– Claro.
– Veo que ya no existe la antigua comisaría.
– La han trasladado cerca.
– Dios bendito, cuántos centros comerciales nuevos.
Rebus le explicó que aquello se llamaba The Fort y que no tenía nada que ver con la vieja comisaría de Craigmillar, a la que apodaban Fort Apache. Acababan de cruzar Niddrie y siguieron el indicador de Musselburgh.
– Esto cambia a toda velocidad -comentó Cafferty.
– Y yo envejezco a toda velocidad sentado aquí. ¿Vas a empezar o no?
Cafferty le miró.
– Hace rato que he empezado, lo que pasa es que no escucha.
– ¿Qué querías decirme de Callan?
– Que me llamó.
– ¿Sabía que estabas fuera?
– Al señor Callan, como a muchos expatriados ricos, le gusta estar al tanto de los asuntos escoceses -contestó Cafferty mirándole de nuevo-. Está algo nervioso, ¿no?
– ¿Por qué lo dices?
– Por la mano que tiene en el picaporte, como si fuera a tirarse en marcha.
– Me estás tendiendo una trampa -contestó Rebus apartando la mano de la puerta.
– No me diga.
– Me apostaría tres meses de sueldo a que no estás enfermo.
– Demuéstrelo -replicó Cafferty sin apartar la vista de la carretera.
– No te preocupes.
– ¿Yo? ¿De qué iba a preocuparme? Tenga en cuenta que el que está nervioso es usted.
Guardaron silencio un rato y Cafferty acarició el volante.
– Bonito coche, ¿eh?
– Comprado honradamente con el sudor de tu frente, sin duda.
– Otros sudan por mí. Es lo que caracteriza a un hombre de negocios que ha tenido éxito.
– Lo cual nos lleva a Bryce Callan. No pudiste hablar con su sobrino y de repente él te llama por las buenas.
– Es que sabe que nosotros nos conocemos.
– ¿Y qué?
– Pues que quería enterarse de si yo sabía algo. No se ha ganado en él un amigo, Hombre de paja.
– Mira cómo lloro.
– ¿Cree que está implicado en los asesinatos?
– ¿Has venido a decirme que no?
Cafferty negó con la cabeza.
– He venido a decirle que a quien tiene que vigilar es a su sobrino.
Rebus asimiló aquello.
– ¿Por qué? -dijo al fin.
Cafferty se limitó a encogerse de hombros.
– ¿Es una recomendación de Callan?
– Indirectamente.
Rebus resopló.
– No lo entiendo. ¿Por qué iba Callan a mezclar en esto a Barry Hutton? -Cafferty se encogió de hombros otra vez-. Qué gracia… -prosiguió Rebus.
– ¿El qué?
– Esto ya es Musselburgh -dijo Rebus mirando por la ventanilla-. ¿Sabes cómo lo llamaban?
– No me acuerdo.
– La ciudad honrada.
– ¿Y cuál es la gracia?
– Que me hayas traído aquí para largarme una sarta de mentiras. Lo que sucede es que quieres quemar a Hutton. Me pregunto por qué… -añadió mirándole.
La furia que reflejó de pronto el rostro de Cafferty parecía alimentada por un calor propio, interior.
– ¿Sabe que está loco? Es capaz de olvidar cualquier crimen que surja en su camino con tal de darme a mí el palo. Esa es la verdad, ¿a que sí, Hombre de paja? Los demás le tienen sin cuidado; sólo quiere a Morris Gerald Cafferty.
– No te des tanto bombo.
– Estoy tratando de hacerle un favor para que se apunte un triunfo y de paso evitar tal vez que Bryce Callan le mate.
– ¿Desde cuándo te has convertido en pacificador de la ONU?
– Escuche… -añadió Cafferty con un suspiro, ya menos acalorado-. De acuerdo, quizá a mí me afecte en cierto modo.
– ¿El qué?
– Todo lo que ha de saber es que a John Rebus le afecta más -dijo Cafferty, que había puesto el intermitente para detener el coche junto a la acera en la calle principal.
Rebus vio un indicador.
– ¿Lucas's? En verano había que hacer cola para entrar -pero era una tarde de invierno y el café tenía las luces encendidas.
– Aquí tenían antes los mejores helados del lugar -dijo Cafferty quitándose el cinturón de seguridad-. Voy a ver si los siguen teniendo.
Entró en el café, compró dos cucuruchos de vainilla y los llevó al coche. Rebus se pellizcó la nariz, moviendo la cabeza con incredulidad.
– Hace un rato Callan quería matarme y ahora nos tomamos un helado.
– Las pequeñas cosas son la sal de la vida, ¿no se ha percatado? -dijo Cafferty, que ya atacaba su helado-. Si hubiera carreras podríamos hacer unas apuestas.
Se refería a otra de las atracciones de Musselburgh: las carreras de caballos.
Rebus probó el helado.
– Dime algo de Hutton; algo que me sirva.
Cafferty reflexionó.
– Viajecitos pagados a miembros del ayuntamiento -dijo-. Todos los que se dedican a esa clase de negocio necesitan amigos -añadió, haciendo una pausa-. La ciudad cambia pero las cosas siguen funcionando igual.
Barry Hutton fue de compras. Aparcó en el Saint James Centre y entró en una tienda de informática, en los almacenes John Lewis, y luego salió a Princess Street hasta Jenners, cerca de allí, donde compró ropa mientras Derek Linford fingía examinar un muestrario de corbatas. Había muchos clientes y Linford sabía que no había visto que lo seguía. Era la primera vez que hacía un seguimiento pero se sabía la teórica. Se compró una corbata naranja claro con rayas verdes y se la puso en lugar de la granate que llevaba.
El hombre con quien Hutton habló en el aparcamiento de su empresa llevaba una corbata granate: corbata distinta, hombre distinto.
Hutton cruzó la calle y entró en el hotel Balmoral a tomar el té con un hombre y una mujer. Vio que abrían carteras: negocios. A continuación volvió al coche para dirigirse al puente de Waverley; comenzaba la hora punta y el tráfico era más intenso. Hutton aparcó en Market Street y fue a la entrada trasera del hotel Carlton Highland con una bolsa de deportes. Deducción lógica: gimnasio. Linford sabía que el hotel tenía uno donde él estuvo a punto de inscribirse, pero le había disuadido el precio. En su momento le había animado la idea de conocer a la plana mayor de la ciudad, pero era muy caro.
Se dispuso a esperar. En la guantera tenía una botella de agua, aunque no podía beber, no fuera a ser que Hutton saliera y él estuviera orinando. Y menos comer. Su estómago protestaba. No había tomado más que un café… Buscó en la guantera y encontró una barrita de chicle.
«Bon appétit», se dijo mientras la desenvolvía.
Hutton pasó una hora en el gimnasio. Linford iba anotando cuidadosamente todos sus movimientos con la hora y los minutos. Salía solo, con el pelo mojado de la ducha y balanceando la bolsa de deporte con esa aura, esa confianza higiénica que procura el ejercicio. Subió al coche y se dirigió a Abbeyhill. Linford comprobó su móvil, vio que no quedaba batería y lo enchufó al encendedor del coche para recargarla. Pensó en llamar a Rebus, pero ¿para decirle qué exactamente? ¿Pedirle su consentimiento? «Estás haciendo lo que debes; adelante.» Eso es lo que haría una persona débil.
El no era débil. Allí estaba la prueba.
Ahora iban por Easter Road y Hutton hablaba por el móvil. Todo el rato había estado hablando sin mirar apenas al retrovisor ni a los espejos laterales. Aunque daba igual porque entre ellos dos había tres coches.
No tardaron en llegar a Leith. El Ferrari tomó por calles secundarias y Linford se rezagó esperando que le adelantara algún coche, pero aquello estaba desierto. Sólo circulaban él y el sospechoso. A derecha e izquierda, las calles se hacían cada vez más estrechas, y las casas a ambos lados daban directamente a la calzada. Cruzaron por delante de unas zonas de juego para niños mientras los faros hacían relucir trocitos de vidrio. Anochecía. Hutton se detuvo de pronto. Linford supuso que debían de estar ya cerca de los muelles. No conocía aquella parte de la ciudad; siempre la había evitado, porque todo eran intrigantes y tugurios, las armas más corrientes, la botella y el cuchillo de cocina, y la mayor parte de las agresiones se perpetraban contra amigos y familiares.