– No nos permitirán casarnos -dijo él con tristeza.
– ¿Quiénes? ¿Tus sacerdotes cristianos? Yo no soy cristiana, Aspar. Soy… ¿cómo me ha llamado tu esposa? ¿Pagana? Bien, soy pagana. ¿Recuerdas las antiguas palabras del matrimonio romano? Quizá tú no, pero si te divorcias de Flacila yo te las enseñaré de modo que nos las podamos decir el uno al otro. Entonces, digan lo que digan los demás, estaremos unidos para toda la eternidad, mi señor -le prometió. Le rodeó con los brazos y se apretó a él con fuerza, besándole con toda la pasión que su joven alma pudo reunir. Luego levantó la mirada y dijo: -Jamás volverás a ocultarme nada ni a contarme medias verdades, mi amado señor, o me enfadaré muchísimo. No conoces todavía mi mal genio, y no te aconsejo conocerlo.
Ésas palabras le dejaron atónito y la felicidad que le inundó sólo le permitió preguntar:
– ¿Me amas? ¡Me amas! -La cogió en vilo y dio un par de vueltas. -¡Cailin me ama!
– ¡Suéltame! -exclamó ella riendo. -Los criados creerán que has perdido el juicio, mi señor.
– Sólo el corazón, mi amor, y eso lo guardarás a salvo para mí, ¡lo sé!
La dejó en el suelo con suavidad.
– Ve ahora a Constantinopla, mi señor, y convence a quien sea necesario de que has de deshacerte de esa mujer con quien te casaste por conveniencia. Yo esperaré ansiosa tu regreso.
– Legalizaré a todos los hijos que me des -prometió él.
– Sé que lo harás. ¡Ahora vete!
Ni siquiera tuvo que dar órdenes. Zeno informó a su amo de que tema el caballo ensillado esperándole en el patio. Aspar rió en voz alta. Era una conspiración de felicidad, pensó. Su servidumbre adoraba a Cailin y haría lo que fuera necesario para asegurar la felicidad de ambos. Cabalgó hacia la ciudad y al poco alcanzó la litera de Flacila. Viajaron juntos el resto del camino hasta el palacio del patriarca, en el que fueron admitidos de inmediato y anunciados al líder religioso de Constantinopla.
El patriarca miró con ceño a la pareja.
– ¿A qué debo el placer de veros a los dos juntos? -preguntó con un murmullo nervioso.
– Queremos el divorcio -anunció Flacila sin rodeos. -Aspar y yo estamos de acuerdo. No puedes negarte. No hacemos vida de matrimonio y nunca la hemos hecho, mi señor. No hemos yacido juntos ni una vez y con frecuencia he traicionado a mi esposo con hombres de baja ralea -terminó.
– ¿Con frecuencia? -preguntó Aspar alzando una ceja en gesto de perplejidad.
– Raras veces te enterabas -dijo ella, y se echó a reír con desparpajo. -No todos terminaron tan escandalosamente como el episodio del gladiador y el actor, mi señor.
El patriarca palideció.
– ¿Conocías ese infortunado incidente? -preguntó a Aspar.
– Lo conocía -respondió el general. -Mis fuentes están mejor informadas que las vuestras, mi señor patriarca. Preferí no hacer caso de ello.
– ¿Debido a tu pequeña amante? -espetó el patriarca, haciendo ondear su túnica negra mientras se paseaba por la estancia con nerviosismo. -Jamás podrás casarte con ella. Tu prestigio es demasiado valioso para Bizancio, Flavio Aspar. Se te tolera tu conducta porque has sido discreto, pero sólo por ese motivo. Volved a casa, los dos.
– Me he casado dos veces por el bien de mi familia -dijo Flacila. -Me sentía feliz como viuda cuando mi esposo Constancio murió, pero los Estrabo me hicieron esposa de este hombre. Bueno, lo hice por ellos y por vos. Ahora quiero ser feliz con un hombre al que yo he elegido. -Sus ojos azules miraron al patriarca relucientes de furia. -Primo, deseo casarme con Justino Gabras y él desea casarse conmigo. Es el primer amante de mi categoría. La familia Gabras, como bien sabéis, es la primera familia de Trebisonda. Ahora tenéis al emperador en el bolsillo, y Aspar es el ciudadano más leal de esta tierra. No tenéis nada que temer de ellos. Yo os sería más útil como esposa de Justino Gabras, y con ello conseguiríais un importante vínculo en Trebisonda. Si os negáis, causaremos tal escándalo que ni vos ni el emperador sobreviviréis a ello. Hablo en serio, primo, y sabéis que soy capaz de destruiros -terminó Flacila con aire amenazador.
– ¿A ti te satisface permitir ese matrimonio? -preguntó débilmente el patriarca a Aspar, pero sabía que ésta consideraba la situación un puro golpe de suerte.
– No discutiré con Flacila -respondió con calma. -Si este matrimonio puede hacerla feliz, ¿por qué negárselo, mi señor? ¿Con qué fin? Tienes razón respecto a la familia Gabras y, sospecho, ellos estarían aún más agradecidos a Flacila. Su amante nunca ha estado casado y hacerlo podría contribuir a que asentara su personalidad más bien errática. Esto sin duda sería positivo para los Estrabo y para vos. -Se encogió de hombros. -En cuanto a mi situación, seguiré siendo discreto. Poco puede decirse de un hombre no casado que tiene una amante y le es fiel, mi señor. Es una pequeña recompensa que pido por todos mis servicios al Imperio.
– Ella tiene que bautizarse -señaló el patriarca. -Podemos tolerar a una amante cristiana, Flavio Aspar, pero jamás a una pagana. Yo mismo elegiré a un sacerdote para que reciba instrucción, y cuando él me indique que está preparada para recibir el sacramento, yo personalmente la bautizaré en la verdadera fe ortodoxa de Bizancio. ¿Aceptas mi decisión?
– Sí -respondió Aspar, preguntándose cómo se lo explicaría a Cailin. A ella le parecerá irracional, pero al final lo haría para complacerle a él, porque era la única manera en que su relación sería tolerada.
El patriarca se volvió hacia Flacila.
– Tendrás tu divorcio, prima, y antes de que la familia Estrabo lo sepa siquiera. No tengo intención de discutir con ellos este asunto. Elige una fecha para la boda y yo personalmente te casaré con Justino Gabras. Sin embargo, habrá que hacerlo en privado y con un poco de decoro. No permitiré que ninguno de los dos hagáis de este asunto un espectáculo. Y después ofrecerás una fiesta a la familia para celebrar esta nueva unión. No habrá ninguna orgía. ¿Lo entiendes? ¿Justino Gabras lo entenderá?
– Se hará según tus deseos, mi señor patriarca -aceptó Flacila con docilidad.
El clérigo rió sin ganas.
– Si es así -dijo, -será la primera vez que realmente me obedeces, prima.
CAPÍTULO 11
En Bizancio la primavera siempre llegaba antes que en Britania, observó Cailin, a quien no desagradaba la temprana floración de los árboles del huerto de Aspar. El general era un buen amo, como todos los campesinos se apresuraban a asegurarle. Mientras muchas haciendas vecinas estaban casi en ruinas debido a los elevados impuestos con que el gobierno imperial gravaba a los campesinos, Aspar pagaba los de su gente para que no tuvieran que abandonar sus pequeños terrenos. Lamentablemente, los impuestos no podían pagarse en especies. Tenían que ser satisfechos en oro; sin embargo, el precio de todos los productos y animales de granja era regulado estrictamente por el gobierno, con lo que a los hombres libres les resultaba casi imposible cumplir con sus obligaciones impositivas. El gobierno mantenía estos precios artificialmente bajos para satisfacer al pueblo. Muchos pequeños campesinos vinculados con otras haciendas prácticamente se habían vendido a sus señores para poder sobrevivir.
– Si no tienes campesinos -dijo Cailin a su amante, -¿de dónde sacaremos la comida? ¿El gobierno no tiene esto en cuenta? ¿Por qué a los mercaderes se les imponen tan pocos impuestos y a los campesinos tantos?