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La joven esclava trajo candelabros de latón.

– La señora siempre utiliza éstos cuando hay invitados importantes -informó a Cailin.

Cailin le dio las gracias y los colocó sobre la mesa; luego cogió unas gruesas velas y las clavó con cuidado en los pinchos de hierro que las sostendrían. Dio un paso atrás y sonrió para sí. La alta mesa tenía el mismo aspecto que si Ceara la hubiera preparado. Berikos no tendría motivo de queja.

Entonces Cailin se dio cuenta de que alguien la estaba observando. Se volvió y, al otro lado de la casa, vio a un hombre alto y apuesto. Su mirada era atrevida.

– ¿Quién es? -preguntó a la esclava.

– Es el invitado de vuestro abuelo -susurró la muchacha. -El sajón.

Cailin se volvió y bajó de la tarima. Se acercó con paso mesurado al hombre.

– ¿Puedo serviros en algo, señor? -preguntó sin detenerse a pensar que él quizá no entendía el latín.

– Quisiera sentarme junto al fuego, señora -fue la respuesta del hombre. -El día es frío y he hecho un largo viaje.

– Claro, venid junto al fuego -respondió Cailin. -Iré a buscaros una copa de vino, a menos que prefiráis cerveza.

– Vino, gracias. ¿Puedo preguntar a quién tengo el honor de dirigirme? No quisiera cometer ninguna ofensa en esta casa.

– Soy Cailin Druso, nieta de Berikos, el jefe de la colina de los dobunios. Pido disculpas por vuestro pobre recibimiento, pero Ceara, que es la señora de la casa, ha ido a visitar a sus nietos antes de que lleguen las nieves. No sabíamos que se os esperaba, de lo contrario no se habría marchado. ¿Han llevado vuestro caballo al establo, señor?

Cailin sirvió un poco de vino en una copa de plata decorada con ágatas de color verde oscuro y se la entregó al corpulento sajón. Ella nunca había visto a un hombre tan grande. Era incluso más corpulento que los hombres celtas que conocía. Su ropaje era de lo más vistoso: braceos verdes con galones cruzados en azul oscuro y dorado, y una túnica azul oscura que amenazaba con estallar a cada inspiración.

– Gracias; los siervos de vuestro abuelo se han ocupado de mi caballo.

Apuró la copa y se la devolvió a Cailin con una deslumbrante sonrisa. Sus dientes eran grandes, blancos y asombrosamente regulares.

– ¿Más? -preguntó ella.

El hombre tenía el pelo amarillo y largo hasta los hombros. Cailin nunca había visto cabellos de ese color natural.

– No, es suficiente por ahora. Gracias.

Unos relucientes ojos azules miraron a Cailin, que se sonrojó. Aquel hombre estaba produciendo un extraño efecto en ella.

– Me llamo Wulf Puño de Hierro -dijo él.

– Suena a feroz, señor -comentó ella.

Él sonrió.

– Gané ese nombre cuando era un muchacho imberbe simplemente porque podía cascar nueces de un puñetazo -le contó sonriente. -Sin embargo, más adelante, mi nombre adquirió un significado diferente, cuando me uní a las legiones del César en la tierra del Rin, donde nací.

– ¡Por eso habláis nuestra lengua! -exclamó Cailin, y volvió a sonrojarse. -Perdonad mi excesiva franqueza -dijo arrepentida.

– No os preocupéis -dijo él. -Sois sincera, espontánea. Eso no es ningún delito, Cailin Druso. Me gusta.

Cailin sintió un repentino calor en las mejillas al oírle pronunciar su nombre, pero su curiosidad era mayor que su timidez.

– ¿Cómo es que habéis venido a Britania? -preguntó.

– Me dijeron que en Britania hay oportunidades y tierra. En mi país queda poca tierra libre. Pasé diez años con las legiones, y ahora me gustaría establecerme para cuidar mi propia tierra y criar a mis hijos.

– Entonces, ¿estáis casado?

– No. Primero la tierra, y después una esposa o tal vez dos -contestó con sentido práctico.

Cailin sonrió con timidez a Wulf Puño de Hierro. Aquel sajón le parecía el hombre más apuesto del mundo. Luego, recordando sus deberes, dijo:

– Debéis disculparme, señor. Al no estar la señora Ceara, las cocinas están a mi cargo. Mi abuelo es muy exigente con sus comidas y le gustan muy calientes. Quedaos junto al fuego y poneos cómodo. Me ocuparé de que avisen a Berikos de que habéis llegado.

– Gracias por vuestra amabilidad y hospitalidad.

Cailin se apresuró a salir de la casa y se dirigió al primer sirviente que encontró para que fuera a buscar a su amo. Luego volvió a las cocinas a revisar las preparaciones finales de la cena, pidiendo que se dispusieran jarras de vino, cerveza e hidromiel. Probó el potaje e indicó a la cocinera que añadiera un poco de ajo. El buey siseaba y chisporroteaba sobre el fuego, y su aroma era irresistible.

– He enviado un hombre al arroyo a mirar en la red de pesca, señorita -le dijo la cocinera. -Ha encontrado dos buenas percas. Las he rellenado de cebolletas y perejil y las he cocido a la brasa. Es mejor que sobre y no que falte. Me han dicho que el sajón es un gigante y que ha hecho un largo viaje. Tendrá buen apetito para la cena, supongo.

– ¿Habrá suficiente, Orna? -se preocupó Cailin. -Berikos se enfurecerá si cree que desairamos a su invitado. Nunca había tenido que preparar una cena para una persona importante. No quiero avergonzar a Ceara ni a los dobunios.

– No se preocupe, señorita -la tranquilizó la sonrosada cocinera. -Lo ha hecho bien. Un buen potaje espeso, carne asada, pescado, verduras, pan, queso y manzanas. Es una buena cena.

– ¿Tenemos jamón? -se preguntó Cailin en voz alta, y cuando la rolliza Orna asintió vigorosamente, indicó: -Pues sirvámoslo también, y pon a hervir una docena de huevos. ¡Y peras! Pondré peras con las manzanas. Oh, por favor, procura que haya suficiente pan.

– Me ocuparé de ello -dijo Orna. -Ahora id a poneros vuestro vestido más hermoso, señorita. Sois mucho más guapa que la mujer catuvellaunia. Esta noche debéis sentaros en la mesa alta con vuestro abuelo, en el lugar de la señora Ceara. ¡Daos prisa!

CAPÍTULO 04

Cailin salió de las cocinas y regresó a la sala. No había pensado cenar con su abuelo y su invitado. Desde que Ceara y Maeve se habían marchado se había acostumbrado a comer en la casa de la cocinera. A Brigit no le gustaría que apareciera aquella noche, pero bueno, al infierno con Brigit, pensó Cailin. Orna tenía razón. Ella debía ocupar el lugar de Ceara. Cailin se apresuró a ir a su espacio para dormir dispuesta a cambiarse de ropa. Para su sorpresa, había una pequeña jofaina llena de agua caliente esperándola. Sonrió. Los sirvientes estaban sin duda unidos en el desagrado que sentían por Brigit y, evidentemente, decididos a que ella luciera más que la joven esposa de Berikos.

Cailin se quitó la túnica. Abrió su pequeño baúl y sacó su mejor vestido. Era un hermoso traje de lana ligera que había sido teñido con una mezcla de hierba pastel y raíz de rubia. El rico color púrpura resultante era magnífico. Tenía bordados de oro y plata en el sencillo cuello redondo y en los puños de las mangas. Ceara se lo había regalado en la festividad de Lug y Cailin aún no se lo había puesto. Se bañó con esmero, utilizando un pequeño jabón con perfume a madreselva. Cuando hubo guardado en el baúl la túnica que había llevado todo el día, se puso el vestido púrpura sobre la camisa de hilo. Corio le había hecho un peine de madera. Cailin sonrió cuando se lo pasó por la maraña rizos rojizos. Una sencilla cinta de perlas de agua de pedacitos de cuarzo púrpura adornaba su cabeza; regalo de Maeve por el día de Lug.

Al oír la voz de su abuelo, Cailin salió de su dormitorio e indicó a los sirvientes que empezaran a servir la comida. Ella ocupó su lugar en la mesa alta, dando cortésmente con la cabeza a Berikos, que inclinó la suya en su dirección. Cuando Brigit abrió la boca para expresar lo que Cailin estaba segura sería una queja por su presencia, Berikos la miró con fiereza boca de su esposa se cerró sin pronunciar ninguna palabra. Cailin se mordió el labio para reprimir la risa. Sabía que no era que Berikos se hubiera ablandado respecto a ella, sino que el anciano era lo bastante sabio para comprender que Brigit no podría dirigir sirvientes a satisfacción suya. Cailin, como él sabía por Ceara, sí podría.