– Pero cuando haya terminado su trabajo aquí -gimió Ceara, -te llevará a la costa sajona y no volveremos a verte.
– ¡Buen viaje! -exclamó Brigit.
– ¡Cierra la boca, zorra! -le espetó Ceara. -Debería haberte matado cuando te vi por primera vez. ¡No haces más que causar problemas! -Se volvió hacia su esposo. -Te he honrado toda mi vida, Berikos. He defendido tus decisiones incluso cuando sabía que eran equivocadas. Permanecí callada cuando repudiaste a tu única hija y jamás dije una palabra en defensa de Kyna cuando debí hacerlo. Apretaba los dientes cuando no nos permitías compartir la alegría de los nacimientos de los nietos de Brenna y permanecí de nuevo callada cuando Brenna nos abandonó para ir a vivir con Kyna y su familia.
»¡Eres un hombre necio, Berikos! Quieres recuperar la grandeza de los dobunios. ¿Qué grandeza? ¡Jamás tuvimos grandeza! Somos un simple clan. Si intentas echar a los britanos ellos pelearán por esas tierras que han cultivado durante los últimos cien años. No lograrás ningún éxito en este plan, aunque no puedo impedir que lo intentes; pero no permitiré que la única nieta superviviente de Brenna nos abandone. Darás a este sajón las tierras que le prometiste y se quedarán aquí. A menos que desees pasar tus últimos días sin Maeve y sin mí.
Berikos estaba aturdido. En todos los años en que habían estado casados, Ceara jamás le había hablado con tanta dureza, en privado o en público. Tampoco la había visto nunca tan enfadada.
– ¿Qué quiere decir sin Maeve y sin ti? -fue lo único que se le ocurrió preguntar.
– Te abandonaremos, Berikos -respondió Ceara con seriedad. -Iremos a otras aldeas y viviremos con nuestros hijos. Pero no temas. Estoy segura de que Brigit cuidará de tu casa y de ti con ternura cuando te pongas enfermo, y se ocupará de que tengas la comida preparada como te gusta. ¿Sabe cómo te gusta la comida? Probablemente no, pero estoy segura de que se lo dirás.
– Eso no es necesario -gruñó Berikos nervioso.
Ceara alzó una ceja en gesto interrogador.
– ¿De veras?
– Haremos algunos arreglos, lo juro -prometió Berikos a la furiosa mujer. -No hay necesidad de precipitarse.
– Ya veremos, anciano -replicó Ceara, con tono sombrío.
Cailin elevó la mirada hacia su esposo, brillantes sus ojos al pensar en su conspiración. Habían acordado en la acogedora intimidad de su cama, aquella mañana, que no mencionarían las tierras de Cailin hasta que estuvieran preparados para trasladarse. No presionarían a Berikos para que mantuviera su trato. Cuando llegara el momento oportuno, recuperarían las propiedades de la familia Druso Corinio.
Había corrido la voz entre las aldeas dobunias de que todo el que deseara aprender las antiguas artes de la guerra tenía que acudir a la aldea de Berikos, donde serían alojados, alimentados e instruidos a cambio de su servicio. Se construyeron varios barracones de madera dentro de las murallas de la fortificación de la colina para los futuros guerreros. Acudieron ciento cincuenta hombres jóvenes, de trece a dieciocho años. Berikos quedó decepcionado ante este pequeño contingente. Sinceramente había creído que serían muchos más.
– ¿Qué esperabas? -le dijo Ceara. -Sólo somos un millar. Muchos jóvenes ya están casados y no quieren abandonar a su familia. ¿Por qué iban a hacerlo?
– ¿Y qué me dices del honor? -espetó Berikos, ofendido por sus palabras.
Maeve rió entre dientes.
– El honor tiene pocas esperanzas de mantener caliente a un hombre en una fría noche de invierno. ¿Y qué mujer quiere pasar el invierno sola o con sus hijos, sin ningún hombre que la consuele?
– ¡Eso es lo que los romanos han hecho con nosotros! -exclamó Berikos.
– Los romanos no nos hicieron nada que no dejáramos que nos hicieran -replicó Ceara. -Además, ¿qué pueblo sensato no prefiere la paz a la guerra?
– Nuestro pueblo -dijo Berikos. -Nuestro pueblo que vino de la oscuridad y a través de las llanuras y los océanos a Britania, Eire, Cimris, Galia y Armórica. ¡Nuestra raza céltica!
– ¿Cuándo aceptarás que esos tiempos ya han pasado, Berikos? -dijo Ceara y le apoyó una mano tranquilizadora en el brazo, pero él la apartó.
– ¡No! No puede ser. ¡Volverán! -insistió.
– Entonces entrena a tus guerreros, viejo terco -dijo ella irritada. -Cuando llegue la primavera, veremos qué ocurre.
Llegó el invierno con sus vientos fríos, lluvias heladas y nieve. Wulf trabajaba con sus reclutas, los sometía a largas marchas en las peores condiciones climáticas y cargados con veinticinco kilos de peso a la espalda. Cuando al principio se quejaron, él les dijo con frialdad:
– Las legiones de Roma acarrean más peso. Quizá por eso ya no sois dueños de todas vuestras tierras. Preferís beber y contar historias indignas a entrenaros militarmente.
Los jóvenes dobunios apretaron los dientes y no volvieron a quejarse. En el límpido aire de la fortaleza sonaban las espadas y las jabalinas al dar en el blanco mientras los futuros guerreros mejoraban sus habilidades en la batalla y la supervivencia.
Pero por muy duro que fuera Wulf al entrenar a sus hombres, con su esposa era completamente diferente. Ceara y Maeve estaban de acuerdo en que el sajón, aunque fiero oponente en el campo de batalla, era un alma gentil con Cailin y con los niños de la fortaleza que le seguían con admiración, suplicándole su favor. A menudo cogía a dos pequeños en brazos y cruzaba la aldea con ellos cuando se dirigía a su trabajo. No había niño que no le adorara, ni una jovencita que no intentara atraer su atención. Al fin y al cabo, nada limitaba a Wulf Puño de Hierro a tener una sola esposa. Sin embargo, las doncellas estaban condenadas a la decepción, pues el sajón no tenía tiempo para nadie ni nada más que su esposa y su deber.
Cailin se sentía satisfecha con la vida que llevaba. Tenía un esposo atractivo que era bueno y le hacía el amor apasionada y regularmente. Parecía suficiente, en particular cuando descubrió que estaba encinta. Se dio cuenta de que sus padres habían tenido una relación diferente de la que ella mantenía con Wulf, pero no comprendía cuál había sido esa relación.
El vientre hinchado de Cailin complacía a su esposo. Era la prueba de su virilidad ante los dobunios. Pero Berikos no estaba satisfecho. Ahora jamás se vería libre del sajón. Si antes Ceara y Maeve estaban decididas a que él y Cailin se quedaran, ahora serían implacables. Berikos suspiró para sí. Bueno, de todos modos, ¿qué importaba un maldito sajón? Siempre existía la posibilidad de que Wulf muriera en una batalla.
Cailin disfrutaba de las largas y oscuras noches de invierno que pasaba acunada por Wulf. Una vez le hubo dado la noticia, él iba con más cuidado pero no dejaba de ser un amante vigoroso. Le gustaba acariciar aquel vientre voluminoso y sus grandes y endurecidas manos rodeaban los senos de Cailin, que habían aumentado de tamaño debido a su estado. Sus pezones, siempre sensibles, aún lo eran más con cada día que transcurría.
– Te has vuelto muy lasciva -le dijo una noche mientras la penetraba por atrás para que su peso no dañara al niño. Le acarició el pecho, jugueteando con los duros pezones. Después deslizó las manos hacia abajo y la rodeó por las caderas atrayéndola hacia él con firmeza. Mordisqueó el cuello de Cailin y luego la besó.
Cailin se retorcía contra él.
– ¿A las esposas no les está permitido ser lascivas, esposo mío? Ooooh… -gimió suavemente cuando él la penetró más profundamente, y empezó a mover despacio las caderas contra él.
Wulf gruñó de placer. Nunca había conocido a ninguna mujer que le provocara la excitación que le producía Cailin. Ella le empalmaba más deprisa y le hacía eyacular antes. No estaba seguro de que le gustara, pero sin duda no le desagradaba. Empezó a penetrarla rítmicamente y los grititos de placer de ella no hicieron sino aumentar los suyos.