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John Michael Lorimer, conocido por Mick, con antecedentes de agresión, allanamiento y robo. Bobby Hogan sabía quién era y por eso pudieron hacerle ir a la comisaría de Leith, donde le dejaron un rato a solas para que sudara antes de interrogarle.

– No vamos a sacar mucho en limpio -comentó Hogan a Rebus-. Su léxico se reduce a una docena de palabras, la mitad de las cuales horripilarían a tu abuela.

Lorimer les recibió tranquilamente sentado en su casita de dos pisos de Easter Road, cuya puerta les franqueó una «amiga» que les hizo pasar al cuarto de estar donde él les esperaba con el periódico abierto sobre el regazo. No dijo apenas nada, ni se molestó en preguntarles qué querían ni por qué le pedían que les acompañase a la comisaría. Rebus anotó la dirección del domicilio de la amiga, que correspondía a los bloques cerca de los cuales Linford había sufrido la agresión. Normal, incluso si demostraban que era a Lorimer a quien Linford había seguido, ahora tenía la coartada de que había ido a casa de su amiga y que había pasado allí la noche.

Conveniente y rentable, y ella no iba a cambiar la declaración si sabía a qué atenerse. Por sus ojos llorosos, Rebus dedujo que Mick Lorimer la tenía bien domesticada.

– Entonces, ¿vamos a perder el tiempo? -preguntó Rebus.

Bobby Hogan se encogió de hombros. Llevaba en el Cuerpo tanto tiempo como Rebus y los dos estaban al cabo de la calle. La detención no era más que el primer asalto, seguido casi siempre de un combate con resultado amañado.

– En cualquier caso, haremos una rueda de reconocimiento -comentó Hogan abriendo la puerta del cuarto de interrogatorios.

La comisaría de Leith no era moderna como la de Saint Leonard. Estaba instalada en un sólido edificio de estilo Victoriano tardío que a Rebus le recordaba la escuela de su infancia. Tenía muros de piedra recubiertos de innumerables capas de pintura y había tuberías a la vista por todas partes. Los cuartos de interrogatorio eran como calabozos, pequeños y deprimentes. Sentado ante una mesa, Lorimer parecía hallarse en el cuarto de estar de su propia casa.

– Quiero un abogado -dijo al verlos entrar.

– ¿Te hace falta por algo? -replicó Hogan.

– Quiero un abogado -repitió Lorimer.

– ¿Has visto? Es como un disco rayado -dijo Hogan mirando a Rebus.

– Que se atasca siempre en el surco equivocado.

Hogan se volvió hacia Lorimer.

– Tenemos seis horas por delante sin que tengas el menor derecho a asesor legal. Es lo que dice la ley -dijo metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, con gesto pensado para darle a entender que era una charla entre amigos-. Mick, ahí donde lo ves -añadió mirando a Rebus- fue portero de Tommy Telford. ¿No lo sabías?

– Pues no -mintió Rebus.

– Pero tuvo que largarse al venirse abajo el imperio de Telford.

– La mano de Big Cafferty -añadió Rebus asintiendo con la cabeza.

– Sí, es sabido que a Big Ger no le gustaba la banda de Tommy Telford, ni nadie relacionado con él -añadió mirando intencionadamente a Lorimer.

Rebus se había situado delante de la mesa y se inclinó hacia ella apoyando las manos en el respaldo de la silla vacía.

– Big Ger está libre -dijo-. ¿Lo sabías, Mick?

Lorimer ni parpadeó.

– Suelto y en Edimburgo -añadió Rebus-. Si quieres puedo ponerte en contacto con él…

– Seis horas -replicó Lorimer-. No se moleste.

Rebus miró a Hogan. De momento bastaba.

Interrumpieron el interrogatorio para salir a fumar un cigarrillo.

– Pongamos que Lorimer mató a Roddy Grieve -comentó Rebus pensativo-. Móvil aparte, pensamos que detrás del crimen está Barry Hutton -Hogan hizo un gesto afirmativo-. Se plantean dos interrogantes: primero ¿tenía que matarlo? ¿No será que Lorimer se excedió porque es un tipo que una vez que empieza se ensaña? Segundo -prosiguió Rebus-, ¿tenía que quedar allí el cadáver de Grieve? ¿Por qué no intentaron esconderlo?

Hogan se encogió de hombros.

– También es el estilo de Lorimer, duro como una piedra pero bastante burro.

Rebus le miró.

– Pongamos, pues, que si jodió el asunto que le encomendaron, ¿por qué no le han castigado? Hogan sonrió.

– ¿Castigar a Mick Lorimer? Hace falta un ejército o sorprenderle con la guardia baja.

Rebus recordó algo. Volvió a llamar al hotel y le dijeron que no sabían nada de Rab Hill. Quizá fuese mejor cara a cara. Necesitaba a Hill de su parte porque era la prueba y por eso Cafferty lo tenía siempre a su lado.

Si podía encontrar a Rab Hill podría volver a encerrar a Cafferty. Eso era casi lo que más deseaba en el mundo.

– Sería como un buen regalo de Navidad -dijo en voz alta.

Hogan le preguntó a qué se refería pero él se limitó a mover la cabeza.

El señor Cowan, que les había dado la descripción del hombre que él vio aquella noche en Holyrood Road, se tomó con tiempo el reconocimiento de la rueda de sospechosos, pero al final se inclinó por Lorimer. A éste lo metieron en el calabozo y a los demás, casi todos ellos estudiantes, les dieron té con galletas antes de efectuar un segundo turno de identificación.

– Cuando me hacen falta tiarrones recurro al equipo de rugby -dijo Hogan-. La mitad de ellos son estudiantes de medicina y de derecho.

Pero Rebus no escuchaba. Estaban fumando un cigarrillo en la calle delante de la comisaría cuando llegó una ambulancia. Abrieron la puerta trasera, bajaron la rampa y apareció Derek Linford en silla de ruedas, con la cara tumefacta, la cabeza vendada y un collarín quirúrgico. Cuando laboriosamente llegó a su altura Rebus advirtió los alambres que envolvían su mandíbula. Sus pupilas estaban obnubiladas por los sedantes pero al ver a Rebus se le iluminaron y entornó los ojos. Rebus movió despacio la cabeza en un gesto de negación y de simpatía, pero Linford apartó la vista con dignidad cuando dieron la vuelta a su silla de ruedas para subirle mejor por la escalinata.

Hogan tiró el cigarrillo a la calzada justo delante de la ambulancia.

– ¿Tú no entras? -preguntó y Rebus dijo que no.

– Sí, creo que será mejor.

Cuando Hogan volvió a salir se había fumado dos pitillos más.

– Bueno, ha dicho que sí, es Mick Lorimer.

– ¿Puede hablar?

Hogan negó con la cabeza.

– Tiene la boca llena de placas metálicas.

– ¿Qué ha dicho el abogado de Lorimer?

– Le ha hecho poca gracia. Ha preguntado qué medicamentos ha tomado Linford.

– ¿Vais a acusar a Lorimer?

– Creo que sí. Para empezar, de agresión.

– ¿Crees que prosperará?

Hogan infló los mofletes y soltó el aire.

– Entre tú y yo, creo que no. Lorimer no ha negado que siguiese a Linford, pero el problema es que eso plantea muchas dificultades.

– ¿Por vigilancia no autorizada?

Hogan asintió con la cabeza.

– La defensa se llevaría el gato al agua. Volveré a hablar con la amiga. Tal vez si le guarda cierto rencor…

– Ella no hablará -comentó Rebus convencido-. Nunca hablan.

Siobhan fue al hospital. Derek Linford estaba incorporado en la cama apoyado en cuatro almohadas, con una jarra de plástico con agua y un periódico de la prensa amarilla por toda compañía.

– Te he traído unas revistas -dijo ella- pero no sabía tus temas preferidos -añadió dejando la bolsa en la cama y cogiendo una silla-. Me han dicho que no puedes hablar, pero pensé que de todas maneras tenía que venir -sonrió-. No voy a preguntarte cómo estás, porque ya se ve, pero quería decirte que no fue culpa de John. El no haría nunca una cosa así… ni consentiría que le sucediese a nadie. No es tan retorcido -hablaba sin mirarle, jugueteando con las asas de la bolsa-. Lo que pasó entre nosotros…, entre tú y yo…, fue culpa mía. Ahora lo comprendo. Culpa mía y tuya también, claro. De nada va a servir que… -prosiguió y al levantar la vista vio la rabia y el recelo en los ojos de él-. Si tú… -no pudo continuar.