– Pues no lo es -espetó su esposa con sequedad, -y deberías haberlo hablado conmigo antes.
– No me casaré con ese Quinto Druso -volvió a decir Cailin.
– Ya nos lo has dicho varias veces, hija mía -dijo Kyna con dulzura. -Estoy segura de que tu padre acepta tu decisión en este asunto, igual que yo. Sin embargo, el problema sigue siendo qué hacer. Quinto Druso ha recorrido cientos de leguas desde Roma para venir aquí a emprender una vida nueva y mejor. No podemos enviarle de regreso. Se trata del honor de tu padre; de hecho, del honor de toda la familia. -Frunció la frente unos instantes y luego su rostro se iluminó: -Gayo, creo que tengo la respuesta. ¿Cuántos años tiene Quinto Druso?
– Veintiuno.
– Pues le diremos que hemos decidido que Cailin es demasiado joven para casarse. Daremos a entender que se trata de un malentendido. Que lo único que ofreciste fue ayudar a Quinto a iniciar una vida en Britania. Si Cailin llega a enamorarse de él, entonces sí habrá boda. No hiciste un auténtico contrato de boda con Manió Druso, ¿verdad, Gayo? -Miró ansiosa a su marido.
– No, no lo hice.
– Entonces no habrá problema -dijo Kyna con alivio. -Regalaremos al joven Quinto esa pequeña villa junto al río con sus tierras, la que compraste hace varios años de la propiedad de Séptimo Agrícola. Es fértil y tiene un buen manzanal. Le proporcionaremos esclavos, y si trabaja duro puede volverla muy próspera.
Gayo Druso sonrió por primera vez aquel día.
– Es la solución perfecta -coincidió. -No sé cómo me las arreglaría sin ti, querida.
– Soy de la misma opinión -replicó Kyna. El resto de la familia se echó a reír. Luego Cailin dijo:
– Pero no hagas un colchón nuevo, madre. Recuerda que queremos que Quinto Druso se marche de esta casa cuanto antes.
Hubo más risas. Esta vez Gayo Druso también rió, aliviado porque una situación engorrosa había sido resuelta por su bella y lista esposa. No había cometido ningún error años atrás, cuando se había casado con Kyna, la hija de Berikos.
Dos días después, exactamente como estaba previsto, Quinto Druso llegó a la villa de su primo montado en un elegante caballo pardo rojizo que su padre le había regalado al partir de Roma. Los penetrantes ojos negros de Quinto Druso contemplaron el rico suelo de la tierra de labranza de su primo, los árboles bien podados de los huertos, el buen estado de los edificios, la buena salud de los esclavos que trabajaban al aire libre bajo el sol primaveral. Lo que vio le hizo sentir alivio, pues los planes que su padre había hecho para él no le habían colmado de alegría.
– No tienes más remedio que ir a Britania -le había dicho su padre con enojo cuando él había protestado por su decisión. Su madre, Livia, lloraba quedamente. -Aquí en Roma no hay nada para ti, Quinto. Todo lo que tengo ya lo he distribuido entre tus hermanos. Sabes que es así. Lamento que seas mi hijo más joven y que no pueda ofrecerte tierras ni dinero.
»Gayo Druso Corinio es un hombre rico y posee muchas tierras en Britania. Aunque tiene dos hijos, dará una buena dote a su única hija. Ella tendrá tierras, una villa, oro. Todo puede ser tuyo, hijo, pero debes pagar un precio por ello, y el precio es que te exilies de Roma. Debes permanecer en Britania y trabajar las tierras que recibirás. Si lo haces, serás feliz y vivirás cómodamente el resto de tus días. Britania es muy fértil, según me han dicho. Será una vida agradable, Quinto, te lo prometo.
Él había obedecido a su padre, aunque no le complacía su decisión. Britania se hallaba en el fin del mundo y su clima era horrible. Todos lo sabían. Pero no podía quedarse en Roma, al menos de momento. Armilla Cicerón se estaba volviendo muy exigente. La noche anterior le había dicho que estaba encinta y que tendrían que casarse. El padre de ella era muy poderoso: Quinto Druso sabía que podía hacerle la vida muy difícil a cualquier hombre de quien creyera que había hecho infeliz a su hija. Era mejor abandonar Roma.
Armilla abortaría, como había hecho en numerosas ocasiones. Él no era el primer hombre al que había echado sus redes y tampoco sería el último. En realidad era una vergüenza, pensó Quinto, pues el senador Cicerón era un hombre acaudalado, que sus dos yernos vivieran infelices dominados por él. Ésa no era la clase de vida a que Quinto Druso aspiraba. Él sería dueño de su propio destino.
Tampoco, pensó mientras se acercaba a la villa de su primo, tenía intención de llevar una vida dedicada a la agricultura en Britania. Aun así, por ahora no podía hacer otra cosa. Con el tiempo se le ocurriría algo y se marcharía, regresaría a Roma, con los bolsillos llenos de monedas de oro que le permitirían vivir con comodidad hasta el fin de sus días.
Vio a un grupo de gente salir de la villa para darle la bienvenida y forzó una sonrisa en su bello rostro. El hombre, alto, con el pelo castaño oscuro y ojos claros, no se parecía a ningún otro Druso que él conociera, pero evidentemente se trataba de su primo Gayo. La mujer, alta, con un pecho turgente y abundante y el pelo rojo oscuro, debía de ser la esposa de su primo. La mujer mayor con el pelo blanco era la madre de ésta, sin duda. Su padre le había dicho que la suegra celta de Gayo vivía con ellos. Los dos muchachos casi adultos eran el vivo retrato de su padre. Tenían dieciséis años. Y allí estaba la chica.
Quinto Druso se hallaba lo bastante cerca para distinguirla con claridad. Era alta como el resto de su familia, más alta, pensó irritado, que él. No le gustaban las mujeres altas. Tenía cabello castaño rojizo, una masa larga y ensortijada de rebeldes rizos que sugerían una naturaleza sin domesticar. Tenía la piel pálida y facciones perfectas: nariz recta, ojos grandes, boca como un capullo de rosa. En realidad era una de las mujeres más hermosas que jamás había visto, pero le desagradó al instante.
– Bienvenido a Britania, Quinto Druso -saludó Gayo cuando el joven detuvo su caballo ante ellos y desmontó.
– Gracias, primo -respondió Quinto Druso.
Luego, educadamente, saludó a los demás a medida que le eran presentados. Para su asombro, percibió que él le desagradaba a ella tanto como ella a él. Pero no era necesario que la mujer le gustara al hombre para que éste se casara con ella y tuvieran hijos. Cailin Druso era una mujer joven y rica que representaba su futuro. No tenía intención de dejarla escapar.
Durante los siguientes días esperó que su primo, Gayo, planteara el tema del contrato matrimonial y fijara una fecha para la boda. Cailin le evitaba como si fuera portador de la peste. Por fin, al cabo de diez días, Gayo habló con él una mañana.
– Prometí a tu padre que, debido a los vínculos de sangre que unen a nuestras dos familias -comenzó, -te daría oportunidad de emprender una nueva vida aquí en Britania. Por tanto, te he cedido una bonita villa y granja con un huerto fértil junto al río. Todo se ha hecho conforme a la ley y registrado como es debido con el magistrado de Corinio. Tendrás los esclavos que necesites para trabajar tus tierras. Te irá bien, Quinto.
– ¡Pero si yo no sé nada de labranza! -replicó Quinto Druso.
Gayo sonrió.
– Lo sé, muchacho. ¿Cómo quieres que un muchacho como tú, educado en Roma, sepa nada de la tierra? Pero te enseñaremos y te ayudaremos a aprender.
Quinto Druso se dijo que no debía perder los estribos. Tal vez podría vender esa granja y su villa y escapar a Roma. Pero las siguientes palabras de Gayo desvanecieron todas sus esperanzas en esa dirección.
– Compré la granja del río a la propiedad del viejo Séptimo Agrícola hace varios años. Desde entonces está en barbecho. Tuve suerte de conseguirla barata de los herederos que viven en Glevum. Los valores de la propiedad cada vez están bajando más para los que quieren vender, pero son un valor excelente para los que desean comprar.