿Quién sabe? -dijo encogiéndose de hombros.
Rebus asintió. Tenía razón; cualquier cosa mejor que esperar. Volvieron al despacho provistos de refrescos y con música de fondo, cortesía de un casete obra y gracia de Grant Hood. Era música instrumental de jazz clásico. Al principio Rebus tuvo sus dudas pero pensó que serviría para paliar el aburrimiento. Por orden expresa de Watson lo pusieron a poco volumen.
– Si cuento que he estado escuchando jazz, nadie volverá a mirarme a la cara -dijo Siobhan Clarke.
Una hora más tarde fueron otra vez al despacho de Watson. Esta vez Rebus dejó la puerta abierta, pensando que era lo menos que se merecían, y a Watson no pareció importarle. Volvió a marcar el número y oyó el timbre sonar y sonar. No contestarían, claro.
Sí que contestaron y esta vez fue Callan directamente.
– ¿Tienen supletorio para otro conferenciante? -preguntó.
Watson asintió con la cabeza.
– Sí -dijo Rebus.
Callan les dio un número de Glasgow y el nombre de C. Arthur Milligan. Rebus sabía que le llamaban «el Gran C», un apodo que compartía con el cáncer sin aparente desagrado. Sí, Milligan era un cáncer para la policía y la Fiscalía por su condición de famoso abogado defensor asociado a otro abogado, Richie Cordover, hermano de Hugh. Con el Gran C y Cordover como abogados los imputados estaban en buenas manos. Pero costaba lo suyo.