Antonia se volvió y se apresuró a regresar junto a su paciente.
Cailin pasó toda la noche tratando de alumbrar a su bebé. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Bajo la dirección de Antonia, hacía esfuerzos para que naciera su hijo.
– ¿Dónde está Wulf? -repetía Cailin una y otra vez. -¿Por qué no viene?
– Es de noche -respondió Antonia. -No hay luna. Mi mensajero debe ir despacio por los campos para llegar a tu casa. No puede galopar, Cailin. Ha de mirar bien por dónde va. Llegará, pero luego él y tu esposo han de regresar igualmente despacio. Toma. -Le pasó el brazo por los hombros. -Bebe un poco de mi vino. Te sentirás mejor. Yo siempre lo hago.
– No lo quiero -replicó Cailin, apartando la mano de Antonia.
– No seas tonta -dijo Antonia. -He puesto unas hierbas para que te alivien el dolor. Yo también las tomaba cuando estaba de parto. No veo razón para sufrir.
Cailin cogió la copa y bebió despacio. Inmediatamente se sintió mejor, pero la cabeza le daba vueltas. Otro doloroso espasmo le desgarró y la joven lanzó un grito. Antonia se arrodilló y examinó si había progresado.
– ¿Se ve la cabeza del bebé? -le preguntó Cailin. -¡Ojala Ceara y Maeve estuvieran aquí, las necesito!
– No podrían hacer por ti nada que no pueda hacer yo -replicó Antonia con aspereza, pero suavizó un poco su tono. -Ya veo la cabeza. Sé valiente, Cailin Druso, ¡dentro de unos minutos tu hijo habrá nacido!
– ¡Los dioses! -exclamó Cailin. -¿Dónde está Wulf? Antonia, estoy muy mareada. ¿Qué has puesto en el vino?
Tuvo otra dolorosa contracción.
Antonia hizo caso omiso de las preguntas de Cailin.
– ¡Empuja! -ordenó. -Empuja fuerte. ¡Más fuerte!
La cabeza y los hombros del niño aparecieron entre las piernas de su madre. Antonia sonrió satisfecha. Cailin no se daba cuenta, pero estaba teniendo un parto fácil. El bebé habría nacido enseguida.
Le resultaba difícil mantener los ojos abiertos. La cabeza le daba vueltas y tenía la sensación de que iba a caerse. Sintió otro terrible dolor. Oyó, aunque un poco distante, la voz de Antonia que le pedía de nuevo que empujara. Cailin hizo esfuerzos por obedecer. No podía perder el conocimiento. Efectuando un esfuerzo supremo empujó con todas sus fuerzas. Se vio recompensada con el súbito llanto de un recién nacido y su corazón palpitó de felicidad. Entonces, de pronto, la oscuridad pareció apoderarse ella. Cailin luchó valientemente pero fue inútil. Lo último de que fue consciente fue de la voz de Antonia:
– Es tan dulce. Siempre he deseado tener una niña.
Cuando dos días después llegó Wulf a reclamar a su esposa, Antonia salió lentamente al patio para recibirle. Estaba llorando y cariacontecida.
– ¿Qué ocurre? -preguntó él, abrumado por una extraña sensación.
Antonia ahogó un sollozo y se arrojó a los brazos del desconcertado Wulf.
– ¡Cailin! -jadeó. -Cailin ha muerto, y el niño, tu hijo, también. No pude salvarles. ¡Lo intenté! ¡Juro que lo intenté!
– ¿Qué dices? ¿Cómo ha podido ocurrir, Antonia? Ella estaba rebosante de salud cuando la vi por última vez…
Antonia se separó de sus brazos y le miró con sus grandes ojos azules.
– Tu hijo era grande y no venía bien colocado. Los niños nacen de cabeza, pero éste lo hizo por los pies. Casi partió en dos a la pobre Cailin. Su sufrimiento fue insoportable. Murió desangrada. El niño, al que tanto costó nacer, sólo sobrevivió una hora. Jamás imaginé que pudiera suceder algo semejante. Lo siento, Wulf.
– ¿Dónde está su cuerpo? -pidió él. Su voz era dura y fría. ¿Su amada ovejita, muerta? ¡No era posible!
¡No lo creía! -Quiero ver el cadáver de mi esposa -repitió. Sentía un fuerte dolor en el pecho. ¿Podía romperse un corazón?, se preguntó, pues creía que eso le estaba sucediendo.
– Estaba tan desgarrada -explicó Antonia- que no pudimos prepararla debidamente para ser enterrada. Hice que la incineraran, como solían hacer nuestros antepasados celtas. Coloqué el bebé en sus brazos para que pudieran llegar juntos a los dioses.
Él hizo un gesto de asentimiento, aturdido de pesar.
– Quiero sus cenizas -dijo con frialdad. -Supongo que tienes sus cenizas. Me las llevaré a casa y las enterraré en sus tierras con el resto de su familia. A Cailin le gustaría.
– Por supuesto -accedió Antonia con suavidad. Se volvió y cogió una urna de bronce pulido bellamente decorada que estaba sobre el banco del atrio. -Las cenizas de Cailin y las de tu hijo están aquí. -Se lo entregó con una sonrisa compasiva. -Comprendo tu pesar, ya que hace poco perdí a mi compañero y a mi hijo -dijo.
Él cogió la urna, como si aún no pudiera creer lo que había oído. Luego se volvió sin decir palabras y se encaminó hacia la puerta.
Antonia se sintió exultante al ver el dolor de Wulf. Luego se le ocurrió una idea perversa y, siguiendo un impulso, la puso en práctica.
– Wulf, espera. -Su voz había adquirido un tono seductor.
Él se volvió y quedó atónico al ver que Antonia se había quitado la túnica y estaba completamente desnuda. Su cuerpo era blanco, sonrosado y rollizo. No había ni una marca que estropeara la perfección de su suave piel, pero él la encontró repulsiva. Por un momento se quedó clavado donde estaba, mirando fijamente la repugnante desnudez de la mujer.
– Estoy sola, Wulf -musitó. -Muy sola…
– Vuelve a ponerte la túnica, Antonia.
– Mataste a mi esposo, Wulf. Ahora estoy sola. ¿No crees que deberías compensarme por la pérdida de Quinto Druso? -ronroneó Antonia. Deslizó las manos bajo sus abundantes senos, con sus pezones morados y los levantó en gesto de ofrecimiento. -¿Estos frutos no te tientan a que los pruebes? ¿El arma que llevas bajo los braceos no está dura de deseo?
– Vístete -ordenó él con frialdad. -Me repugnas.
Ella se precipitó y apretó su desnudo cuerpo contra el de él. Wulf se sintió abrumado por el olor a almizcle.
– Eres el hombre más guapo de la provincia, Wulf -dijo Antonia, jadeante de deseo. -Siempre tengo por compañero al más guapo de la provincia. -Le rodeó el cuello con los brazos. -Bésame, bruto sajón, y después tómame. ¡Aquí! En el atrio. Lléname con tu virilidad, hazme gemir de placer. ¡Te deseo tanto!
Wulf apartó los brazos de Antonia y la separó de sí de un empujón. Sentía ganas de vomitar.
– Antonia, la pena te ha vuelto loca. Primero tu esposo e hijo, y luego mi esposa y mi hijo. Lo lamento por ti, pero debo dominar mi propio dolor. Ya me está desgarrando. Amaba a mi esposa. No sé cómo viviré sin ella. ¿Qué me queda ahora? ¡Nada! Se volvió y salió tambaleante del atrio. -¡Vete! -gritó Antonia. -¡Vete, Wulf Puño de Hierro! ¡Si sufres, me alegro! ¡Ahora sabrás lo que yo sentí cuando asesinaste a mi Quinto!
Se inclinó, recogió su túnica y se la puso. «¡Ojala pudiera decirte la verdad! -pensó, -pero no puedo. Mi padre también se enteraría y no podría soportarlo. -Rió. -De todos modos, me he vengado de ti y de Cailin Druso. Si nadie más que yo lo sabe, ¿qué importa?
Cuando Antonio Porcio regresó de Corinio varias semanas más tarde, su hija le esperaba. Se sentaron juntos en el jardín, al fresco aire de mediados de otoño, mientras Antonia amamantaba al bebé.
– Me quedé perpleja, padre -dijo. -Él no la quería. Estaba dispuesto a dejarla en la colina, si yo no le hubiera rogado que me la entregara. Lo único que le importaba era que Cailin no le había dado el hijo varón que él quería. Estos sajones son crueles, padre. Afortunadamente el pequeño Quinto estaba listo para ser destetado, y mi leche es abundante, por eso decidí quedarme con la niña y educarla con mi hijo. Casi me compensa por haber perdido a mi bebé. ¡Pobre Cailin!
– ¿Dónde está ahora Wulf Puño de Hierro? -preguntó el magistrado.
– Ha desaparecido -respondió Antonia. -Nadie sabe adónde ha ido. No dejó nada dispuesto para sus esclavos. Simplemente se marchó. Las tierras, por supuesto, ahora pertenecen a mi pequeña Aurora. La llamo así porque nació con el alba, aunque su madre muriera. Envié a mi mayordomo a que expulsara a los dobunios que habían empezado a construir una casa en la villa junto al río. Dijeron que Cailin se la había entregado como regalo de boda, pero yo les dije que era mía por derecho de herencia y que Cailin había muerto de parto y no se hallaba allí para hacer cumplir sus supuestos derechos. No me dieron muchos problemas, y ahora ya se han ido.