– Y ahora Roma abandona Britania -dijo Julia, la esposa de Tito.
– ¡Buen viaje! -exclamó su esposo. -Roma está acabada. Pero los romanos no tienen la sensatez de darse cuenta de ello. En otro tiempo Roma fue un gran y noble poder que gobernó el mundo. Hoy en día es corrupta y venal. Incluso los cesares no son lo que fueron. Los Julianos se extinguieron hace tiempo, y en su lugar han venido una sucesión de soldados-emperadores, apoyado cada uno de ellos por una serie de legiones diferentes. Vosotros, niños, sabéis que en vuestra corta vida el imperio se dividió, separándose Britania y Galia, y luego se volvió a unir. Ahora existe un imperio aún más oriental, en un lugar llamado Bizancio. Será mejor que los britanos nos deshagamos de los romanos de una vez y tracemos nuestros propios destinos. Si no lo hacemos, los sajones que vienen del norte de Galia y de Renania a nuestra costa del sudeste se adentrarán en el país y nos dominarán.
Los jóvenes sonrieron. Su padre siempre estaba prediciendo hechos tristes.
– Oh, Tito -dijo su esposa, -los sajones no son más que campesinos. Nosotros somos demasiado civilizados para dejarnos vencer por ellos.
– Demasiado civilizados, sí -coincidió él. -Quizá por eso temo por Britania. -Cogió a su hijo menor Gayo, que había estado jugando en silencio en el suelo. -Cuando un pueblo se vuelve tan civilizado que no teme a los bárbaros que tiene a las puertas es cuando el peligro resulta mayor. El pequeño Gayo y sus hijos serán los que tendrán que vivir las consecuencias de nuestra insensatez, me temo.
CAPÍTULO 01
CAILIN
Britania, 452-454
– ¡Oh, Gayo, cómo has podido! -exclamó irritada Kyna Benigna a su esposo. Era una mujer alta y hermosa, de pura ascendencia céltica. Llevaba su oscuro cabello pelirrojo peinado en una serie de complicadas trenzas en torno a la cabeza. -No puedo creer que hayas enviado a Roma a buscar marido para Cailin. Se pondrá furiosa contigo cuando lo descubra.
La larga y suave túnica de lana amarilla de Kyna Benigna oscilaba con elegancia mientras la mujer se paseaba por la estancia.
– Ya es hora de que se case -se defendió Gayo Druso Corinio, -y aquí no parece haber nadie que le convenga.
– Cailin no cumplirá más que catorce años el mes que viene, Gayo -le recordó su esposa. -No estamos en la época de los Julianos, cuando las niñas se casaban en cuanto les empezaba los ciclos lunares. Y en cuanto a no encontrar a ningún joven que le convenga, no me sorprende. Adoras a tu hija y ella te adora a ti. La has mantenido tan cerca de ti que realmente no ha tenido ocasión de conocer a jóvenes que puedan convenirle. Y aunque lo hiciera, ninguno sería del agrado de su querido padre. Cailin tiene que relacionarse como una chica normal, y ya verás cómo encuentra al hombre de sus sueños.
– Eso ahora es imposible y lo sabes -repuso Gayo Druso Corinio. -Vivimos en un mundo peligroso Kyna. ¿Cuándo fue la última vez que nos atrevimos a por la carretera de Corinio? Hay bandidos por todas partes. Sólo permaneciendo en nuestras tierras estamos relativamente a salvo. Además, la ciudad no es lo que era. Creo que si alguien quiere comprarla, venderé nuestra casa. No hemos vivido allí desde el primer año de casados, y ha estado cerrada desde que mis padres murieron hace tres años.
– Quizá tengas razón, Gayo. Sí, creo que deberíamos vender la casa. Quienquiera que se case con Cailin algún día, ella querrá seguir viviendo aquí, en el campo. Nunca le ha gustado la ciudad. Ahora dime quién es este joven que vendrá de Roma. ¿Se quedará en Britania o querrá regresar a su patria? ¿Has pensado en eso, esposo mío?
– Es un hijo menor de nuestra familia de Roma, querida.
Kyna Benigna volvió a menear la cabeza.
– Tu familia no ha estado en Roma en los dos últimos siglos, Gayo. Acepto que las dos ramas de la familia nunca han perdido contacto, pero vuestras relaciones siempre han sido por cuestiones de negocios, no de tipo personal. No sabemos nada de esa gente a quien te propones entregar a nuestra hija, Gayo. ¿Cómo has podido siquiera pensar en una cosa así? A Cailin no le gustará, te lo aseguro. No la convencerás. j
– La rama romana de nuestra familia siempre nos ha tratado honrosamente, Kyna -dijo Gayo. -Son gente de buen carácter. He decidido dar a ese hijo menor una oportunidad porque, igual que el hijo menor que era mi antepasado, tiene más que ganar quedándose en Britania que regresando a Roma. Cailin recibirá como dote la casa de la colina y sus tierras para que pueda seguir cerca de nosotros. Resultará bien. He hecho lo que debía, Kyna, créeme -concluyó.
– ¿Cómo se llama ese joven? -preguntó ella, no muy segura de que su marido tuviera razón.
– Quinto Druso -respondió él. -Es el hijo menor de mi primo Manió Druso, jefe de la familia Druso en Roma. Manió tuvo cuatro hijos y dos hijas con su primera esposa. Este chico es uno de los dos hijos y la hija que tuvo con su segunda esposa. Según escribe Manió, la madre le adora, pero está dispuesta a dejarle marchar porque aquí en Britania será un hombre respetado con tierras de su propiedad.
– ¿Y si a Cailin no le gusta? -preguntó Kyna Benigna. -No has pensado en eso, ¿verdad? ¿No se ofenderán tus primos de Roma si les devuelves a su hijo después de haberlo enviado aquí con tantas esperanzas?
– Claro que le gustará a Cailin -insistió Gayo, quizá con más seguridad de la que sentía.
– No permitiré que la obligues a casarse si su pareja no le satisface -declaró Kyna Benigna con convicción.
Gayo Druso Corinio recordó de pronto por qué se había enamorado de la hija de un jefe dobunio en lugar de elegir a otra chica de una familia britano romana. Kyna era tan fuerte como hermosa, y su hija era como ella.
– Si verdaderamente no puede ser feliz con él, Kyna, no obligaré a Cailin -prometió. -Sabes que la adoro. Si Quinto le desagrada, le daré al muchacho algunas tierras y le buscaré una esposa adecuada. Seguirá estando mejor de lo que estaría en Roma con su familia. ¿Satisfecha ahora? -Sonrió a su esposa.
– Sí -murmuró ella con voz suave.
Qué sonrisa más encantadora tenía, pensó él, recordando la primera vez que la había visto. Ella tenía catorce años, la edad de Cailin. Él había acudido con su padre a la aldea del padre de ella para hacer trueques con los finos broches que su gente confeccionaba. Ella se enamoró al instante. Pronto se enteró de que era un viudo sin hijos y al parecer sin prisa por volver a casarse. Su padre, sin embargo, ansiaba que su hijo volviese a tomar mujer.
Gayo Druso Corinio era el último de una larga familia de britanos romanos. Su hermano mayor Flavio había muerto en Galia con las legiones cuando tenía dieciocho años. Su hermana Drusilla había fallecido de parto a los dieciséis años. Su primera esposa había muerto después de media docena de abortos espontáneos.
Kyna, la hija de Berikos, sabía que había encontrado al único hombre con quien podría ser feliz. Descaradamente, se dispuso a conquistarle. Para su sorpresa, le costó poco. Gayo Druso Corinio era tan apasionado como ella misma. Su primera esposa le había aburrido, así como todas las mujeres y chicas solteras a quienes había intentado atraer tras la trágica muerte de Albinia. Una vez Kyna hubo conseguido que se fijara en ella, él apenas si podía dejar de mirarla. Era una joven alta y delgada como un arbolito, pero sus jóvenes senos firmes y turgentes prometían delicias que ni siquiera se atrevía a imaginar. Ella le provocaba en silencio con sus ojos azul zafiro y haciendo movimientos bruscos con su larga cabellera pelirroja, coqueteando maliciosamente con él hasta que Gayo Druso Corinio no pudo soportarlo más. La deseaba como jamás había deseado nada en su vida, y eso dijo al padre de Kyna.