– Eres buena al quedarte con Antonia -dijo Antonio Porcio a Cailin aquella noche, mientras cenaban. -Esta tragedia no podía haber sucedido en peor momento para mí. He encontrado comprador para mi casa de Corinio. Tengo intención de vivir aquí con Antonia, ya que se ha quedado viuda. Por estos alrededores hay pocos hombres jóvenes y es posible que ya no tenga ocasión de volver a casarse. Mi nieto necesitará la influencia de un hombre. Si Antonia vuelve a casarse, ningún yerno se negará a darme cobijo en esta casa. Y aunque ella no lo admitirá nunca, creo que mi hija me necesita.
– ¿Tenéis necesidad de viajar a Corinio dentro de poco? -adivinó Cailin.
– Sí, querida. Desde que Antonia se casó con Sexto Escipión he dejado un poco abandonada mi casa. Estaba solo y realmente entonces no me importaba. Ahora, sin embargo, debo efectuar algunas reparaciones antes de que los nuevos propietarios acepten mi precio. Desean tomar posesión lo antes posible. Tengo suerte de haber encontrado compradores en estos tiempos difíciles. Quiero supervisar el trabajo personalmente, o sea que tendré que estar fuera varias semanas. Sé que no puedes quedarte con Antonia tanto tiempo, pero si le haces compañía unos días le resultará más fácil superar la tristeza. -Sonrió con afecto, viendo a su hija como nadie más la veía. -Mima demasiado al pequeño Quinto, y en mi ausencia no hay disciplina en absoluto.
– Dos días, tres como mucho -le dijo Cailin, -pero no más. Mi hijo debe nacer en la casa de su padre. Las esposas de mi abuelo, Ceara y Maeve, irán para ayudarme. Puedo quedarme muy poco tiempo antes de regresar a mi casa. ¿Lo comprendéis?
El asintió.
– Sólo te pediré dos días, Cailin, y te agradezco tu bondad para con mi hija. Ella no siempre se ha portado bien contigo, lo sé, pero sin duda eres su más querida amiga.
Antonio Porcio partió a la mañana siguiente para Corinio. Al verle marchar, Antonia sintió alivio. Habría sido más difícil ejecutar sus planes si su padre se hubiera quedado. Ah, sí, los dioses estaban de su parte, no cabía duda, y su regocijo aumentó sabiendo que ellos aprobaban su venganza. En cierto modo, ella iba a ser su instrumento de retribución contra Cailin Druso y su esposo.
Cailin pronto se sintió aburrida. Cuando sus padres vivían y ella llevaba una vida similar a la de Antonia, nunca había estado tan ociosa como esa mujer. Antonia aparentemente se había recuperado al instante de la muerte de su hijo. Pasaba todo el tiempo detrás de Quinto y embelleciéndose. Las jóvenes que la rodeaban no hacían más que sofocar risitas.
A través de sus conversaciones con Antonio Porcio, Cailin se enteró de que su hija había quedado desolada y amargada a causa de la muerte de su esposo; sin embargo allí estaba Antonia, viuda reciente, su bebé muerto, comportándose como si nada hubiera ocurrido y mostrándose amable con la esposa del verdugo de su marido. Cailin se sentía cada vez más incómoda. ¿Por qué, en nombre de los dioses, había accedido a hacer compañía a esa mujer, aunque sólo fuera por un par de días? Lo peor era que no podía escapar de Antonia, quien parecía estar allá donde ella iba y siempre parloteaba sin hablar de nada en especial. Cuanto más tiempo permanecía Cailin con Antonia, más oía su voz interior que la pinchaba, en particular cuando su anfitriona le informó feliz:
– Esta mañana he enviado un mensajero a Wulf para que venga a recogerte dentro de tres días.
– Qué amable de tu parte -respondió Cailin, preguntándose por qué no se le había ocurrido a ella.
Estar allí debía de embotarle la inteligencia. Bueno, al menos ese día casi había terminado.
La cena fue una dura prueba. A Antonia le gustaba la buena comida y el buen vino, lo que sin duda explicaba su robustez. Presentaba plato tras plato a su invitada, llenando el suyo con pescado en salsa, caza, huevos, queso y pan. Reprendió a Cailin porque no comía suficiente.
– Ofenderás a mi cocinera -dijo.
– No tengo hambre -replicó Cailin, mordisqueando un poco de fruta y pan con queso. Tenía un nudo en el estómago.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó solícita Antonia.
– Sólo tengo el estómago un poco revuelto.
¡Aquella pobre tonta estaba a punto de parir! Estaba de parto y no lo sabía, pensó Antonia con placer. Claro que no lo sabía. Nunca había parido. Pero Antonia estaba segura de ello.
– El vino sienta bien cuando te encuentras mal en tu estado -aconsejó, y sirvió a Cailin una gran copa. -Ésta es mi añada chipriota favorita; te sentirás mejor después de haberlo bebido. Toma un poco de pan para limpiarte el paladar -instruyó, y mientras distraía de ese modo a Cailin, abrió el cierre de un anillo con una gran piedra de berilo que llevaba en el dedo y dejó caer una pizca de polvos en el vino, donde se disolvieron al instante. Tendió la copa a la muchacha. -Bébelo todo, Cailin, y pronto te sentirás mejor.
Cailin bebió lentamente mientras observaba los platos medio llenos de comida que retiraban a la cocina. Nadie podía comer todo aquello, pensó. Qué manera de desperdiciar cuando tanta gente pasaba hambre. Entonces ahogó un grito al sentir un fuerte dolor.
– Estás de parto -dijo Antonia con calma.
Claro que lo estaba. Si bien los dolores que antes había tenido no lo eran, el vino drogado había precipitado el proceso.
– Envía a buscar a mi esposo -pidió Cailin, tratando de que su voz no traicionara el miedo que sentía. -¡Quiero que Wulf esté aquí cuando nazca su hijo! ¡Oh, los dioses! ¿Por qué me has hecho prometer que me quedaría aquí unos días?
– Claro que quieres que Wulf esté a tu lado -dijo Antonia. -Recuerdo cuánto deseaba yo que Quinto estuviera conmigo cuando nació mi querido hijo. Enviaré a un esclavo. No temas, querida Cailin. Yo me ocuparé de ti.
Ayudó a Cailin a ir a su dormitorio.
Antonia dejó a sus doncellas con ella y fue a buscar a un joven esclavo al que había intentado convertir en su amante. Era una lástima, pensó, pero tendría que matarle por su participación en ese asunto y ni siquiera le había disfrutado una sola noche.
– Ve a Simón, el mercader de esclavos de Corinio.
Él realiza envíos a Londres cada mes y pronto enviará una caravana. Dile que tengo una esclava de la que me gustaría deshacerme. Es una criatura que me causa problemas, y una mentirosa. Tiene que estar drogada hasta que llegue a Galia. Quiero que la envíen lo más lejos posible de Britania. ¿Comprendes, mi bello Ático?
Antonia sonrió al joven mientras le acariciaba las nalgas sugestivamente.
– Sí, mi ama -respondió él devolviéndole la sonrisa.
El muchacho era nuevo en la casa pero había oído contar que ella era una mujer lasciva. Sin duda no tendría quejas de su actuación cuando estuviera recuperada del parto y dispuesta a tomar un amante.
– Dile a Piso que te dé el caballo más rápido del establo -instruyó Antonia. -Quiero que estés de regreso al amanecer. Si no es así, te haré azotar. -Le acarició el miembro endurecido. -Estás bien formado -observó. -¿Te compré, Ático? No lo recuerdo.
– Vuestro padre me compró, mi ama -contestó el muchacho con más aplomo del que sentía. Tenía su miembro duro como el hierro bajo la caliente mano de Antonia.
– Tendremos que encontrar un puesto adecuado para ti dentro de poco -observó Antonia, pensando que quizá no le mataría enseguida. Al fin y al cabo, no comprendería lo que ella había hecho. -¡Ahora vete!