Llevaba ensayado una especie de discurso pero se daba cuenta de que no iba a arreglar nada.
– Sólo debes echar la culpa al agresor -añadió volviendo a mirarle y apartando la vista-. No sé si ese odio es por mí o por John.
Le vio coger el periódico y ponerlo despacio sobre la colcha. Tenía un bolígrafo y trazó algo en la primera página. Siobhan se puso de pie para mirarlo mejor ladeando la cabeza y vio que había dibujado un círculo irregular, el más grande que pudo hacer. Comprendió enseguida que representaba al mundo. Los odiaba a todos.
– Me he perdido un partido del Hibs por venir aquí -dijo-, para que veas -él la miró-. Vale, no tiene gracia. De todos modos habría venido -añadió.
Pero él cerró los ojos como si le aburriera escuchar.
Alargó la visita dos minutos más y se marchó. En el coche recordó que tenía una llamada pendiente; llevaba el número anotado, que tardó casi veinte minutos en encontrar entre el papeleo del escritorio.
– ¿Sandra?
– Sí.
– Pensé que habías ido de compras. Soy Siobhan Clarke.
– Ah.
Sandra Carnegie no parecía muy complacida de su llamada.
– Creemos que han matado a tu agresor.
– ¿Cómo?
– Lo apuñalaron.
– Estupendo. Que den una medalla al que lo hizo.
– Por lo visto fue el cómplice. Le detuvimos cuando huía por la AI hacia Newcastle, y en un arrebato de remordimiento lo confesó todo.
– ¿Vais a acusarle de homicidio?
– Vamos a acusarle de cuanto podamos.
– ¿Y tendré que atestiguar yo?
– Es posible. Pero son buenas noticias, ¿no?
– Sí, estupendas. Gracias por avisarme.
Siobhan se quedó con el teléfono en la mano; había cortado. Profirió un exabrupto. Su ansiado triunfo del día se desvanecía.
– Déjame -dijo Rebus.
– Muy bonito. Te dejaré -dijo Siobhan cogiendo una silla, sentándose frente a él y sacando los brazos del abrigo.
Se había llevado su zumo de naranja con gaseosa al salón trasero del bar Oxford. El principal estaba lleno de clientes del sábado por la tarde mirando el partido, pero allí atrás estaba tranquilo y no molestaba la televisión. Había un solo cliente junto a la estufa leyendo el Irish Times. Rebus tomaba un whisky y en la mesa no había vasos vacíos, lo que simplemente significaba que era él quien se acercaba a la barra para que le llenaran el vaso.
– Creí que habías comenzado a reducir la dosis -dijo ella; él se limitó a mirarla-. Bueno, perdona, me olvidaba de que el whisky es la solución a todos los problemas.
– No es más absurdo que la meditación yogui -dijo él llevándose el vaso a los labios y haciendo una pausa-. Bueno, ¿qué quieres? -añadió dando un sorbo y dejando que el calor del alcohol le cosquilleara en la boca.
– He ido a ver a Derek.
– ¿Cómo está?
– No habla.
– El pobre cabrón no puede.
– Pero no es sólo eso.
Rebus asintió despacio.
– Lo sé. No se puede negar que tiene razón.
– ¿Qué quieres decir? -replicó ella. Una raya vertical arrugó su frente.
– Fui yo quien le dijo que vigilase a los hombres de Hutton y con ello le induje a seguir a un asesino.
– Pero tú no pensabas que fueran a…
– ¿Cómo lo sabes? A lo mejor quería que le zumbaran.
– ¿Por qué ibas a quererlo?
– Para que aprendiera -Rebus se encogió de hombros.
Siobhan pensó en preguntarle si simplemente por humillarle o como castigo por haber estado espiándola, pero calló y dio un trago al zumo.
– ¿Es que tú mismo dudas?
Rebus fue a encender un cigarrillo pero cambió de idea.
– ¿Y yo qué? -dijo ella.
Rebus negó con la cabeza y volvió a guardar el cigarrillo en el paquete.
– La verdad es que hoy ya he fumado muchos. Además, estoy en minoría porque Hayden tampoco fuma -añadió señalando con un gesto al que leía el Irish Times.
El hombre sonrió al oír su nombre.
– Se agradece el detalle -dijo y siguió enfrascado en el periódico.
– Bueno, ¿y ahora qué? -dijo Siobhan-. ¿Estás suspendido de empleo?
– Primero tienen que demostrarlo -contestó Rebus jugueteando con el cenicero-. He estado reflexionando sobre el canibalismo y el hijo de lord Queensberry.
– ¿A cuento de qué?
– Me pregunto si habrá todavía caníbales.
– No lo dirás en sentido literal…
– No, me refiero a asar a alguien, masticarlo y comérselo para desayunar. Dicen que el hombre es un lobo para el hombre y qué razón hay en ello. Nos devoramos unos a otros.
– Es la comunión en el cuerpo de Cristo -añadió Siobhan.
Rebus sonrió.
– Es algo que siempre me ha intrigado y nunca fui capaz de entender, que una oblea se convierta en carne.
– Y al convertirse el vino en sangre…, al beberlo nos convertimos en vampiros.
Rebus sonrió aún más, pero su mirada daba a entender que pensaba en otra cosa.
– Fíjate lo que son las coincidencias -dijo ella, y pasó a relatarle los acontecimientos de la noche que cruzó por la estación de Waverley, lo del Sierra negro más el caso del violador que elegía víctimas en los clubes de solteros. Rebus asintió con la cabeza.
– Y yo añado otra coincidencia más: la matrícula del Sierra está apuntada en el bloc de Linford.
– ¿Cómo es posible?
– Porque Nicholas Hughes trabajaba en la empresa de Barry Hutton -Siobhan fue a preguntar algo pero él se le adelantó-. De momento, estamos en la fase de las coincidencias.
Siobhan se recostó en el asiento y permaneció pensativa un instante.
– ¿Sabes lo que nos haría falta? -dijo al fin-. Me refiero al caso Grieve. Una confirmación, testigos. Alguien que nos informe.
– Entonces, mejor será que saquemos el tablero de ouija.
– ¿Sigues creyendo que Alasdair ha muerto? -hizo una pausa hasta que vio que Rebus se encogía de hombros-. Yo no. Si estuviera dos metros bajo tierra lo sabríamos. ¿Qué sucede? -exclamó al ver que a Rebus se le iluminaba el rostro.
– Eso es, con quien tenemos que hablar es con Alasdair, ¿a que sí? -dijo él mirándola.
– Exacto -contestó ella.
– Pues habrá que invitarle.
– ¿Cómo, invitarle? -preguntó Siobhan sin acabar de entenderlo.
Rebus apuró el whisky y se levantó.
– Conduce tú, porque, dada mi suerte últimamente, acabaríamos estrellados contra una farola.
– Invitarle, ¿de qué manera? -insistió ella pugnando por meter los brazos en las mangas del abrigo.
Pero Rebus ya se dirigía a la puerta. Le siguió y al pasar junto al que leía el periódico éste alzó su vaso y le deseó buena suerte.
El tono daba a entender que iba a necesitarla.
– Entonces, ¿tú le conoces? -le reprochó ella salían del Oxford.
37
El entierro de Roderick David Rankeillor Grieve tuvo lugar en una tarde de aguanieve pertinaz. Rebus acudió a la iglesia y se quedó en las últimas filas con el libro de himnos abierto sin la menor intención de cantar. Pese a que se había anunciado con poca antelación el templo estaba a rebosar. Acudieron familiares de toda Escocia y figuras del mundo de la política, de los medios informativos y de la banca. Fueron también representantes de las altas esferas laboristas de Londres, que se toqueteaban los gemelos y dirigían miradas furtivas a sus buscas enmudecidos y al público para detectar alguna cara conocida.