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– Muertos. Todos. Ahora vamos, ayúdame. Aquí no estamos a salvo, Cailin. Debes creerme, querida mía -insistió Brenna entre sollozos.

– ¿Por qué no podemos esperar a que regresen los esclavos? Debemos informar a las autoridades -dijo Cailin con desesperación.

Brenna miró a su nieta a la cara.

– Ahora no tengo tiempo de explicártelo. Debes confiar en mí si deseas vivir muchos años. Vamos, ayúdame. Estoy débil porque he perdido mucha sangre, y tenemos que marcharnos para ponernos a salvo.

Cailin se asustó.

– ¿Adónde vamos, abuela?

– Sólo podemos acudir a un sitio, mi niña. A los dobunios. A tu abuelo, Berikos. Sólo él puede salvarnos. -Cogió a su nieta por el brazo y echó a andar trabajosamente. -Sólo está a unos kilómetros, aunque no lo sabías. Toda tu vida has vivido a pocos kilómetros de Berikos y no lo sabías.

Entonces Brenna dejó de hablar, comprendiendo que necesitaba dosificar sus fuerzas si quería llegar viva a su destino. Berikos debía saber lo que había sucedido. Después, si los dioses lo deseaban, moriría. Pero Berikos tenía que saberlo.

– No conozco el camino -gimió Cailin. -¿Puedes enseñarme el camino, abuela?

La anciana asintió.

Abandonaron el sendero y Brenna condujo a su nieta por las colinas. Cruzaron un pequeño y espeso bosque iluminado por la brillante luna. La noche era silenciosa. De vez en cuando un pájaro lanzaba un trine nervioso, anticipando el amanecer. En ocasiones descansaban, pero Brenna no se atrevía a detenerse mucho rato. No temía que las persiguieran sino su propia muerte. Cruzaron una gran pradera donde unos ciervos pacían bajo la luz de la madrugada y luego penetraron en otro bosque. El cielo se estaba iluminando paulatinamente. Llevaban recorridos varios kilómetros, y Cailin tenía la sensación de que ascendían.

– ¿Queda aún muy lejos, abuela? -preguntó Cailin tras varias horas de caminar mayormente cuesta arriba. Se sentía agotada pues no estaba acostumbrada a hacer ejercicio físico. E imaginaba cómo debía de sentirse la anciana. Hacía mucho tiempo que Brenna no recorría aquella distancia, y sin duda jamás en aquel precario estado de salud.

– No mucho, hija. La aldea de tu abuelo está al otro lado de este bosque.

El bosque empezó a ralear y el horizonte estaba brillante de color cuando salieron al claro. Ante ellas se alzaba una pequeña colina en cuya cima se encontraba la aldea dobunia. De pronto apareció un joven delante de ellas. Era evidente que había estado vigilando y le sorprendía ver a alguien tan temprano. Su rostro se iluminó cuando reconoció a la anciana.

– ¡Brenna! ¿Realmente eres tú?

– Lo soy, Corio -respondió la anciana, y las rodillas se le doblaron.

– ¡Ayudadme, señor! -exclamó Cailin tratando en vano de sostener en pie a su abuela.

Corio, tras su asombro inicial al ver a Brenna, se precipitó a coger en brazos a la mujer desvanecida.

– Sígueme -indicó a Cailin, y sin volver a mirarla inició un rápido ascenso de la colina.

Cailin se apresuraba detrás de él, el rostro crispado de preocupación. Sin embargo, sentía curiosidad y observó que la colina estaba cercada por tres muros de piedra. Después del tercero entraron en la aldea. Corio se encaminó directamente a la casa más grande, y Cailin le siguió, entrando en una gran sala. Una mujer, de al menos un metro ochenta de estatura y vestida con una túnica azul oscuro, se acercó a ellos. Echó una breve mirada a Cailin, pareció reconocerla y luego miró la carga que llevaba Corio.

– Es Brenna, abuela, y está herida -dijo Corio.

– Ponla allí, en el banco junto a la chimenea -ordenó la anciana. -Luego ve a buscar mis medicinas. -Miró a Cailin. -¿Eres quisquillosa o puedes ayudar?

– Decidme lo que tengo que hacer -respondió Cailin.

– Soy Ceara, la primera esposa de Berikos -dijo la mujer. -Tú eres la hija de Kyna, ¿verdad? Te pareces a ella.

– Sí, soy la hija de Kyna. Me llamo Cailin. -Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas. -¿Morirá la abuela?

– Todavía no lo sé -contestó Ceara. -¿Qué ha sucedido?

Cailin hizo un gesto de negación.

– No lo sé. Al regresar del festival de Beltane he encontrado la casa en llamas y a la abuela en el suelo, en la calle. Dice que mi familia ha muerto, pero no sé nada más. Ha insistido en que viniéramos aquí. Ni siquiera me ha dejado informar a las autoridades o esperar a que los esclavos regresaran de su día de fiesta.

– ¡Berikos! -llamó Brenna con voz ronca. -¡Tengo que hablar con Berikos!

Hizo esfuerzos por levantarse del banco donde yacía.

– Has de quedarte quieta, Brenna -le dijo Ceara. -Enviaré a buscar a Berikos, pero si insistes en moverte no vivirás para hablar con él. Ahora descansa.

– ¡Ceara! ¿Qué me han dicho? ¿Brenna ha regresado?

Otra mujer, no tan alta como Ceara pero más que Cailin, se reunió con ellas. Tenía el rostro más bonito dulce que Cailin recordaba haber visto. Había algo fa miliar en él, y sin embargo Cailin no sabía qué era. Ahora ese rostro se frunció de inquietud cuando se inclinó sobre la anciana. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas.

– ¡Brenna! ¡Eres tú! ¡Creí que jamás volvería a vertí -Maeve… -balbuceó Brenna, pero Cailin percibió afecto en su tono. -Veo que sigues siendo una tonta.

Maeve se inclinó y besó la frente de la mujer herida.

– Y tú sigues siendo terca y orgullosa, hermana.

– ¿Hermana?

Cailin miró a Ceara.

– Maeve es la hermana menor de tu abuela. ¿No lo sabías? No, ya veo que no.

– ¿Por qué la abuela la llama tonta? -pregunto Cailin, dándose cuenta de que el rostro familiar de Maeve era una versión un poco más joven del de Brenna.

– Tu abuela y Berikos no formaban una buena pareja -dijo Ceara. -Se casaron con prisas por la terrible lujuria que sentían el uno por el otro. Cuando lo comprendieron, tu abuela estaba encinta. Varios años más tarde tu abuelo se enamoró verdaderamente de Maeve y ella de él. Brenna quedó horrorizada. Temía que la historia se repitiera y adoraba a su hermana, que tiene cinco años menos. Rogó a Maeve que no se casara con Berikos, pero Maeve no la escuchó. Brenna la llamó tonta y desde entonces siempre la ha llamado así, a pesar de que el matrimonio de Maeve y Berikos resultó satisfactorio. -Ceara se volvió hacia la otra mujer. -Ve a buscar a Berikos, Maeve. Está en casa de ella.

Corio regresó con la cesta de medicinas de su abuela y Ceara inició la tarea de examinar la herida de Brenna. Cortó un poco del espeso cabello blanco de la anciana, meneando la cabeza al ver el tamaño de la herida. Aquello era más grave de lo que imaginaba. El pelo de Brenna estaba apelmazado a causa de la hemorragia. El hueso del cráneo estaba abierto y faltaba una astilla. Ceara ni siquiera estaba segura de poder cerrar la herida. La naturaleza tendría que encargarse de ello. Con suavidad, limpió la herida con vino, dando un respingo cada vez que Brenna gemía. Espolvoreó los polvos curativos sobre la herida y luego la vendó con musgo seco y limpio. Nunca se había sentido tan impotente.

La muchacha había permanecido a su lado, pasándole lo que necesitaba y sin hacer ninguna mueca. Su presencia parecía calmar a Brenna. Ceara creía que sólo el descanso, el tiempo y la voluntad de los dioses podrían hacer algo.

Corio se había marchado de la sala y ahora regresó con un pequeño cuenco. Se lo entregó a su abuela.

– He creído que quizá querrías esto para Brenna -dijo.

Ella le sonrió con aire aprobador.

– Sí, es exactamente lo que necesita. Toma, Brenna, bebe. Te dará fuerzas. Ayúdala a incorporarse un poco, Cailin.

Cailin se sentó en el banco detrás de su abuela y la incorporó con suavidad.

– ¿Qué es lo que bebe? -preguntó, observando que Brenna tomaba el líquido rojizo casi con avidez.

– Sangre de vaca -respondió Ceara. -Es nutritiva y ayudará a Brenna a reconstruir su sangre.

Ceara contuvo una sonrisa al ver la cara de asco de Cailin. Al menos no se había desmayado.