Cailin no sintió absolutamente nada mientras él la follaba con vigor. Se mostraba fría como el hielo. Por fin, Casia, finalizada su actuación, se arrodilló junto a la cabeza de Cailin y le indicó en voz baja:
– Siempre tienes que hacer creer al hombre que sientes una pasión como nunca has sentido, aunque no sea verdad. Echa la cabeza hacia atrás y hacia adelante. ¡Bien! Ahora gime y clávale las uñas en la espalda. -Miró a Joviano y éste sonrió al ver que Cailin hacía lo que le había indicado. -Es una buena alumna, mi señor.
«Estoy muerta -pensó Cailin- y esto es el Hades.» Pero no lo era. Durante varias semanas fue instruida en las artes eróticas, y, para su sorpresa, resultó una alumna aventajada. Por fin llegó el día en que Cailin y el trío de jóvenes norteños dieron vida a la obra de Joviano ante los ojos encantados de éste. Dos días después realizaron un ensayo con disfraces ante todos los residentes de Villa Máxima. Al terminar, Cailin y Joviano recibieron las felicitaciones de todos: Joviano por sus habilidades creativas y Cailin por su actuación sencillamente acrobática.
– La semana que viene empezaremos las actuaciones -anunció Joviano con entusiasmo. -Hay tiempo suficiente para que nuestros clientes especiales sepan que ocurrirá algo extraordinario. ¡Oh, hermano mío, vamos a ser ricos!
«La virgen y los bárbaros» fue un éxito inmediato. Jamás en la historia de Constantinopla se había visto nada igual. Todo salía exactamente como Joviano había vaticinado. Focas, en una rara muestra de excitación, apenas podía contener su alegría ante los miles de solidi que se amontonaban en su caja de caudales. La obra se representaba dos veces a la semana ante varios cientos de espectadores, cada uno de los cuales pagaba cinco solidi de oro. Una noche, Joviano buscó a su hermano mayor y le dijo con excitación:
– ¡Ha venido la emperatriz y el general Aspar! Me he sentado con ellos en la primera fila para ver mejor la representación. ¡Por todos los dioses! ¡Sabía que tenía razón! Voy a empezar a idear otra obra, Focas.
– Me pregunto si es tan fascinante como dicen los rumores -murmuró el príncipe Basilico a su compañero.
Era un hombre elegante y de piel clara, pelo negro y ojos castaño oscuro. Culto y educado, era inusual encontrarle en un ambiente como aquél, en particular dada su piedad pública y su círculo de amigos religiosos.
– Lamentaré haber permitido que me arrastraras hasta aquí esta noche, Aspar.
El general rió.
– Eres demasiado serio, Basilico.
– ¿Y debería ser más como tú? ¿Un aficionado a los juegos y espectáculos públicos, Aspar? Si no fueras el mejor general que el imperio ha conocido, la corte no te toleraría.
– Si no fuera el mejor general que el imperio ha conocido -repuso Aspar con calma, -tu hermana Verina no sería emperatriz.
El príncipe rió.
– Es cierto -admitió. -Tú hiciste emperador a Leo aunque elegiste a Marciano ante él. Tú mismo serías emperador de no ser por mis amigos de la Iglesia. Ellos te temen, Aspar.
– Entonces son unos necios. Da gracias a Dios de que carezco de ortodoxia, Basilico. Prefiero hacer emperadores que ser emperador. Por eso tus amigos me temen. No comprenden por qué quiero ser como soy. Además, los tiempos han cambiado. Bizancio necesita un gran general más que un gran emperador; y hace tiempo que pasaron los tiempos en que un solo hombre podía ser ambas cosas.
– Tu modestia me conmueve -dijo con ironía el príncipe. -¡Dios mío! ¿No es la esposa del senador romano esa que va con ese tipo musculoso? ¡Claro que lo es!
Aspar contuvo la risa.
– Probablemente conocemos a la mitad de la gente que ha venido, Basilico. Mira allí. Es el obispo Andrónico, y observa con quién está. Es Casia, una de las mejores cortesanas que Villa Máxima puede ofrecer. He disfrutado de su compañía varias veladas. Es encantadora y tiene mucho talento. ¿Te gustaría conocerla? Pero no creo que esta noche me atreva a entrometerme con el obispo.
La sala estaba abarrotada. Jóvenes de ambos sexos desnudos empezaron a ir de un lado a otro, apagando las lámparas hasta que el recinto quedó en total oscuridad. Aspar sonrió al oír los gemidos bajos y respiraciones fuertes alrededor. Algunos de entre el público ya aprovechaban la oscuridad para hacer el amor. Entonces el grueso telón que ocultaba el escenario fue retirado y dejó al descubierto un segundo telón transparente. El escenario estaba muy bien iluminado, con lámparas colocadas a lo largo del suelo y otras colgadas de las vigas del escenario.
La cortina transparente fue corrida lentamente y tras ella apareció una hermosa joven sentada ante un telar. Su rostro era sereno, pero lo que Aspar encontró delicioso fueron sus largos rizos castaño rojizos. La muchacha iba vestida con una modesta túnica blanca; sus esbeltos pies estaban desnudos. Trabajaba expertamente en el telar. Su actitud era de pureza e inocencia.
Se oía una música suave de fondo procedente de unos músicos invisibles. El general miró alrededor. Entre el público, los amantes empezaban a entrelazarse. La esposa del senador romano estaba sentada frente al escenario, encima del regazo de su amante. Tenía el vestido recogido igual que la túnica del joven sobre el que se sentaba. Lo que hacían era obvio. Aspar sonrió, divertido, y se volvió hacia el escenario. La muchacha levantó la mirada y Aspar vio que sus ojos eran absolutamente inexpresivos. Por un momento se preguntó si era ciega. Aquella mirada vacía le conmovió de una forma extraña y le hizo sentir lástima por aquella hermosa joven.
Entonces, de pronto, la puerta que daba al pequeño escenario se abrió. El público ahogó una exclamación al ver a tres guerreros desnudos, untados de aceite, entrar a grandes pasos. Los tres tenían idénticos rasgos faciales. Vestían casco con coleta y llevaban una espada y un escudo decorado; pero sus grandes órganos masculinos era lo que más llamaba la atención del público.
– ¡Dios de los cielos! -exclamó Basilico en voz baja. -¿De dónde vienen ésos? Supongo que no… ¡ah, sí, sí lo van a hacer!
Se inclinó hacia adelante, fascinado, mientras los tres bárbaros empezaron a violar a la indefensa virgen.
La pequeña prenda de vestir transparente que llevaba Cailin le fue arrancada con violencia de su voluptuoso cuerpo. Ella levantó el brazo derecho y se llevó la mano a la frente mientras bajaba el izquierdo y lo colocaba ligeramente hacia atrás. Esta postura ensayada permitió al público contemplar con claridad su hermoso cuerpo desnudo. Por un instante los tres bárbaros permanecieron inmóviles, como si también ellos admiraran a su víctima. Entonces, de pronto, uno de ellos cogió a la muchacha y la besó con fiereza, acariciando con sus grandes manos aquel apetecible cuerpo. Un segundo bárbaro cogió a la doncella y empezó a explorar sus labios, mientras el tercer hombre exigía su parte también. Durante unos minutos, los tres bárbaros besaron y acariciaron a Cailin ante el suspirante público.
– ¡Oh, por todos los dioses! -casi gimió una voz femenina sin rostro en la oscuridad cuando los tres dorados bárbaros de pronto se volvieron hacia el público, exhibiendo sus miembros viriles erectos al máximo.
Se oyeron más suspiros de lujuria y gemidos mientras proseguía la obra. Los tres bárbaros agarraron a la muchacha para impedir que escapara y se jugaron a los dados quién se llevaría la virginidad contenida en su templo de Venus. El público no lo sabía, pero esta parte era la única que quedaba al azar en cada representación.
Joviano creía que si los actores masculinos interpretaban siempre exactamente el mismo papel acabarían aburridos.
Apolo ganó la primera vez y sonrió con placer. En las tres últimas representaciones había quedado relegado al papel que su hermano Castor interpretaría aquella noche. Gimió de auténtico placer cuando se tendió debajo de Cailin, que fue obligada a dejarse penetrar por la vagina. Por su parte, Pólux se arrodilló detrás de la muchacha, la sujetó con fuerza por las caderas mientras ella guardaba el equilibrio apoyándose en las manos, y lentamente penetró en el templo de Sodoma de Cailin. La audiencia estalló en risas cuando Castor, aparentemente descartado de la diversión, se mostró abatido. Entonces una sonrisa perversa le cruzó el rostro. Se acercó al grupo, apoyó un pie a cada lado de Apolo y obligó a Cailin a levantar la cabeza. Se frotó contra los labios de ella hasta que, con aparente recato, ella abrió la boca y atrapó el miembro viril, al principio con timidez y luego chupando con avidez. Con cuidado los otros dos hombres empezaron a moverse también dentro de la chica. Los violadores aullaban de placer.