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Ormiston no contestó.

– Pero ¿por qué ibas tú a…? -dijo Siobhan sin acabar la pregunta hasta que comprendió la respuesta al mirar a Rebus, quien asintió con la cabeza.

Podría ser por venganza…, celos…, por el comportamiento de Linford con ella.

Lo que pensaba Linford era eso. Para su manera de ver el mundo tenía perfecto sentido y se ajustaba a su mentalidad.

Siobhan estaba sentada en el coche ante el hospital pensando si entrar a visitar al herido, cuando por la radio del Cuerpo captó un aviso.

«Atención, Ford Sierra Cossworth negro, conducido probablemente por Jerry Lister. Se le busca para interrogarle en relación con un suceso grave código seis.»

¿Código seis? Siempre andaban cambiando los códigos, salvo el veintiuno, que era auxilio a un agente. En ese momento el código seis correspondía a muerte sospechosa, generalmente homicidio. Llamó a comisaría y le informaron de que la víctima era Nicholas Hughes, asesinado con unas tijeras. La esposa de Lister había encontrado el cadáver al volver a casa. La habían llevado al hospital a causa de la impresión. Siobhan pensó en la noche en que atajó por la estación de Waverley para volver a su casa por culpa de aquellos dos tipos en un Sierra negro, uno de los cuales le dijo al otro: «Es una lesbiana, Jerry». Ahora un tal Jerry huía en un Sierra negro.

Ella, por intentar darles esquinazo, acabó enredada en el suicidio de un mendigo.

Cuanto más lo pensaba, menos podía dejar de considerar…

36

Watson estaba al borde del infarto.

– Pero vamos a ver, ¿de quién fue la idea de que siguiera los pasos de Barry Hutton?

– El inspector Linford lo hizo por iniciativa propia, señor.

– ¿Por qué será, me pregunto, que yo veo su pringosa marca de fábrica en toda esta historia?

Era sábado por la mañana y estaban en el despacho del Granjero, donde Rebus ya había entrado nervioso porque tenía un argumento pero no creía que Watson lo aceptara.

– ¿Ha visto la nota? -prosiguió éste-: «Rebus sabía que estaba allí». ¡Es tremendo!

Tanto apretaba Rebus las mandíbulas que le dolían los carrillos.

– ¿Qué dice el ayudante del jefe de policía? -preguntó.

– Exige una investigación. A usted le suspenderán de empleo, desde luego.

– De ese modo dejo de estorbarle hasta que se jubile.

En vez de replicar, el comisario golpeó la mesa con la palma de las manos y Rebus aprovechó.

– Tenemos la descripción del hombre visto en Holyrood la noche en que asesinaron a Grieve. A ello hay que añadir el hecho de que es cliente de Bellman's y que seguramente podríamos pillarlo. En Bellman's no vamos a sacar nada; es la clase de pub en el que cada uno va a lo suyo, pero tengo confidentes en Leith. Se trata de localizar a un tipo duro, un cliente habitual de ese pub. Yo creo que con unos cuantos agentes…

– Linford dice que fue usted.

– Ya lo sé, señor, pero con todo respeto…

– ¿Qué pensarían si le encargo a usted del caso?

El Granjero parecía de pronto muy cansado, abrumado por el trabajo.

– No le pido que me encargue de él -dijo Rebus-. Sólo que me deje ir a Leith a hacer algunas pesquisas. Sólo eso. Deme la oportunidad de poner a salvo mi reputación cuando menos.

Watson se recostó en su silla.

– La verdad es que en Fettes están que trinan. Linford era de su plantilla. Y eso de seguir a Barry Hutton sin autorización… ¿sabe cómo va a afectar a cualquier posible imputación? Al fiscal le va a dar un ataque.

– Necesitamos pruebas y para ello tenemos que recurrir a alguien de Leith con contactos.

– ¿Qué tal Bobby Hogan? El está en Leith.

– Pues que siga allí -dijo Rebus.

– Usted también quiere ir, claro… -Rebus no contestó-. Y los dos sabemos perfectamente que irá a pesar de lo que yo diga.

– Es preferible que sea oficial, señor.

El Granjero se pasó una mano por la calva.

– Cuanto antes mejor, señor.

Watson movió la cabeza mirando a Rebus.

– No -dijo-. No quiero que vaya allí, inspector. No puedo autorizarlo teniendo en cuenta el broncazo de jefatura.

Rebus se puso en pie.

– Entendido, señor. ¿No tengo permiso para ir a Leith a preguntar a mis confidentes sobre la agresión al inspector Linford?

– Eso es, inspector, no se lo doy. Está pendiente su suspensión de empleo y quiero tenerle a mano cuando llegue la comunicación.

– Gracias, señor -dijo Rebus camino de la puerta.

– Lo digo en serio, inspector. No salga de Saint Leonard.

Rebus asintió con la cabeza. La sala de Homicidios estaba tranquila cuando entró. Roy Frazer leía un periódico.

– ¿Has acabado con éste? -preguntó Rebus cogiendo otro. Frazer asintió con la cabeza-. Tengo una indigestión de pollo -añadió Rebus frotándose el estómago-. Contesta a mis llamadas y di que el menda está fuera de combate.

Frazer asintió con la cabeza sonriendo. El que más y el que menos se había pasado un sábado por la mañana en el váter con un periódico.

Rebus salió de la comisaría, fue al aparcamiento, se sentó en el Saab y llamó por el móvil a Bobby Hogan.

– Te llevo ventaja, colega -dijo Hogan.

– ¿Cuánta?

– Ya estoy frente a Bellman's esperando a que abran.

– No pierdas el tiempo. Mira a ver si puedes localizar a algún confidente tuyo -dijo Rebus abriendo su bloc y leyéndole la descripción del sospechoso de Holyrood Road mientras conducía.

– Así que un matón que frecuenta pubs poco recomendables… -musitó Hogan recapitulando-. ¿Dónde demonios encuentro yo algo semejante en el Leith de ahora?

Rebus conocía unos cuantos locales. Era la hora de abrir: las once de la mañana, una mañana encapotada, de nubosidad tan baja que ocultaba el Arthur's Seat de cuya masa rocosa se advertía algún fragmento esporádico. Igual que aquel caso, pensó Rebus, del que se vislumbraban trozos de vez en cuando sin poder desentrañar la estructura principal oculta.

Se veía poca gente por la calle en Leith porque el mal tiempo invitaba a quedarse en casa. Dejó atrás tiendas de alfombras, salones de tatuajes, casas de empeño, lavanderías y oficinas de la seguridad social, éstas cerradas durante el fin de semana pero el resto de ella con más clientela que las otras. Aparcó en un callejón y cerró bien el Saab. Doce minutos después de la hora de apertura entró en el primer pub de la lista; estaban sirviendo café y pidió una taza, como la que tomaba el camarero. Había dos parroquianos viejos mirando la televisión y fumando a destajo: lo único que tenían que hacer y lo afrontaban con la seriedad de un ritual. Al de la barra no pudo sacarle ni siquiera un segundo café gratis. Se largó de allí.

Mientras caminaba sonó el móvil. Era Bill Nairn.

– ¿Trabajando el fin de semana, Bill? -preguntó Rebus-. ¿Pagan bien las horas extra?

– La cárcel no cierra, John. Hice lo que me pediste y miré el expediente de Rab Hill.

– ¿Y qué? -preguntó Rebus deteniéndose, mientras a su lado pasaba gente que iba a la compra, eran viejos en su mayoría, de paso cansino y sin coche para ir al supermercado ni apenas energía para tomar el autobús.

– No gran cosa. Salió en libertad en la fecha prevista y manifestó que se trasladaba a Edimburgo, donde se ha presentado al funcionario que vigila su libertad condicional…