– Es celta -dijo con admiración.
– Criáis mujeres fuertes -observó Wulf. Los hombres se reunieron con Cailin. -¿Dónde vive Quinto Druso? -preguntó el sajón a su esposa.
– Os guiaré -respondió ella con voz firme y fría.
Los esclavos que trabajaban en los campos de Quinto Druso vieron acercarse al grupo armado. Se quedaron paralizados donde estaban. Los dobunios no les prestaron atención. Wulf les había asegurado que no proporcionaba ningún placer matar a esclavos desarmados. Cuando llegaron a la magnífica y espaciosa villa del primo de Cailin, detuvieron los caballos. Los esclavos que rastrillaban el sendero de grava desaparecieron como alma que lleva el diablo. Como habían acordado, cincuenta hombres se quedaron montados a la entrada de la villa. Cailin, Wulf, Corio y el otro centenar de hombres entraron en la casa sin anunciarse.
– ¿Qué es esto? ¡No podéis entrar aquí! -gritó el sirviente, corriendo como si pudiera detenerlos.
– Ya hemos entrado -dijo Wulf con voz grave. -Ve a buscar a tu amo. ¿O prefieres probar mi espada, repugnante insecto?
– Ésta es la casa de la hija del magistrado -gimió el sirviente, tratando desesperadamente de cumplir con su deber.
– Si el magistrado se encuentra aquí, ve a buscarlo también -ordenó Wulf, y le pinchó su gordo vientre con la punta de la espada. -Me estoy impacientando -gruñó.
Exhalando un gritito de horror al ver que la espada rasgaba su túnica, el hombre se dio la vuelta y salió corriendo; la risa de los dobunios le hizo enrojecer las orejas.
– Desde Antioquia hasta Britania todos son iguales, estos siervos superiores -observó Wulf. -Pomposos y engreídos.
Mientras esperaban en silencio, los dobunios echaron un vistazo al atrio, pues la mayoría de ellos nunca había estado en una casa tan elegante. De pronto entró Quinto Druso en la estancia. Detrás de su esposo, Cailin atisbó a su primo. Había engordado desde la última vez qué le había visto y casi se podía decir que estaba gordo. Sin embargo aún era apuesto, pero ahora su mirada era dura y la boca tenía un mohín hosco.
– ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi casa sin anunciar y sin haber sido invitados, salvajes? -les espetó Quinto Druso, pero mientras lo hacía sabía que no habría podido detener a aquellos hombres. -¿Qué queréis? ¡Exponed el asunto que os trae aquí, si es que hay alguno, y luego salid!
Wulf lo evaluó y vio que era blando. No era un guerrero; sólo una criatura carroñera que dejaba que otros mataran por él y luego se acercaba para llevarse la mejor parte del botín. El sajón se hizo ligeramente a un lado para que Cailin diera un paso al frente.
– ¡Salve, Quinto Druso! -saludó ella, disfrutando al ver el asombro de su primo y luego la furia reflejada en su rostro.
– ¡Estás muerta! -dijo.
– No. Estoy viva, y muy viva, primo. He regresado para reclamar lo que es mío por derecho y para ocuparme de que se haga justicia. No tendré contigo más piedad de la que tú tuviste con mi familia.
– ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? -preguntó Antonio Porcio entrando en el atrio seguido de su hija.
Antonia fue la que vio primero a Cailin y ahogó un grito de sorpresa.
– ¡Cailin Druso! ¡Cómo es posible! ¡Moriste en el incendio hace casi un año…! ¿Dónde has estado? ¿Y por qué llevas esa ropa tan horrible?
Cailin hizo un gesto de asentimiento a Antonia pero sus palabras iban dirigidas a Antonio Porcio.
– Magistrado jefe de Corinio, os reclamo justicia.
– La tendrás, Cailin Druso -respondió el magistrado con solemnidad, -pero dime, chiquilla, ¿cómo sobreviviste a aquel terrible incendio, y por qué no has aparecido hasta ahora?
– Por razones que jamás comprenderé -contestó Cailin, -los dioses no me dejaron morir en la tragedia que destruyó mi hogar. Durante las celebraciones de Beltane estuve levantada hasta muy entrada la noche. Cuando volví a la villa la encontré en llamas y a mi abuela Brenna fuera, desplomada en el suelo. Ella insistió en que huyéramos, diciendo que nuestras vidas corrían grave peligro. Anduvimos toda la noche hasta que al amanecer llegamos a la fortaleza de mi abuelo Berikos, jefe de los dobunios. Allí nos contó lo que había ocurrido.
– ¿Qué había ocurrido? -preguntó Quinto Druso irritado.
– ¡Tú, maldito romano! -exclamó Cailin. -Eres el deshonor del apellido Druso. Tú asesinaste a mi familia, ¿y te atreves a hacerte el inocente? ¡Ruego que los dioses te fulminen delante de mí, Quinto Druso!
Cailin miró de nuevo al magistrado.
– Mi primo se encargó de que dos esclavos galos consiguieran su libertad a cambio de cometer esa atroz acción. Entraron en la villa, mataron a mis padres y hermanos y derribaron a Brenna de un golpe dándola por muerta, pero ella no murió. Permaneció tumbada hasta que pudo escapar. Oyó a esos dos galos alardear de lo bien que habían cumplido la misión de su amo, primero asesinando a sus dos pequeños hijos y haciéndolo aparecer como un descuido de las niñeras, y luego el asesinato de mi familia. Incluso sabían dónde guardaba el oro mi padre y se lo llevaron antes de huir.
»A mí también tenían que matarme, pero se hizo tarde. Los galos temieron que les descubrieran si no huían rápido, por eso prendieron fuego a la casa y se marcharon. Mi abuela escapó, arrastrándose entre las llamas y el humo. Huimos a la aldea de mi abuelo, temiendo que si mi primo se enteraba de que habíamos sobrevivido nos buscaría para acabar su propósito. Brenna no se recuperó; murió en Samain. Ahora he regresado, Antonio Porcio, y reclamo lo que me corresponde por derecho como única superviviente de la familia Druso Corinio. Ahora soy una mujer casada y mi hijo nacerá después de la cosecha. Quiero recuperar mis tierras y quiero que este asesino reciba su castigo -concluyó Cailin.
Había mucho que digerir. A Antonio Porcio nunca le había gustado Quinto Druso, pero se había tragado sus sentimientos ya que tampoco le había gustado Sexto Escipión. Había supuesto que como padre sobre protector era natural que le desagradaran todos los maridos de su hija. Se dio cuenta de que quizá no se había equivocado y su hija era incapaz de elegir a un buen hombre. Ahora Cailin acusaba a su primo no sólo del asesinato de su familia sino también del de sus dos hijastros. Era terrible, pero en el fondo creía que era cierto. Quinto era un hombre frío y duro de corazón. Aun así, Antonio Porcio era magistrado jefe. Todo lo que hacía tenía que ser conforme a la ley.
Respiró hondo.
– Por supuesto puedo devolverte las tierras, Cailin Druso. Verdaderamente son tuyas por derecho de herencia y tienes un esposo que las trabajará y protegerá. En cuanto a tus acusaciones contra Quinto Druso, ¿qué prueba puedes dar aparte de la historia que contó tu abuela?
Cailin le miró con expresión sombría y dijo:
– En una ocasión mi madre me dijo que antes de casarse con mi padre, cuando aún vivía con mis abuelos en Corinio, vos os enamorasteis de ella. Sin embargo, ella amaba a mi padre, pero cuando os rechazó lo hizo con bondad pues os respetaba. Si existe alguna piedad en vuestro corazón, Antonio Porcio, ayudadme a vengar su muerte. ¿Sabéis lo que los galos de mi primo le hicieron? La violaron y le pegaron hasta matarla. La última visión que mi abuela tuvo de su hija fue con el rostro y el cuerpo ensangrentados y destrozados. Había sido una mujer muy hermosa. Este asesino con el que vuestra hija está casada ni siquiera tuvo la bondad de enterrar sus huesos ni los del resto de mi familia. Yacen en el mismo lugar donde fueron asesinados, mientras Quinto Druso ara nuestros campos con nuestros esclavos. ¿Ésta es la justicia romana de nuestros antepasados?
El magistrado parecía conmovido. La muchacha contaba la verdad; en el fondo de su alma su parte celta lo sabía, pero no podía ayudarla.
– La ley, Cailin Druso, requiere pruebas. No tienes ninguna salvo las palabras de una anciana moribunda. No es suficiente. Te ayudaría si pudiera, pero no hay pruebas.
Cailin prorrumpió en llanto.