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– Es asombroso que hayas sobrevivido a todo eso -dijo Aspar con aire pensativo.

– Ahora lo sabéis todo de mí. Zeno me ha contado que vuestra primera esposa era una mujer buena y honorable. Lo que no ha dicho sobre la esposa que ahora tenéis es más interesante -dijo Cailin. -Si me lo contarais, mi señor, me gustaría conocerla.

– Flacila es miembro de la familia Estrabo. Son poderosos en la corte. El nuestro fue un matrimonio de conveniencia. No vive conmigo y, francamente, ella no me gusta.

– Entonces ¿por qué os casasteis? -preguntó Cailin. -No necesitabais volver a casaros, mi señor. Zeno me ha dicho que tenéis un hijo mayor, un segundo hijo y una hija.

– ¿Zeno ha mencionado a mis nietos? -preguntó Aspar con cierto humor en la voz. -Mi hija Sofía tiene tres hijos y mi hijo mayor tiene cuatro. Como Patricio, el menor, no parece querer ser monje, supongo que también él me dará nietos cuando se case.

– ¿Tenéis nietos? -Cailin estaba atónita. No parecía tan viejo, y su conducta sin duda no era la de un anciano. -¿Cuántos años tenéis, mi señor Aspar? Yo cumplí diecinueve el mes de abril.

Él gimió.

– ¡Dios mío! Sin duda soy lo bastante viejo para ser tu padre, mi amor. Cumplí cincuenta y cuatro el mes de mayo.

– No sois como mi padre -murmuró ella, y con gran atrevimiento le cogió la cabeza entre las manos, la acercó y le besó dulcemente.

Él cedió con placer a su osadía.

– No -dijo, mirando con placer sus ojos violetas, -no soy tu padre, ¿verdad, mi amor?

La besó, larga, lenta y profundamente.

Cailin desfalleció interiormente. Cuando por fin se recuperó, dijo:

– Habladme más de vuestra esposa, mi señor Aspar.

– Me gusta cómo suena mi nombre en tus labios. -Habladme de Flacila Estrabo, mi señor Aspar-insistió Cailin.

– Me casé con ella por varias razones. El difunto emperador, Marciano, a quien yo coloqué en el trono de Bizancio y se casó con la princesa Pulquería, estaba a punto de morir y no tenía herederos.

«Marciano procedía de mi hogar. Me había servido lealmente durante veinte años. Cuando comprendí que su final estaba próximo, elegí a León, otro miembro de mi hogar, para que fuera el siguiente emperador. Sin embargo, necesitaba cierto apoyo de la corte. El patriarca de Constantinopla, el líder religioso de la ciudad, es pariente de la familia Estrabo, y los lazos familiares aquí son fuertes. Sin él no tenía esperanzas de colocar a León en el trono. Para asegurarme su apoyo y el de la familia Estrabo, me casé con la viuda Flacila. Ella estaba entonces embarazada de un amante y causaba a su familia una indecible vergüenza.

– ¿Qué ocurrió con el niño?

– Abortó en el quinto mes, pero era demasiado tarde. Ya era mi esposa. A cambio de mi ayuda, el patriarca y la familia Estrabo apoyaron mi elección de León. Por supuesto, otras familias patricias les imitaron. Esto nos permitió una transición pacífica de un emperador a otro. La guerra civil es muy desagradable, Cailin. Y Flacila es, de puertas afuera, una buena esposa. Tomó a su cargo a mi hijo pequeño, Patricio, y es una buena madre para él. Le están educando en la fe ortodoxa. Espero casarle algún día con la princesa Ariadna y convertirle en heredero de León, pues el emperador no tiene hijos.

– ¿Qué queréis de mí, mi señor, aparte de lo obvio? -preguntó Cailin.

Se sonrojó de su propia audacia, pero su vida desde que había salido de Britania se había visto completamente trastocada y necesitaba saber si iba a tener un hogar permanente.

Él pensó durante varios minutos.

– Amaba a mi primera esposa -dijo al fin. -Cuando Ana murió, pensé que jamás volvería a mirar a ninguna mujer. No me gusta Flacila, pero le sirvo para algo. Su rango social es prácticamente tan alto como el de la emperatriz Verina, pues soy el jefe de los ejércitos orientales y primer patricio del Imperio. Flacila se ocupa de mi hijo huérfano, pero esto es todo lo que hace por mí.

»Soy poderoso, Cailin, pero estoy solo, y la verdad es que me siento solo. Cuando te vi aquella noche en Villa Máxima, me conmoviste como ninguna mujer lo ha hecho. Necesito tu amor, tu bondad y tu compañía. ¿Crees que puedes dármelos, belleza mía?

– Mi abuelo decía que yo tenía una lengua afilada, y así es -repuso Cailin. -Soy muy práctica. Si queda algo de bondad en mí, mi señor Aspar, posiblemente sois el único que la ve. Lo que ahora debo deciros os parecerá duro, pero en el último año he tenido que aprender a ser dura para sobrevivir. No sois un hombre joven, pero yo soy vuestra esclava. Si morís, ¿qué me ocurrirá a mí? ¿Creéis que vuestros herederos tratarán con bondad a la amante esclava de su padre? Yo creo que no.

«Seguramente se desharán de mí junto con todas las demás posesiones que consideren innecesarias. ¿Puedo amaros? Sí. Creo que sois una persona buena, pero si verdaderamente soy algo para vos, mi señor, ocupaos de que cuando ya no estéis aquí yo siga estando a salvo. Hasta ese momento os serviré con todo mi corazón y toda mi alma.

El asintió lentamente. Cailin tenía razón. Tendría que efectuar disposiciones para protegerla cuando él ya no pudiera hacerlo.

– Mañana iré a la ciudad y me ocuparé de todo -le prometió. -Cuando yo muera, serás libre y dispondrás de una herencia para mantenerte. Si tienes algún hijo mío, me ocuparé también de él y le reconoceré.

– Es más que justo -aceptó Cailin con alivio.

Cuando por la mañana despertó, Aspar no estaba en la cama.

– Se ha ido a la ciudad -informó Zeno, sonriendo. -Me ha encargado que os diga que regresará dentro de unos días, señora. También me ha indicado que os consideremos la dueña de esta casa y os obedezcamos.

– Mi señor es un hombre generoso -dijo Cailin. -Debo confiar en ti, Zeno, para que me ayudes a hacer lo correcto y oportuno.

– Sólo la gran belleza de mi señora supera a su sabiduría -observó el anciano sirviente, complacido por la diplomática respuesta de Cailin y la seguridad de que todo seguiría como siempre.

Aspar regresó de Constantinopla unos días más tarde. Al cabo de poco tiempo los sirvientes consideraron evidente que tenía intención de convertir Villa Mare en su primera residencia. Sólo se marchaba para atender los asuntos de la corte y cumplir con sus deberes militares. Raras veces pasaba la noche fuera. Él y Cailin habían iniciado una existencia doméstica muy tranquila.

Cailin se sorprendió al enterarse de que Aspar era propietario de las tierras de labranza que rodeaban a la villa en varios kilómetros. Había viñas, olivares y campos de trigo, lo que contribuía a la riqueza del general, a quien no le importaba ayudar en los campos o recoger las uvas. Cailin suponía que disfrutaba con ello.

En la ciudad, la ausencia de Aspar de su elegante palacio al principio no fue observada, pero la emperatriz Verina, mujer hábil, mantenía el oído atento en todos los terrenos. Ella y su esposo no tenían la ventaja de la herencia para mantener su trono a salvo. Aspar era importante para ellos. Aunque excelente servidor público, León no era un maestro de la intriga en esta primera etapa de su reinado; pero su esposa, educada en Bizancio, sabía que cuantas más cosas conocía uno, más a salvo se encontraba. Llegó a sus oídos el chismorreo ocioso de un sirviente, y luego volvió a escucharlo, esta vez de labios de un oficial menor. La emperatriz invitó a su hermano Basilico a visitarla.

Se sentaron en una terraza que daba al Propontis, llamado por algunos el Mármara, una tarde de finales de otoño, tomando el primer vino de la temporada. Verina era una mujer hermosa con la piel como el marfil y el largo cabello negro peinado en trenzas sujetas con alfileres adornados con piedras. Su estola roja y dorada era de ricos materiales y el escote mostraba el nacimiento de su bonito pecho. Sus zapatillas estaban adornadas con joyas y llevaba varias sartas de perlas tan translúcidas que parecían relucir en contraste con su piel y vestido. Sonrió a su esposo.