Kyna era hermosa, fuerte, sana e inteligente. La sangre de ambos mezclada no haría sino reforzar a su familia. Tito Druso Corinio se sintió aliviado y encantado.
Berikos, jefe de los dobunios de la colina, no.
– Jamás hemos mezclado nuestra sangre con la de los romanos como han hecho otras tribus -dijo con aire triste. -Te venderé lo que quieras, Tito Druso Corinio, pero no mi hija a tu hijo como esposa. -Sus ojos azules eran fríos como la piedra.
– Soy tan britano como tú -replicó Tito indignado. -Mi familia lleva tres siglos viviendo en esta tierra. Nuestra sangre se ha mezclado con la de los catuvellaunios y los icenios, igual que tu familia ha mezclado su sangre con la de estas y otras tribus.
– Pero jamás con los romanos -fue la terca respuesta.
– Las legiones se marcharon hace mucho tiempo, Berikos. Ahora vivimos como un solo pueblo. Deja que mi hijo Gayo tenga a tu hija Kyna por esposa. Ella le quiere tanto como él a ella.
– ¿Es eso cierto? -le espetó Berikos a su hija, temblándole el largo bigote. Ella era la niña de sus ojos. Su traición a su gloriosa herencia resultaba dolorosa.
– Así es, -respondió ella desafiante. -Gayo Druso Corinio será mi esposo o no lo será nadie.
– Muy bien -gruñó Berikos, -pero has de saber que si tomas a ese hombre por compañero, lo harás sin mi bendición. Jamás volveré a posar mis ojos sobre ti. Será como si hubieras muerto -declaró con aspereza, esperando que sus palabras intimidaran a la joven y le hicieran cambiar de parecer.
– Que así sea, padre -repuso Kyna con igual firmeza.
Aquel día abandonó su aldea dobunia y jamás miró atrás. Aunque echaba de menos la libertad de su aldea en la colina, sus parientes eran buenos y amables con ella. Julia, su suegra, insistió sensatamente en que la boda se retrasara seis meses para que Kyna aprendiese modales más civilizados. Luego, un año después del matrimonio, ella y Gayo dejaron la casa de Corinio y se trasladaron a una villa familiar a unos veinticuatro kilómetros de la ciudad. Aún no había quedado embarazada, y creyeron que la paz del campo ayudaría a la joven pareja en sus intentos. Cuando Kyna tenía diecisiete años nacieron sus gemelos, Tito y Flavio. Cailin llegó dos años más tarde. Después no hubo más hijos, pero a Kyna y Gayo no les importaba. Los tres con que los dioses les habían bendecido eran sanos, fuertes, hermosos e inteligentes, igual que su madre.
Berikos, sin embargo, jamás había perdonado a Kyna su matrimonio. Ella le hizo saber el nacimiento de sus hijos y otro mensaje cuando nació Cailin, pero, tal como había prometido, el jefe dobunio se comportó como si su hija no existiera. La madre de Kyna, por el contrario, acudió tras el nacimiento de Cailin y anunció que se quedaría con su hija y yerno. Se llamaba Brenna y era la tercera esposa de Berikos. Kyna era su única hija.
– Él no me necesita. Tiene a las otras -se justificó Brenna.
De modo que se quedó con ellos, apreciando quizá aún más que su hija los modales civilizados de los britanos romanizados.
La villa donde ahora vivía Brenna con su hija, yerno y nietos era pequeña pero confortable. Su entrada porticada con cuatro columnas de mármol blancas era impresionante y contrastaba con el bonito atrio informal al que conducía. Estaba decorado con rosas de Damasco que tenían una temporada de floración más prolongada que la mayoría, debido a su colocación al abrigo. En el centro había un pequeño estanque en el que crecían nenúfares y vivían pequeños peces de colores durante todo el año. La villa disponía de cinco dormitorios, una biblioteca para Gayo Druso, una cocina y un comedor redondo con bellas paredes de yeso decoradas con pinturas de las aventuras de los dioses entre los mortales. Lo mejor de la casa, para Brenna, eran los baños con baldosas y el sistema hipocausto que calentaba la villa en los días húmedos y fríos. Tras la entrada la casa no poseía nada grandioso, estaba construida principalmente con madera y el tejado era de tejas rojas, pero era una morada cálida y acogedora y todos vivían felices.
Eran una familia unida, y Kyna sólo lamentaba que sus parientes políticos insistieran en permanecer en Corinio. A ellos les gustaba el bullicio de la ciudad, y Tito ocupaba su lugar en el consejo. Para ellos la vida en la villa era aburrida. A medida que transcurrieron los años, y los viajes por carretera se fueron haciendo más peligrosos, sus visitas se hicieron menos frecuentes.
Aunque ni Kyna ni su esposo recordaban los días en que las legiones poblaban su patria, manteniendo las cuatro provincias de Britania y sus caminos inviolados, sus mayores sí los recordaban. Julia lamentaba la partida de las legiones, pues sin ellas la autoridad civil fuera de las ciudades era difícil de mantener. Una petición a Roma varios años después de la retirada había recibido una lacónica respuesta por parte del emperador: los britanos tendrían que defenderse solos. Roma tenía sus propios problemas.
Y de pronto, tres años atrás, Gayo y Kyna recibieron el mensaje de que Julia se hallaba enferma. Gayo reunió a un grupo de hombres armados y se apresuró a viajar a Corinio. Su madre murió al día siguiente de su llegada. Para su sorpresa y profundo pesar, su padre, incapaz de hacer frente a la pérdida de la esposa que le había acompañado durante casi toda su vida adulta, languideció y falleció menos de una semana después. Gayo asistió a su entierro. Después regresó a casa y la familia se unió aún más.
Ahora Kyna Benigna dejó a su esposo con sus cosas y se apresuró a reunirse con su madre. Brenna se encontraba en el jardín trasplantando plantas jóvenes al cálido suelo primaveral.
– Gayo ha enviado a su familia a Roma a buscar marido para Cailin -dijo Kyna sin preámbulos.
Brenna se puso lentamente de pie, limpiándose el polvo de su túnica azul. Era una versión más anciana de su hija, pero sus trenzas prematuramente blancas contrastaban con sus brillantes ojos azules.
– ¿Qué, en nombre de los dioses, se ha apoderado de él para cometer semejante tontería? -dijo. -Cailin no aceptará ningún esposo que ella no haya elegido. Me sorprende que Gayo pueda ser tan necio. ¿Te consultó antes a ti, Kyna?
Kyna rió con tristeza.
– Gayo casi nunca me consulta cuando tiene intención de hacer algo que sabe que yo no aprobaré, madre.
Brenna sacudió la cabeza.
– Así son los hombres -exclamó. -Después, las mujeres tenemos que reparar el daño que ellos han hecho y limpiar el desorden. Los hombres, me temo, son peores que niños. Los niños no saben hacerlo mejor. Los hombres sí, y aun así actúan a su manera. ¿Para cuándo se espera a este «novio»?
Kyna se llevó una mano a la boca.
– La noticia me ha inquietado tanto que he olvidado preguntárselo. Supongo que será pronto, de lo contrario no habría dicho nada. Dentro de pocas semanas es el cumpleaños de Cailin. Quizá Quinto Druso llegue para entonces. Creo que Gayo ha estado ocupándose de esta perfidia desde el pasado verano. Conoce el nombre del joven e incluso su historia. -Sus ojos azules destellaron de contrariedad. -En realidad, estoy empezando a sospechar que esta intriga se tramó hace ya algún tiempo.
– Tenemos que decírselo a Cailin -dijo Brenna. -Debe conocer las maquinaciones de su padre. Sé que Gayo no la obligará a casarse con ese Quinto si no le gusta. No es su manera de actuar, Kyna. No es más que un hombre.
– Desde luego -admitió Kyna. -Ha prometido que si Cailin rechaza a Quinto Druso, le encontrará otra esposa y le dará algunas tierras. Aun así, madre, me pregunto si esos romanos aceptarán con agrado que su hijo se case con otra chica cuando se les ha prometido que lo hará con nuestra hija. No conocemos a muchas chicas jóvenes cuyas familias puedan igualar o ni siquiera acercarse a la dote de Cailin. Los tiempos son muy duros, madre. Sólo la prudencia de mi esposo ha permitido a Cailin las ventajas de ser una rica heredera.
Brenna cogió las manos de su hija y le dio unas palmaditas de consuelo.