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– ¡Por los dioses! No serán amantes, ¿verdad? ¡Claro que sí, o de lo contrario no lo dirías! -exclamó Basilico.

Habían llegado a la litera y éste subió a ella, recostándose cómodamente entre los almohadones.

Aspar montó su caballo, que estaba atado junto a la litera del príncipe.

– ¿Tu esposa irá a los juegos?

Basilico asintió con tristeza.

– Eudoxia no se perdería una oportunidad de sentarse en el palco imperial, donde pueden verla, admirarla y envidiarla todas sus amigas y conocidas que se sientan en las gradas. Yo estaré con ella, como exige la norma, pero después, cuando se vaya a palacio a disfrutar del banquete, me reuniré con mi adorable Casia.

– ¿Eudoxia no te echará de menos en el banquete?

– No -respondió el príncipe. -Estará demasiado ocupada probando las delicias ofrecidas a los invitados imperiales; y, por supuesto, está ese joven guardia al que recientemente ha echado el ojo. Sin duda pretende seducirle a la larga, y quiero darle oportunidad de hacerlo. Si está ocupada con su joven, no se preguntará si yo estoy ocupado en otro sitio. Eudoxia raras veces quebranta sus votos matrimoniales, y por eso, cuando lo haga, quiero despejarle el campo. Es una excelente esposa y madre de nuestros hijos. Podría añadir que su discreción en sus pequeños pecadillos es encomiable. Nunca se ha producido el mínimo escándalo con ella, lo cual es ciertamente más de lo que se puede decir de la mayoría de esposas de patricios en estos días.

– Qué afortunados sois -comentó Aspar con sequedad.

No entendía el matrimonio de la mayoría de miembros de la nobleza. Era cierto que había excepciones, parejas que, como su difunta esposa Ana y él, cumplían sus promesas de fidelidad y lealtad. Ésa era la clase de matrimonio que él quería compartir con Cailin algún día.

– Hasta los juegos no soy necesario en la ciudad -dijo al príncipe. -Te veré entonces.

Se alejó hacia la puerta Dorada mientras Basilico ordenaba a sus porteadores que le llevaran a casa de su amante, la rubia Casia.

El 11 de mayo amaneció claro y soleado. Era un día perfecto para celebrar la fundación de Constantinopla. Cailin se vistió prestando atención a lo que se ponía, consciente de que sería objeto de las murmuraciones de todos. Quería que Aspar se sintiera orgulloso, y por eso eligió una estola de seda violeta pálido que armonizaba con sus ojos. El escote redondo era bajo, pero no indecente. Las largas mangas estaban bordadas con anchas franjas doradas que exhibían flores y hojas. La estola se abrochaba debajo de la cintura con un cinturón de pequeñas placas doradas con perlas incrustadas que le quedaba casi sobre las caderas. Un delicado chal dorado y violeta, conocido como palla, la protegería del ardiente sol. Nellwyn calzó unas delicadas sandalias de piel adornadas con joyas en los pies de su ama y luego se levantó para contemplarla. Sus ojos expresaron aprobación.

– Estaréis tan hermosa como esa emperatriz, señora -dijo.

– Sólo lo estará si luce joyas que rivalicen con las de Verina -observó Aspar entrando con una gran caja de madera. -Esto es para ti, amor mío.

Cailin cogió la caja, la dejó sobre la mesa y la abrió. Contenía un collar de oro bellamente enjoyado con pequeños diamantes, amatistas y perlas. Ella se quedó estupefacta, cuando él lo sacó del estuche y se lo puso al cuello. El collar quedó plano sobre su pecho, casi cubriendo toda la piel que el escote dejaba al descubierto y realzando la estola, que ya de por sí era elegante.

– Nunca he tenido nada así -dijo Cailin. -Es muy hermoso, mi amado señor. ¡Gracias!

– Hay más -dijo él, y cogió un par de grandes pendientes y se los entregó con una sonrisa.

Cailin sonrió temblorosa y se colocó en las orejas las grandes amatistas montadas en oro. La caja también contenía varios brazaletes: dos aros de oro con diamantes y perlas y uno de oro blanco con un reluciente mosaico incrustado. Finalmente había una diadema de oro con filigranas y amatistas y diamantes incrustados. Cailin se la colocó sobre el velo malva que le cubría el pelo, que llevaba suelto en deferencia a Aspar pues a él le gustaba así.

– Hoy seré la envidia de todos los hombres en el Hipódromo -observó Aspar. -Eres la mujer más hermosa en una ciudad de bellezas.

– No deseo ser la envidia de nadie -dijo Cailin. -La última vez que conocí semejante felicidad los dioses me la arrebataron. Perdí todo lo que me era querido. Ahora que he vuelto a hallar la felicidad quiero conservarla, mi señor. No te jactes o los dioses te oirán y se pondrán celosos.

– La conservaremos -dijo él con firmeza, -y yo te mantendré a salvo.

Cailin viajó a la ciudad en su cómoda litera mientras Aspar montaba su gran caballo blanco a su lado. Fue saludado por muchas personas a lo largo del camino. Cailin, que observaba desde detrás de las cortinas, sintió que el corazón se le henchía de amor por aquel gran hombre. No cabía duda de que Flavio Aspar era muy respetado por los ciudadanos, no simplemente temido por su poder y riqueza.

Entraron en la ciudad a través de la puerta Dorada, que era la puerta triunfal y ceremonial de Constantinopla. Construida en prístino mármol blanco y encajada en las murallas de Teodosio, la puerta recibió su nombre por las enormes puertas de latón bruñido de que estaba provista. La elegante severidad de su arquitectura y sus espléndidas proporciones la convertían en objeto de admiración en todo el Imperio. Cruzando la puerta, viajaron despacio debido a la creciente multitud que circulaba en dirección al Hipódromo.

En la puerta Dorada se les unió un destacamento de caballería que había acudido para escoltar a Aspar y su grupo por la ancha avenida principal de la ciudad. Cuando rodearon la litera de Cailin, ella cerró discretamente las cortinas de seda. Era consciente de que era objeto de cierta curiosidad entre los soldados, pero no podía permitir que la contemplaran osadamente como si se tratara de una prostituta vulgar.

El Hipódromo podía albergar cuarenta mil personas, y era una imitación del Circo Máximo de Roma. Sin embargo, nunca había servido de escenario para juegos tan crueles como los de Roma ni había visto el martirio de inocentes. Había sido construido por el emperador romano Septimio Severo, pero remodelado por el gran emperador bizantino Constantino I. Las diversiones que ofrecía eran variadas: desde acoso de animales, teatro y gladiadores hasta carreras de carros, procesiones religiosas, ceremonias civiles y la tortura pública de prisioneros famosos. Se accedía al Hipódromo presentando un pase especial que eran entregados gratuitamente de antemano a la gente. El público se sentaba, sin distinción de clases, en las graderías de mármol blanco.

En el centro del Hipódromo había una hilera de monumentos, formando una spina. La spina indicaba la división entre el carril de ida y el de vuelta de la carrera. Entre los monumentos se encontraba la columna de la Serpiente, traída a Constantinopla desde el templo de

Apolo en Delfos por Constantino I. La antigua columna, hecha de serpientes de bronce entrelazadas, había sido un presente de treinta y una ciudades griegas en el año 479 a.C. Conmemoraba la victoria de los griegos sobre los persas y fue presentada a los dioses en señal de gratitud. Otro monumento que destacaba era el obelisco egipcio que Teodosio había colocado sobre una base esculpida. Estaba tallado por los cuatro lados con escenas de la vida imperial, incluida una del propio Teodosio en el palco imperial con su familia y sus amigos íntimos, contemplando los juegos.

La litera de Cailin fue conducida a través de una puerta privada a la arena de la parte oriental. Aspar desmontó y la ayudó a bajar del vehículo. Sabía que todos los hombres de la caballería estaban ansiosos por ver a la mujer que se rumoreaba había conquistado su corazón. Primero apareció una sandalia de oro con joyas incrustadas. Los ojos se abrieron de par en par y los soldados intercambiaron miradas, la mayoría no exenta de envidia, y cuando el primer patricio del Imperio entró con su bella y joven amante en el Hipódromo, un largo silbido de admiración resonó entre ellos.