Ure guardó silencio un instante. Rebus sabía lo que pensaba: si habían investigado tanto en el pasado, qué no sabrían…
– ¡Es usted perverso! -exclamó la señora Ure-. ¡Archie acaba de sufrir un ataque al corazón y usted va a matarlo!
– No te apures, cariño -dijo Archie Ure estirando el brazo hacia ella.
– Inspector, insisto, en que es inadmisible este modo de interrogar -dijo el abogado.
Rebus se volvió hacia Siobhan.
– ¿Queda un poco de té?
Siobhan le sirvió una taza, impasible ante las voces excitadas y la intervención del médico, que se levantó a la vista de la inquietud del enfermo. Rebus volvió al ataque.
– Perdonen -comentó-, no he escuchado qué decían.
A lo que yo me refería es a que si a nivel municipal se gana dinero con los proyectos, ¿cuánto más poder no detentará quien ocupe el cargo supremo en el Ministerio escocés de Urbanismo?
Se recostó en el asiento, dio un sorbo al té y aguardó.
– Perdone, no le sigo -dijo el abogado.
– Bueno, en realidad, la pregunta era para el señor Ure -respondió Rebus mirando al enfermo, quien carraspeó antes de contestar.
– Ya le he dicho que en el ayuntamiento hay toda clase de comprobaciones y controles. A nivel nacional multiplíquelas por diez.
– Eso no responde a mi pregunta -replicó Rebus afable rebulléndose en el asiento-. Usted era segundo en la lista de la candidatura de Roddy Grieve, ¿verdad?
– ¿Y bien?
– Muerto el señor Grieve, usted habría debido ocupar ese primer lugar.
– De no haberse entrometido ella -espetó la señora Ure.
Rebus la miró.
– ¿Debo entender que se refiere a Seona Grieve? -preguntó.
– Ya está bien, Isla -terció el marido-. Pregunte lo que sea.
Rebus se encogió de hombros.
– Al fallecer el candidato, habría debido ser usted nombrado por derecho adquirido. No es de extrañar la impresión que le causó que Seona Grieve entrara en escena.
– ¿Impresión? Casi se muere y ahora usted viene a remover…
– ¡He dicho que te calles, mujer! -exclamó Ure volviéndose de costado apoyado en el codo para interpelar mejor a su esposa.
A Rebus le pareció notar un aumento del pitido del electrocardiógrafo y vio que el médico instalaba al enfermo de espaldas. Se le había desprendido un electrodo.
– Déjeme en paz -farfulló Ure mientras su esposa cruzaba los brazos enfurruñada. Ure dio otro sorbo al zumo y reclinó la cabeza en las almohadas mirando al techo.
– Pregunte lo que sea -dijo de nuevo.
De pronto, Rebus sintió un ápice de compasión por el hombre, surgido del vínculo común con el enfermo en un destino mortal y en un pasado cargado de remordimientos. En aquel momento el único enemigo de Archie Ure era la muerte, una certeza capaz de cambiar la conciencia de un individuo.
– Es una simple suposición -prosiguió sin apresurarse centrando exclusivamente el diálogo entre él y el hombre que yacía en la cama-, pero si un promotor cuenta en la Comisión de Urbanismo con alguien de confianza cuya decisión sea decisiva, y si ese concejal tuviera previsto presentarse al Parlamento escocés… Bien, suponiendo que saliera electo…, teniendo una experiencia de más de veinte años en el Departamento municipal de Urbanismo, lo más probable es que le designaran para ese cargo. El Ministerio de Urbanismo de Escocia es un puesto de enorme poder. Poder para aprobar o no proyectos de muchos millones de libras. Además de la experiencia que faculta para saber las zonas que van a tener subvenciones, dónde se va a ubicar tal fábrica o unas viviendas… Para un promotor eso es de suma importancia. Tan importante quizá como para llegar al crimen…
– Inspector… -terció el abogado, pero Rebus acercó la silla cuanto pudo a la cama para enfrentarse a Ure de hombre a hombre.
– Escuche, a mi entender, hace veinte años el topo de Bryce Callan era usted. Al marchar Callan al extranjero cedió la gestión a su sobrino. Hemos comprobado que Barry Hutton dio con una mina de oro al principio de entrar en el juego. Usted mismo ha dicho que un promotor es un jugador. Pero todos sabemos que la única manera de hacer saltar la banca es con trampas. Barry Hutton hacía trampa y usted era su informador privilegiado, señor Ure. Barry abrigaba grandes esperanzas con usted y cuando Roddy Grieve fue nombrado candidato cabeza de lista en lugar de usted, Barry no pudo tragarlo y decidió vigilarle y seguir sus pasos. Tal vez sólo con la idea de «persuadirle», pero Mick Lorimer se pasó de la raya -Rebus hizo una pausa-. Es el nombre del asesino de Roddy Grieve: Lorimer. Sabemos que Hutton lo contrató -añadió, notando que Siobhan se rebullía intranquila a sus espaldas… La grabadora recogía una afirmación que todavía no podían demostrar-. Roddy Grieve estaba borracho. Acababan de nombrarle candidato por su partido y fue a echar una ojeada a su porvenir. Lorimer debió de verle saltar la valla de las obras y siguió sus pasos. De ese modo, con Grieve fuera de juego, usted recuperaba el protagonismo -Rebus entornó los ojos con gesto inquisitivo-. Lo que no sé es la razón de este ataque cardíaco: ¿fue al saber que habían matado a un hombre, o al ver que Seona Grieve ocupaba el lugar de su marido y con ello echaba por tierra todos sus planes?
– ¿Qué pretende? -replicó Ure con voz ronca.
– No hay pruebas, Archie -dijo el abogado.
Rebus parpadeó sin apartar la vista de Ure.
– Lo que dice el señor Whyte no se ajusta a la verdad. Creo que disponemos de las pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales. Pero no todos estarán de acuerdo. Tan sólo falta esa gota que colma el vaso. Y yo creo que también usted lo desea. Como legado, digamos, de su personalidad -Rebus hablaba casi en un susurro, pero esperaba que se registrara en la grabadora-. Después de toda la mierda, una alternativa totalmente distinta, limpia.
Se hizo un silencio absoluto en el que únicamente se oía el pitido del electrocardiógrafo, ahora más pausado. Archie Ure se incorporó hasta sentarse sin apoyo en las almohadas, haciendo señas con un dedo a Rebus para que se acercase más. Rebus se levantó ligeramente de la silla. Un susurro a su oído no lo captaría la grabadora, pero no quería perdérselo.
Desde tan cerca la respiración se apreciaba mucho más trabajosa y notó en el cuello el desagradable calor del hálito del enfermo. Percibía perfectamente los pelos grises, grasientos, de su barba en mejillas y garganta, pelos que bien lavados serían suaves y sedosos como los de un niño. Notaba ese aroma dulzón a polvos de talco que enmascara otros olores; seguramente una medida prudencial de su esposa en prevención de las úlceras de decúbito.
Con los labios pegados al oído de Rebus, casi rozándole, Ure confesó alzando la voz para que todos lo oyeran:
– Valía la pena probar, qué coño.
Tras lo cual estalló en una risa entrecortada que fue en aumento llenando la habitación de una increíble energía que ensordeció las recomendaciones del médico, el pitido acelerado del aparato y las súplicas de su esposa que, temiéndose lo peor, se abalanzó sobre él tirando al suelo las gafas del abogado. Al agacharse éste a recogerlas, Isla Ure quedó tumbada sobre su espalda. El médico, sin dejar de mirar el aparato, obligó a Archie Ure a tumbarse. Rebus se hizo a un lado. Aquella risotada era claramente un reto dirigido hacia él. Aquellos ojos congestionados a punto de saltar de las órbitas le miraban a él, reduciéndole al papel de mero espectador.
La risa degeneró en un sonido ahogado, desgarrado, desvanecido en un gargarismo quebrado por un espumarajo, al tiempo que el rostro del enfermo adquiría un color cárdeno y su tórax se hundía sin remedio.