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La señora Ure, al no poder permanecer al lado de su esposo, estaba de pie pegada al hombro del abogado, quien se rebullía incómodo. Aumentaba el calor y la atmósfera iba cargándose a juzgar por el vaho en los cristales de la ventana con vistas a la parte trasera de la casa, que daba a un extenso césped circundado de árboles y arbustos. Cerca de la ventana había una pértiga-comedero para pájaros a la que se acercaban de vez en cuando herrerillos y gorriones, decepcionados al no encontrar pitanza.

– Moriré de aburrimiento -comentó Archie Ure sorbiendo zumo de manzana.

– No sabe cuánto lo siento -replicó Rebus-. Procuraré evitarlo.

Abrió la segunda caja para sacar una carpeta de papel manila, que, por su grosor, causó un fugaz desaliento en Ure; pero Rebus cogió una sola hoja y la colocó, imitando al abogado, sobre los expedientes de la investigación, a guisa de pupitre.

– Creo que podemos empezar -dijo, mientras Siobhan se agachaba a conectar la grabadora haciéndole seña con la cabeza cuando se puso en marcha.

Rebus dijo su nombre y cargo y pidió a los presentes que hicieran lo propio.

– Señor Ure, ¿conoce a un tal Barry Hutton? -preguntó.

Era una pregunta que Ure se esperaba.

– Es un promotor inmobiliario -contestó.

– ¿Le conoce personalmente?

Ure dio otro sorbo de zumo.

– Yo dirijo el Departamento de Urbanismo del ayuntamiento y el señor Hutton nos presenta muchos proyectos.

– ¿Cuánto tiempo hace que está al frente del Departamento de Urbanismo?

– Ocho años.

– ¿Y anteriormente?

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a los cargos que ha desempeñado.

– Hace casi veinticinco años que soy concejal y he desempeñado muchos cargos en distintas ocasiones.

– ¿De urbanismo principalmente?

– ¿Por qué lo pregunta si lo sabe?

– ¿Le consta así a usted?

Ure torció el gesto.

– En veinticinco años hace uno muchas amistades -replicó.

– ¿Y esas amistades le han dicho que hemos estado indagando?

Ure hizo un gesto afirmativo y volvió a beber zumo.

– El señor Ure asiente con la cabeza -dijo Rebus para la grabadora.

Ure levantó la vista. Se advertía en su ojos un destello de odio, pero al mismo tiempo un regocijo íntimo por aquel juego, que no otra cosa era para él. No podían pillarle y él no iba a declarar nada incriminatorio.

– Formó parte del Consejo de Urbanismo a finales de los setenta -prosiguió Rebus.

– Del setenta y ocho al ochenta y tres -puntualizó Ure.

– Se tropezaría con Bryce Callan…

– En realidad no.

– ¿Qué quiere decir exactamente?

– Quiero decir que le conozco de nombre -Ure y Rebus vieron que el abogado tomaba nota en el bloc. Rebus advirtió que utilizaba una estilográfica y que escribía con letra grande e inclinada-. Pero no recuerdo haber visto jamás su nombre en un proyecto aprobado.

– ¿Y Freddy Hastings?

Ure asintió despacio; sabía que también aquel nombre saldría a relucir.

– Hastings tuvo contactos con el departamento a lo largo de varios años. Era un tanto polifacético y le gustaba jugar. Como a todos los promotores.

– ¿Hastings era buen jugador?

– Ya que me lo pregunta, le diré que no duró mucho.

Rebus abrió la carpeta fingiendo comprobar un dato.

– ¿Conoció usted a Barry Hutton por aquella época, señor Ure?

– No.

– Tengo entendido que comenzaba por entonces a meter los pies en el agua.

– Quizá, pero yo no estaba en esa playa -replicó Ure con una especie de risa asmática.

Su esposa estiró el brazo por delante del abogado para tocarle la mano y el enfermo le dio una palmadita. Cameron Whyte se vio como cercado y dejó de escribir en el bloc hasta que, para su alivio, la señora Ure retiró el brazo.

– ¿Ni siquiera vendiendo helados? -replicó Rebus al tiempo que marido y mujer le miraban furiosos.

– Inspector, evite las trivialidades -dijo el abogado arrastrando las palabras.

– Lo siento -dijo Rebus-. Sólo que usted no vendía helados, ¿verdad, señor Ure? Lo que vendía era información gracias a la cual usted se hacía con una pasta, como suele decirse -a su espalda notó que Siobhan contenía la risa.

– Eso es una imputación muy grave, inspector -dijo Cameron Whyte.

Ure miró a su abogado.

– Cam, ¿tengo que negarlo o simplemente dejo que lo demuestre?

– No sé si podré demostrarlo -comentó Rebus candoroso-. Claro que sí que nos consta que alguien del Consejo informó a Bryce Callan dónde iba a construirse el Parlamento y probablemente sobre los terrenos en venta de la zona. Sabemos que alguien allanó el camino para una serie de proyectos presentados por Freddy Hastings -añadió clavando la mirada en Ure-. Tenemos una declaración firmada del socio del señor Hastings en aquella época, Alasdair Grieve -volvió a mirar en la carpeta para leer una frase-: «Nos dijo que no habría problemas para aprobarlo. Callan tenía bajo mano a alguien en Urbanismo».

Cameron Whyte alzó la vista.

– Inspector, perdone pero no sé si oigo mal o es que no he oído mencionar el nombre de mi cliente.

– El oído lo tiene perfectamente. Alasdair Grieve no llegó a saber quién era el topo. En aquella época la Comisión de Urbanismo la formaban seis personas y pudo ser cualquiera de ellas.

– Aparte de que -añadió el abogado- es de suponer que otros miembros del ayuntamiento tuvieran acceso a tal información.

– Puede ser.

– En realidad, desde el alcalde hasta las mecanógrafas…

– No sabría decirle.

– Pues tendría que saberlo, inspector, porque hacer semejantes alegaciones tan a la ligera podría causarle graves problemas.

– No creo que el señor Ure vaya a presentar una querella por difamación -replicó Rebus sin dejar de mirar al electrocardiógrafo.

No era tan fidedigno como un detector de mentiras pero vio que el ritmo cardíaco de Ure se había acelerado en los dos últimos minutos. Fingió consultar de nuevo sus notas.

– Una pregunta genérica -prosiguió volviendo a mirar a Ure-. Las decisiones de aprobar ciertos proyectos representan millones de libras para ciertas personas, ¿no es cierto? No me refiero a los concejales ni a quien adopte la decisión… sino a los constructores y promotores o a los dueños de terrenos próximos al sitio en que se edifica.

– A veces sí -admitió Ure.

– Por lo tanto, ¿no necesitan esas personas tener buenas relaciones con quienes adoptan las decisiones?

– Estamos muy controlados -replicó Ure-. Ya sé que usted seguramente piensa que todos somos corruptos, pero aunque alguien estuviera dispuesto a aceptar un soborno, es muy improbable que no se descubra.

– ¿Lo que significa que puede quedar encubierto?

– Sería una locura intentarlo.

– Hay muchos locos dispuestos si la cosa vale la pena -comentó Rebus volviendo a mirar sus notas-. En 1980 se mudó usted a esta casa, ¿no es cierto, señor Ure?

Fue el abogado quien tomó la palabra.

– Oiga, inspector, no sé qué insinúa…

– En agosto del ochenta -le interrumpió Ure-. Cobramos una herencia de la madre de mi esposa.

– ¿Vendieron la casa de la difunta para pagar ésta? -inquirió Rebus, que estaba al quite.

– Eso es -respondió Ure con reticencia.

– Pero lo que tenía su suegra era una casita de dos dormitorios en Dumfriesshire, señor Ure. Difícilmente comparable a Queensferry Road.