– ¿Qué enfermedades tenía, Bill?
– Ah, sí, como se quejaba de constantes molestias de estómago se le hicieron unos análisis. Todos negativos.
– ¿En el mismo hospital que a Cafferty?
– Sí, pero realmente no veo…
– ¿Qué señas ha dado en Edimburgo?
Nairn le dio la dirección de un hotel en Princess Street.
– Estupendo -dijo Rebus y pasó a preguntar los datos del funcionario judicial-. Gracias, Bill. Nos vemos.
El segundo bar estaba lleno de humo y la alfombra pringosa de los restos de la noche. Había tres hombres, con las mangas de la camisa remangadas exhibiendo sus tatuajes; tomaban chupitos y le miraron al entrar sin que su persona les pareciera digna de ningún comentario. Más tarde, en estado etílico más intenso, sería harina de otro costal. Rebus conocía al que atendía la barra, se sentó en la mesa de un rincón con media pinta de Eighty a fumar un cigarrillo. Cuando el camarero se acercó a vaciar el cenicero con una única colilla tuvo tiempo de hacerle un par de preguntas a las que el hombre contestó con nerviosos movimientos de cabeza. Negativo: o no sabía nada o no quería hablar. Bien, Rebus sabía cuándo podía apretar un poco más, pero éste no era el caso.
Se dio perfecta cuenta al salir de que los de la barra estaban ya comentando algo sobre él. Habrían detectado que era un poli, le preguntarían al camarero qué quería y éste se lo diría. De momento no importaba, pues se habría corrido la voz de que habían agredido a uno de los suyos y sabían que en tales casos la policía se movía rápido. Es lo menos que podía esperarse en Leith.
En la calle cogió de nuevo el móvil, llamó al hotel y pidió que le pusieran con la habitación de Robert Hill.
– No contesta, señor.
Rebus cortó la comunicación.
En el tercer pub había un sustituto en la barra y ninguna cara conocida, por lo que no se tomó la molestia de pedir nada. Luego, entró en otros dos bares con mesas de fórmica marcadas de quemaduras de cigarrillo y una neblina avinagrada de salsa agridulce con especias y grasa de patatas fritas. Después, fue a un tercero, donde iban los estibadores a reponer la carga de colesterol, más parecido a una consulta médica que a un comedor.
En una mesa, comiendo huevos aceitosos con tenedor, había alguien a quien él conocía.
Se llamaba Big Po y había sido portero de pubs y discotecas del barrio, pero también había servido una buena temporada en la marina mercante. Tenía las manos llenas de cortes y cicatrices y un rostro curtido en lo poco que dejaba ver su poblada barba negra. Era un tipo enorme, y viéndolo apretujado en aquella mesa, desentonaba como un adulto en un pupitre de primaria. A Rebus se le antojaba que el mundo estaba hecho a una escala en discrepancia con las necesidades de Big Po.
– ¡Santo Dios, cuánto tiempo! -bramó al ver acercarse a Rebus esparciendo con la exclamación gotas de saliva y partículas de huevo.
Algunos volvieron la cabeza para mirar lo justo por temor a que Big Po les imputara alguna intromisión en sus asuntos. Rebus tendió la mano, resignado a aguantar un apretón semejante a la acción de una trituradora, para hacer a continuación flexiones con los dedos, comprobando si estaban ilesos y sentarse frente al grandullón.
– ¿Qué toma? -preguntó Po.
– Un café.
– Aquí eso es una blasfemia. Estamos en la santa iglesia del cocinero San Eck -comentó Po señalando con la cabeza un viejo gordo que se enjugaba las manos en el delantal, dándole la razón con un movimiento de la cabeza-. La mejor freiduría de Edimburgo. ¿No es cierto, Eck? -vociferó Po.
Eck volvió a asentir con la cabeza y siguió con su faena. Parecía nervioso de tener allí a Big Po, y no era de extrañar.
Se acercó una camarera de mediana edad desde la barra y Rebus pidió un café mientras Big Po rebañaba con el tenedor los restos de yema.
– Sería más fácil con cuchara -dijo Rebus.
– Me gusta lo difícil.
– Bien, podría ser que tuviera otro para ti -dijo Rebus aguardando a que llegara el café, que le llevaron en una taza de Pyrex transparente con platillo a juego, un objeto que volvía a ponerse de moda en algunos locales, pero él tuvo la impresión de que aquella era reserva de la casa.
No lo había pedido con leche pero sí que tenía porque vio unos espumarajos blancos flotantes. Dio un sorbo y comprobó que aunque estaba caliente no sabía a café.
– Bueno, usted dirá -dijo Big Po.
Rebus le puso al corriente y Po escuchó sin descuidar su plato, que terminó con una operación de rebañado de los últimos restos de grasa a los que añadió un generoso chorro de salsa agridulce especiada con trozos de tostada. Se repanchingó a continuación lo mejor que pudo en aquellas estrecheces, sorbió ruidosamente el té y trató de moderar su bramido de oso transformándolo en algo que los simples mortales reconocerían como hablar en voz baja.
– Para cuestiones sobre Bellman's hable con Gordie, que era cliente hasta que le prohibieron entrar -dijo.
– ¿Le prohibieron la entrada en Bellman's? ¿Qué hizo, disparar una ráfaga de ametralladora o pedir un gin-tonic?
Big Po lanzó un bufido.
– Creo que se lo hacía con la mujer de Huton.
– ¿El dueño?
Po asintió con la cabeza.
– Un cabronazo.
Una apreciación grave viniendo de Po.
– Gordie, ¿de nombre o de apellido?
– Es Gordie Burns y va a beber al Weir O'.
Se refería al Weir O'Hermiston en la carretera de la costa, en dirección Portobello.
– ¿Cómo sabré quién es? -preguntó Rebus.
Po metió la mano en su cazadora de nilón azul y sacó un móvil.
– Voy a llamarle para asegurarme de que está allí.
Mientras marcaba, Rebus miró por los cristales cubiertos de vapor. Cuando Po terminó de hablar le dio las gracias y se levantó.
– ¿No se toma el café?
Rebus negó con la cabeza.
– Pero invito yo -dijo acercándose a la barra y dando cinco libras, de las que tres y media cubrieron la fritanga más barata y alta en colesterol de Leith.
Antes de salir, al pasar junto a la mesa de Big Po, le dio una palmadita en el hombro metiéndole veinte libras en el bolsillo de la cazadora.
– Dios le bendiga, caballero -vociferó Big Po.
No podría asegurarlo, pero le pareció que cuando cerraba la puerta el grandullón estaba pidiendo un segundo desayuno.
El Weir O' era una especie de pub civilizado con aparcamiento delante y un letrero en el que se anunciaba escrito con tiza una serie de «especialidades de la casa». Nada más acercarse a la barra a pedir un whisky, vio que alguien apuraba su copa y cuando llegó la consumición de Rebus el hombre dijo que se iba y comentó al que tenía a su lado que no tardaría en volver. Rebus aguardó un par de minutos tomándose el whisky y salió del pub. En la esquina, cerca de unas naves vacías y unos montones de escoria, les esperaba el hombre.
– ¿Gordie? -preguntó Rebus.
El hombre hizo una inclinación de cabeza. Era alto y desgarbado, de unos treinta y tantos años y tenía una cara triste y una incipiente calva con el poco pelo mal cortado. Rebus le tendió veinte libras y el tal Gordie las cogió con reparo como haciendo gala de cierta dignidad.
– Que sea rápido -dijo al guardárselas mirando a su alrededor.
El tráfico era intenso, camiones sobre todo, y nadie se fijaba en ellos dos. Rebus le resumió brevemente el asunto, dándole la descripción del sospechoso, el pub y la agresión.
– Debe de ser Mick Lorimer -dijo el hombre dándose la vuelta.
– ¡So! -exclamó Rebus-. ¿No me da una dirección o algo?
– Mick Lorimer -repitió el hombre ya casi en la puerta del pub.