– Bueno, ¿qué dices, muchacha? -gruñó el anciano con aire amenazador.
– Como queráis, Berikos -respondió ella, mirando a los ojos de su abuelo hasta que él los bajó.
Cailin nunca había estado tan asustada, pero no quería dar a Brigit la satisfacción de reconocerlo.
– Bien, bien -murmuró él, y se volvió hacia su esposa. -Es hora de retirarnos, Brigit. Despídete de nuestro invitado. Me reuniré contigo dentro de un rato.
Brigit se levantó de la mesa con una amplia sonrisa.
– Buenas noches, Wulf Puño de Hierro. Que vuestro placer sea grande… y que haya muchos -añadió. -Esperaré ansiosa que vengas, mi señor -dijo a Berikos. Y luego, con otra amplia sonrisa, abandonó el comedor.
– Vete a tu cama, Cailin -le ordenó su abuelo. -Wulf Puño de Hierro y yo tomaremos una última copa de hidromiel mientras tú le esperas.
Cailin se puso de pie y se apartó despacio de la alta mesa. No dijo una palabra de despedida a Berikos, y por supuesto ninguna era necesaria para el apuesto sajón. Berikos sin duda le indicaría dónde estaba su espacio para dormir cuando llegara el momento. Francamente, no estaba segura de conocer qué clase de formalidades existían en este caso. Era mejor permanecer callada.
Cuando llegó a su dormitorio, Cailin abrió su pequeño baúl, se quitó el vestido y lo guardó con pulcritud junto con su pequeña cinta adornada con joyas. ¿Debía quitarse la camisa? No lo sabía. Nunca había visto a sus padres juntos en la cama. No sabía absolutamente nada de lo que ocurriría entre ella y Wulf. Ninguna madre en su cultura hablaría de temas tan serios con su hija hasta que ésta no estuviera a punto de casarse. Como eso no había sucedido a Cailin, no había mantenido ninguna conversación acerca de las intimidades compartidas por un hombre y una mujer. Sus hermanos gemelos la habían protegido igual que sus padres.
Lo mejor sería, decidió por fin, decantarse por la cautela, para no ser tildada de lasciva. Lentamente se quitó las suaves zapatillas de fieltro que llevaba en casa y también las metió dentro del baúl; después lo cerró. Luego subió a la cama, que era un espacio horadado en las paredes de piedra de la casa.
El colchón era recién hecho, lleno de una mezcla de heno, lavanda, brezo y pétalos de rosa. La cubierta interior del colchón era de tela, pero la exterior era de un tejido más fino y suave de tono natural. Había una bonita colcha de zorra roja, que producía calor en las noches frías y húmedas. En un pequeño hueco sobre la cabeza ardía una pequeña lámpara de aceite que iluminaba el dormitorio. Cailin pensó en reducir la llama, pero decidió dejarla como estaba. Arrojaba una reconfortante luz dorada, y ella necesitaba reunir todo su valor para afrontar lo que le esperaba.
Wulf Puño de Hierro fue acompañado al dormitorio de Cailin por un criado. Sentado en el pequeño baúl, se quitó las botas y las dejó a un lado. Luego se puso de pie y se quitó la túnica y los bracos. La criada, que se había escondido en las sombras para verle desnudo, casi se desmayó al verlo. ¡Nunca había visto a un hombre así! Cuando se volvió, la criada fue obsequiada con la vista de unos brazos musculosos y un pecho bronceado. Sus piernas eran como troncos, firmes y bien formadas, cubiertas de vello dorado. Los grandes ojos de la muchachita descendieron por el asombroso torso hasta llegar al preciado tesoro, y su boca formó una pequeña mueca de admiración. En silencio se marchó, envidiando a la afortunada joven ama que disfrutaría con la pasión del joven sajón.
Wulf Puño de Hierro se quitó la cinta que le sujetaba el cabello en la nuca y su cabellera rubia cayó hacia adelante rozándole los hombros. El reflejo de la luz en la cama resultaba acogedor. Wulf apartó la colcha de pieles y subió a la cama. Por un instante creyó que estaba solo, pues Cailin estaba pegada al otro extremo del pequeño recinto, dándole la espalda, y al principio no la vio. Aunque antes había pensado que la conducta de Cailin era agradablemente modesta, esperaba un recibimiento más cálido. ¿Se estaba burlando de él? ¿O simplemente era tímida? Le apartó el delicioso mechón de rizos para dejarle el cuello al descubierto. Luego se inclinó y besó con calidez la esbelta espalda.
– Tienes la piel como la seda -le dijo con admiración, y le acarició con suavidad la nuca.
Cailin, que se había estremecido ligeramente al contacto de sus labios, sintió un intenso escalofrío.
Wulf Puño de Hierro no era un hombre insensible. Se dio cuenta de que la muchacha se mantenía rígida. Luego vio que también llevaba puesta la camisa. Un pensamiento incómodo cruzó por su mente, pero lo apartó de inmediato. Necesitaba saber más.
– No te has quitado la camisa -dijo con voz suave. -Déjame ayudarte.
– No sé si debería -murmuró ella, intentó alejarse aún más de él, aunque era imposible debido a las reducidas dimensiones del espacio.
– Me han dicho que las chicas celtas festejáis a la diosa Madre -dijo él, alargando el brazo para quitarle la camisa.
Se dio la vuelta, arrojó la prenda sobre el baúl y se volvió hacia Cailin de nuevo. La línea de su espalda era hermosa y su piel exquisitamente clara. Le rozó el hombro con suavidad y ella dio un respingo.
– ¿No deseas compartir tu cama conmigo, Cailin Druso? Me han dicho que ésta es una costumbre corriente en tu pueblo. ¿Qué ocurre?
– Que una chica soltera comparta su cama con un hombre no es lo que me enseñaron, Wulf Puño de hierro, pero estoy dispuesta a obedecer los deseos del abuelo. Hace sólo unos meses fui tan necia como decir a Berikos que cuando mi abuela cruzara el umbral de esta vida para entrar en la otra, yo abandonaría dobunios, que podría cuidar de mí misma. Pero la verdad es que no puedo arreglármelas sola por mucho que lo desee. Por lo tanto, debo obedecer las órdenes de Berikos. En realidad no le gusto mucho. -Su joven voz temblaba levemente.
– ¿No eres una dobunia?
¿Qué broma era ésa?, se preguntó Wulf.
– Mi madre, hija de su tercera esposa, era la única hija de Berikos -dijo Cailin. -Se llamaba Kyna. Mi abuela la quería con locura, según me han contado pero él la repudió cuando se casó con mi padre, cuya familia desciende de un tribuno romano. Me ha gustado lo que le habéis dicho a mi abuelo esta noche de que todos somos britanos. Lamentablemente Berikos no lo ve así.
Cailin siguió contando a Wulf cómo había llegado a la aldea de Berikos y la muerte de su abuela una semanas atrás.
– No soy desdichada entre las gentes de mi madre. Son buenas y amables conmigo. Pero mi abuelo no me perdonará ni una sola gota de la sangre romana que corre por mis venas -terminó.
– A lady Brigit tampoco le gustas -observó Wulf con sagacidad.
– No, no le caigo bien. Ha sido ella quien ha sugerido esto, pero es costumbre entre los dobunios ofrecer a las visitas importantes una compañera de cama para pasar la noche. Brigit cree que así mata dos pájaros de un tiro. Puede vengarse de mí y espera influir en vos para ayudar a mi abuelo, lo cual servirá para que ella gane favor con él.
– ¿Qué opinas de sus planes para Britania? -preguntó Wulf.
Le había gustado esa chica guapa y evidentemente lista desde el primer momento en que la había visto. No quería lastimarla.
– Creo que tenéis razón, señor, y que Berikos se engaña -contestó Cailin con sinceridad. -¿Le ayudaréis?
– Date la vuelta, Cailin Druso, y mírame. Es difícil hablarle a tu espalda -replicó él, y en su voz profunda se insinuó la risa.