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– Por la misma razón por la que los barcos que entran en el Cuerno de Oro sólo pagan dos solidi al llegar pero quince al partir. El gobierno quiere que se traigan a la ciudad artículos de lujo y materias primas, pero no que salgan de ella. Por eso los mercaderes pagan tan pocos impuestos. Alguien tiene que compensar el déficit. Como los campesinos no tienen más remedio que cultivar la tierra, y están diseminados por todo el país y no pueden unirse y quejarse, la mayor carga impositiva recae sobre ellos -explicó Aspar. -Los gobiernos siempre han actuado así, pues siempre hay alguien dispuesto a cultivar la tierra.

– Es totalmente ilógico -observó Cailin. -Los artículos de lujo son los que deberían pagar más impuestos, y no los pobres que suministran los productos para la vida cotidiana. ¿Quién hace estas leyes tan absurdas?

– El senado -respondió él, sonriendo al verla tan indignada. -Verás, amor mío, la mayor parte de productos de lujo se venden a la clase gobernante y los muy ricos sienten una gran aversión a los impuestos altos. El gobierno mantiene a la mayoría del pueblo contento regulando el precio de todo lo que se vende. Los pobres campesinos, que son minoría, pueden quejarse todo lo que quieran, pero sus voces no serán oídas ni en el senado ni en palacio. Sólo cuando la mayoría amenace con la rebelión escucharán los que están en el poder, y aun entonces no con demasiada atención, sólo lo suficiente para salvar el pellejo -terminó Aspar cínicamente.

– Si hacen pagar tantos impuestos a los campesinos y éstos desaparecen -insistió Cailin, -¿quién cultivará los productos alimenticios? ¿Ha pensado en ello el gobierno?

– Los poderosos lo harán empleando esclavos.

– Por eso tú pagas los impuestos de tus arrendatarios, ¿no?

– Los hombres libres son más felices -dijo Aspar- y los hombres más felices producen más que los que no lo son o que los que no son libres.

– Este país es muy hermoso -dijo Cailin, -y sin embargo existe mucha maldad y depravación. Echo de menos mi tierra. La vida en Britania era más sencilla, y los límites de nuestra supervivencia estaban definidos más claramente, aunque no poseíamos los lujos de Bizancio, mi amado señor.

– Tus pensamientos son complejos incluso para un hombre sabio -respondió él, cogiéndole la mano y besándole el interior de la muñeca. -Tu corazón es grande, Cailin Druso, pero has de aceptar que sólo eres una mujer. Poco puedes hacer para remediar los males del mundo, amada mía.

– Sin embargo, el padre Miguel me dice que debo perseverar -respondo ella hábilmente, y él sonrió al ver su tenacidad. -Este cristianismo vuestro es interesante, Aspar, pero sus adeptos no siempre hacen lo que predican, mi señor. Me gusta vuestro Jesús, pero creo que a él no le gustaría la manera en que algunas de sus enseñanzas son interpretadas por los que afirman hablar en su nombre. Me han enseñado que uno de los mandamientos dice que no mataremos a nuestro prójimo, y sin embargo lo hacemos. Matamos por razones estúpidas, lo cual es peor. Si un hombre no se comporta como esperamos, le matamos. Si un hombre es de diferente raza o tribu, le matamos. Esto no es, me parece, lo que Jesús predicaba. Aquí, en Bizancio, hay mucho mal mezclado con la piedad. Sin embargo se hace caso omiso de ese mal, incluso por parte de la jerarquía más elevada que rinde culto con orgullo en Santa Sofía y después se van a cometer adulterio o engañan a sus socios. Todo resulta muy confuso.

– ¿Le hablas al padre Miguel de lo que piensas y te preocupa? -preguntó él, sin saber si la actitud de Cailin debía divertirle o asustarle.

– No -respondió. -Su fervor religioso es demasiado intenso y está convencido de que su culto es el correcto. Dice que me falta mucho para estar preparada para el bautismo, lo cual creo que es bueno. Una buena mujer cristiana, dicen, debe ser o esposa o entrar en un convento. Me han dicho que no puedo ser tu esposa, y no tengo ganas de vivir en un monasterio. Por lo tanto, una vez acepte el rito del bautismo, deberé abandonarte o me condenaré eternamente. No se me ofrecen muchas alternativas, mi señor. -Los ojos violetas de Cailin brillaron divertidos. Deslizó los brazos alrededor del cuello de Aspar y le besó lentamente. -Voy a evitar el bautismo todo el tiempo que pueda, mi señor.

– ¡Bien! -exclamó él. -Así tendré oportunidad de vencer esa ridícula idea de que no podemos casarnos. Flacila ha tenido amantes en todo Bizancio y se le ha permitido casarse con Justino Gabras, pero a ti, amor mío, que en tu inocencia fuiste cruelmente maltratada, se te niega el derecho a casarte. Es una situación injusta y no la toleraré.

– Estamos juntos, y eso a mí me basta, Aspar. No quiero nada más que estar a tu lado eternamente.

– ¿Te gustaría asistir a los juegos conmigo en mayo? Cada once de mayo se celebran juegos especiales para conmemorar la fundación de Constantinopla. Mi palco está al lado del palco imperial. ¿Alguna vez has visto carreras de carros, Cailin? El Hipódromo tiene la mejor pista de todo Bizancio.

– Si te ven en público conmigo, ¿no provocarás un escándalo? No creo que sea prudente, mi señor.

– No hay nada inusual en que un hombre lleve a su amante a los juegos, en particular un soltero como yo. Casia, la chica que conociste en Villa Máxima, ahora es amante de Basilico. Él le ha proporcionado una casa en la ciudad y la visita con regularidad. Le pediremos que vaya con nosotros, y también a algunos de los artesanos y actores más famosos de la ciudad. Soy célebre por reunirme con esa gente, para desesperación de la corte, pero francamente me resultan más interesantes que los que gobiernan e intrigan. -Rió entre dientes. -Llenaremos el palco de gente interesante y pocos sabrán quién es quién.

– Tal vez sería agradable ver a otra gente. Cuando estás fuera, cumpliendo con tus obligaciones oficiales, a veces me siento muy sola.

Estas palabras sobresaltaron a Aspar, pues ella nunca se quejaba de su soledad. Él nunca había pensado que pudiera estar cansada de no tener compañía.

Varios días más tarde, Zeno fue enviado a la ciudad, y cuando regresó trajo consigo a una joven muchacha de ojos grandes y asustados y trenzas rubias.

– El amo ha creído que os gustaría tener a una joven doncella para que os haga compañía -declaró Zeno, sonriente. -Aquí todos somos muy viejos, pero vos, señora, sois como la primavera y necesitáis alguien que os distraiga. No habla ninguna lengua que yo comprenda, pero parece agradable y sumisa.

Cailin sonrió a la muchacha y preguntó:

– ¿Dé dónde es, Zeno? Tal vez pueda encontrar un lenguaje para comunicarnos. Si no puedo hablar con ella, las buenas intenciones del amo no servirán de nada.

– El mercader de esclavos ha dicho que era de Britania -anunció Zeno triunfante. -Seguro que podréis comunicaros con ella, mi señora.

– Pero no habla latín. -Se volvió a la joven: -¿Cómo te llamas? -preguntó en su lengua celta nativa. Si no hablaba latín, debía hablar celta.

– Nellwyn, señora -respondió la muchacha.

– ¿Eres celta?

– No. Sajona, señora, pero entiendo la lengua que habláis. Provengo de la costa sajona, donde hay muchos celtas.

– ¿Cómo has llegado a Bizancio? -siguió preguntando Cailin.

– ¿Bizancio? -Nellwyn pareció confundida. -¿Qué es Bizancio, señora?

– Este lugar, esta tierra. Se llama Bizancio. La ciudad en la que estabas es su capital, de nombre Constantinopla -explicó Cailin.

– Los hombres del norte saquearon nuestra aldea -informó Nellwyn. -Mataron a mis padres y hermanos. Mis hermanas y yo y las otras mujeres que no pudieron escapar fueron raptadas. Primero nos llevaron a Galia y después viajamos por mar hasta aquí. Muchas murieron por el camino. ¡El mar es terrible!

– Sí, lo sé -dijo Cailin. -Yo vine a Bizancio hace casi dos años, procedente de Britania, de una manera similar. Mi hogar estaba cerca de Corinio.