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– ¿Y no se llevaría parte del dinero?

– Eso tendrá que preguntárselo a él.

– Bryce -volvió a interrumpir Milligan-, ¿conserva documentos que lo acrediten? Serían útiles para validar la demanda.

– Puede ser -respondió Callan.

– No valen falsificaciones -advirtió Rebus y Callan chasqueó la lengua. Rebus se enderezó en la silla-. Gracias por aclararme ese extremo. Tras lo cual, voy a hacerle una serie de preguntas, si les parece.

– Adelante -dijo Callan animado.

– Creo que tal vez… -terció Milligan.

Pero Rebus no le dio alternativa.

– No creo haberles mencionado que el señor Hastings se suicidó.

– Ya era hora -dijo Callan.

– Se suicidó poco después del asesinato del candidato al Parlamento de Escocia, Roddy Grieve. El hermano de Alasdair, señor Callan.

– ¿Y qué?

– Y poco después de que se descubriera un cadáver en una antigua chimenea de Queensberry House. ¿Le recuerda algo, señor Callan?

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que quizá su sobrino Barry le hablara de Queensberry House -añadió Rebus cogiendo la hoja en que tenía anotados los hechos-. Él trabajó allí a principios de mil novecientos setenta y nueve, época del referéndum, precisamente cuando usted descubrió que los terrenos que había comprado no iban a ser una mina de oro. También es probable que se enterara igualmente de que Hastings le había estado robando. O que se quedó con la suma de una sola operación fingiendo que lo había desembolsado, y usted después se enteró de que no era así y que había desaparecido.

– ¿Qué tiene eso que ver con Barry?

– Barry trabajaba con Dean Coghill -añadió Rebus cogiendo otra hoja. Milligan quiso interrumpir pero Rebus no paraba, para regocijo de Ellen Wylie, que daba saltos de contento animándole a continuar-. Creo que usted colocó a Barry allí para que presionara a Coghill. Era como un aprendizaje.

– Oiga, Milligan, ¿va a consentir que me diga esas cosas? -protestó Callan, y Rebus se lo imaginó congestionado de ira.

Acababa de llamarle Milligan, no Gran C, ni amigo. Sí, seguro que Callan estaba echando chispas.

Rebus interrumpió sus protestas:

– Escuche, el cadáver en cuestión lo metieron en la chimenea justamente cuando su sobrino Barry trabajaba allí, en el momento en que usted descubrió que Hastings y Grieve le habían robado. Y yo ahora le pregunto, señor Callan, ¿quién es ese muerto? ¿Por qué lo mató?

Se hizo un silencio que dio paso a los gritos de Callan y a las amenazas de Milligan.

– Es un liante de mierda…

– Niego rotundamente…

– … que me llama por teléfono para contarme una patraña sobre cuatrocientas mil libras…

– Esa imputación injustificada contra una persona sin antecedentes en este país ni en ningún otro…, a un hombre cuya reputación…

– ¡Le juro por Dios que si estuviera ahí tendrían que encadenarme para que no le diera una hostia!

– Aquí le espero -replicó Rebus-. Puede tomar el primer avión que le venga bien.

– Espere y verá.

– Vamos, Bryce -terció Milligan-, no cedas a la provocación… ¿No hay ahí un oficial superior…? -añadió el abogado consultando sus apuntes-… El comisario Watson, ¿no? Señor Watson, protesto con toda firmeza por esa maniobra solapada para engañar a mi cliente con la fábula de una fortuna…

– No es fábula -replicó Watson-. Ese dinero existe, aunque parece que forma parte de un misterio mayor que quizá el señor Callan podría aclarar tomando un avión para efectuarle un interrogatorio como es debido.

– Cualquier grabación que hayan realizado de esta conversación será impugnada ante los tribunales -añadió Milligan.

– ¿Ah, sí? Bueno -añadió Watson-, eso lo determinará la Fiscalía. Mientras tanto, ¿no convendría que manifestara si tiene algo que negar?

– ¿Negar? -exclamó Callan-. ¿Qué tengo que negar? No pueden echarme mano, cabrones.

Rebus se lo imaginó de pie, descompuesto y lívido por muy bronceado que estuviese y agarrando con crispación el teléfono de sus pecados.

– ¿Así que lo reconoce? -inquirió Watson en tono ingenuo, dirigiendo un guiño a los agentes de la puerta.

Rebus estaba seguro de que su jefe comenzaba a pasarlo bien; se habría apostado algo.

– ¡Váyase a la mierda! -bramó Callan.

– Me parece que lo niega -dijo Milligan con voz apagada.

– Sí, debe de ser eso -añadió Watson.

– ¡Váyanse al infierno! -gritó Callan y a continuación se oyó un clic.

– Creo que el señor Callan nos ha dejado -comentó Rebus-. ¿Nos escucha, señor Milligan?

– Efectivamente y me siento obligado a protestar con todo mi…

Rebus colgó.

– Debe de haberse cortado -dijo.

En la puerta se oyeron gritos de júbilo. Rebus se levantó y Watson recuperó su sillón.

– No nos precipitemos -dijo mientras Rebus desconectaba la grabadora-. Las piezas comienzan a encajar, pero nos falta saber quién es el asesino y quién el muerto. Sin esas dos piezas toda esta agradable conversación con Bryce Callan no nos sirve de nada.

– De todos modos, señor… -dijo Grant Hood sonriente.

Watson asintió.

– De todos modos el inspector Rebus nos ha enseñado cómo buscarle las cosquillas -añadió mirando a Rebus, que movía la cabeza de un lado a otro.

– No me basta -dijo pulsando el botón de rebobinado-. Realmente no sé si habré conseguido algo.

– Ahora está clara la trama del caso y eso es media victoria -dijo Wylie.

– Tendríamos que interrogar a Hutton -añadió Siobhan Clarke-. Todo parece girar en torno a él y al menos a Hutton lo tenemos aquí.

– Sí, pero bastará con que lo niegue todo -dijo Watson-. Es un hombre con influencia y traerle a comisaría nos daría mala imagen.

– Sí, es cierto -gruñó Clarke.

Rebus miró a su jefe.

– Señor, invito a una ronda. ¿Le apetece un trago?

Watson consultó el reloj.

– Bien, sólo uno -dijo-. Y unos caramelos de menta para el camino… Mi esposa me huele el aliento a alcohol a diez metros.

Rebus puso las bebidas en la mesa ayudado por Hood. Wylie tomó una Coca-cola, Hood, una jarra de cerveza y Rebus, media y «medio». Watson se tomó un whisky y Siobhan Clarke un vino tinto. Brindaron.

– Por el trabajo en equipo -dijo Wylie.

El Granjero carraspeó.

– Por cierto, ¿no tendría Derek que estar aquí?

Rebus rompió el silencio.

– El inspector Linford sigue una línea de investigación propia basada en la descripción del posible asesino de Grieve. El comisario le miró a la cara.

– El trabajo en equipo debe responder a esa definición.

– No hace falta que me lo diga, señor; yo suelo ser el que se queda descolgado.

– Porque quiere -replicó Watson-, no porque se le deje.

– Entendido, señor -dijo Rebus.

– Realmente ha sido culpa mía, señor -dijo Clarke dejando el vaso-, por haberme enfurecido de tal manera. John consideró simplemente que habría menos tensión no estando el inspector Linford.

– Lo sé, Siobhan -dijo Watson-, pero quiero que se aprecie también el trabajo de Derek.

– Yo hablaré con él, señor -dijo Rebus.

– Bien -siguieron un instante sentados sin decir nada-. Siento haber tenido que aguar la fiesta -dijo al final Watson apurando el whisky y anunciando que tenía que marcharse.

Pero antes pagó él otra ronda.

Ellos le dijeron que no se molestara pero él se empeñó, y una vez que se fue se sintieron más relajados. Quizá por efecto del alcohol.