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– Y le apuñaló en el corazón -añadió Rebus.

– Sí -dijo Grieve-. Nos dimos cuenta en el acto de que lo había matado.

– ¿Y qué hicieron?

– Metimos el cadáver en su propio coche y huimos. Sabíamos que era mejor separarse porque si no Callan nos mataría.

– ¿Y el dinero?

– Yo le dije a Freddy que no quería saber nada y él propuso que nos encontrásemos justo un año después en un bar de Frederick Street.

– ¿Usted no acudió a la cita?

Grieve negó con la cabeza.

– Yo ya había asumido otra personalidad en un lugar que me gustaba y en el que comenzaba a adaptarme.

«También Freddy había viajado a muchos sitios según le había contado a Dezzi», pensó Siobhan.

Justo un año después, al no aparecer Alasdair, fue cuando Freddy Hastings llevó el dinero a una caja de ahorros de George Street, a cuatro pasos de Frederick Street, y abrió una cuenta a nombre de C. Mackie…

– ¿Y aquella cartera? -preguntó Siobhan.

Grieve la miró.

– Ah, sí. Era de Dean Coghill.

– Las iniciales eran ADC.

– Debía de ser por el segundo nombre de Dean que a él le gustaba más. Esa cartera nos la trajo Barry Hutton llena de billetes, presumiendo de habérsela quitado a Coghilclass="underline" «Porque puedo y él no va a impedírmelo» -dijo Grieve negando con la cabeza.

– El señor Coghill ha muerto -dijo Siobhan.

– Otra víctima de Bryce Callan.

Aunque Coghill había fallecido de muerte natural, Rebus entendió perfectamente qué quería decir Grieve.

Rebus y Siobhan celebraron una reunión en la sala del DIC.

– ¿Qué tenemos en concreto? -preguntó ella.

– Fragmentos -contestó él-. Tenemos a Barry Hutton yendo a comprobar qué ha sucedido en la cita y que se encuentra con el cadáver de Mackie cerca de Queensberry House; lo lleva a las obras y lo tapia en la chimenea, pensando que allí quedaría por los siglos de los siglos.

– ¿Por qué razón?

– Para impedir que la policía le hiciera preguntas.

– ¿Y cómo es que en la lista de personas desaparecidas no figura ningún Mackie?

– Mackie era un hombre de Callan y nadie iba a llorar por él ni a denunciar su desaparición.

– ¿Y Freddy Hastings se suicida al enterarse por un periódico que se ha encontrado el cadáver?

Rebus asintió.

– El asunto vuelve a cobrar actualidad y se ve incapaz de soportarlo.

– No acabo de entenderle.

– ¿A quién?

– A Hastings. No entiendo qué le impulsó a llevar esa vida…

– Hay una preocupación más acuciante -dijo Rebus-. Callan y Hutton van a quedar impunes.

Siobhan se inclinó en su mesa y cruzó los brazos.

– Bueno, en definitiva, ellos ¿qué hicieron? No mataron a Mackie ni tiraron a Freddy Hastings por el puente Norte.

– Pero fueron los inductores de su muerte.

– Callan vive ahora en el extranjero y Barry Hutton es un personaje bien considerado -comentó ella esperando que Rebus dijera algo, pero éste callaba-. ¿No lo ves así? -En ese preciso momento recordó lo que había dicho Alasdair Grieve en el interrogatorio-. Un contacto en el ayuntamiento -agregó.

– Alguien del Departamento de Urbanismo -apostilló Rebus.

38

Tardaron una semana en atar cabos trabajando esforzadamente en equipo. Derek Linford convalecía en su casa, y se alimentaba con líquidos y una pajita. Según la máxima de que «cuando un policía recibe una zurra, la jefatura le premia», suponían que Linford iba a tener un ascenso saltando el escalafón. Mientras tanto Alasdair Grieve se contentó con vivir como un turista en una habitación con cama y desayuno en Minto Street, pues de momento no le permitían abandonar el país y, como le habían retenido el pasaporte, tenía que presentarse todos los días en Saint Leonard. Watson no tenía previsto imputarle nada, pero había que abrirle expediente como testigo de la agresión homicida. Rebus había acordado oficiosamente con Grieve que no se dejara ver y que ellos no mencionarían su regreso a la familia.

El equipo al completo, con Siobhan, Wylie y Hood, fue estructurando la investigación y Wylie reivindicó y consiguió una mesa junto a la ventana en compensación, alegó ella, a las horas padecidas en el cuartito de interrogatorios.

Recibieron ayuda exterior del SNIC, de la Brigada Criminal y de Scotland Yard, y cuando todo estuvo a punto, vieron que aún quedaban cosas por hacer. Tuvieron que disponer de un médico y comunicar al sospechoso que le convenía la presencia de un abogado, porque, a pesar de su estado, sabría sin duda por boca de sus amistades que iban a interrogarle. Carswell volvió a vetar la intervención de Rebus con idéntico resultado.

Cuando Rebus y Siobhan llegaron a la casa rodeada por una tapia en Queensferry Road, había tres coches en el camino de entrada y estaban ya allí el médico y el abogado. Era una casona de los años treinta no lejos de la carretera de Edimburgo a Fife, y, aunque redujera unas cincuenta mil libras su valor, éste no sería inferior a las trescientas mil. Nada despreciable para un concejal.

La cama en que yacía Archie Ure no estaba ubicada en su dormitorio, pues para evitar que subiera y bajara la escalera, la habían trasladado al comedor, del que habían sacado al vestíbulo la mesa, recogiendo las sillas patas arriba en su pulida superficie. En el cuarto flotaba el olor a enfermo dentro de esa atmósfera viciada con tufo a sudor y a mal aliento. Encontraron al paciente incorporado y respirando con dificultad. El médico había finalizado el reconocimiento y Ure, conectado al electrocardiógrafo, tenía desabrochada la chaqueta del pijama para dar paso a los cables que finalizaban en unos círculos adhesivos de color carne. Su pecho era poco velloso y al ritmo de su fatigosa respiración parecía un fuelle pinchado.

El abogado de Ure era un tal Cameron Whyte, un individuo bajito de aspecto puntilloso con quien, según la esposa del concejal, tenían amistad desde hacía treinta años. Estaba sentado junto a la cama con la cartera en las rodillas y sobre ella un bloc de notas nuevo tamaño folio. Hicieron las presentaciones pero Rebus no estrechó la mano a Archie Ure aunque sí le preguntó qué tal se encontraba.

– Bastante bien hasta plantearse esta situación absurda -contestó con brusquedad.

– Trataremos de solventarlo lo más rápido posible -replicó Rebus.

Ure lanzó un gruñido y Cameron Whyte hizo unas preguntas previas mientras Rebus abría una de las dos cajas que llevaba para sacar la grabadora. Era un aparato engorroso, pero gracias a él obtendrían dos copias del interrogatorio con la fecha y hora. Rebus explicó a Whyte el procedimiento y el abogado observó cómo ajustaba fecha y hora y abría los estuches de dos cintas nuevas. Tuvieron dificultades con el cable, que casi no alcanzaba al enchufe de la pared, y con el doble micrófono, que sólo llegaba hasta el borde de la cama. Rebus cambió de posición su silla formando un estrecho triángulo con el abogado y el enfermo, y colocó el micrófono sobre el edredón, preparativos que consumieron casi veinte minutos. Por su parte no había prisa y esperaba que la meticulosa preparación indujera a retirarse a la señora Ure, quien, efectivamente, salió un momento pero para regresar con una bandeja con tazas y una tetera, y, tras servir con toda intención al médico y al abogado, dijo secamente a los policías: «Sírvanse». Siobhan, sonriente, así lo hizo y volvió a situarse junto a la puerta pues no había silla para ella ni cabía en el cuarto. El médico ocupaba la que estaba a la cabecera de la cama junto al electrocardiógrafo. Era joven, tenía el pelo pajizo y parecía divertirle todo aquello.