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Al cabo de unos minutos, Aspar dijo a Cailin:

– ¡Mira!

De pie sobre una tarima de mármol colocada delante de su palco, el emperador León levantó un pliegue de su túnica dorada y púrpura e hizo la señal de la cruz tres veces; hacia las gradas centrales y después hacia las de la derecha y la izquierda: bendijo a todos los presentes en el Hipódromo. Luego metió la mano en la túnica y sacó un pañuelo blanco que, según susurró Aspar a Cailin, se llamaba mappa. Dejó caer el cuadrado de seda blanca en señal de que dieran comienzo los juegos.

Las puertas de la muralla del Hipódromo se abrieron y el primero de los cuatro carros que iban a competir salió a la arena. El público estalló en vítores. Los aurigas, que controlaban cada uno cuatro caballos, iban vestidos con túnicas de piel cortas y sin mangas, firmemente sujetas con cinturones cruzados de piel. En las pantorrillas llevaban polainas también de piel. Todos tenían excelente constitución física y muchos eran atractivos. Las mujeres les llamaban a gritos y agitaban las cintas coloreadas de su equipo favorito, y los aurigas, riendo felices, sonreían y saludaban con la mano.

– No deberían permitir que las mujeres asistieran a los juegos -se oyó al patriarca murmurar sombríamente en su palco. -Es indecente que estén aquí.

– Las mujeres asistían a los juegos en Roma -observó un joven sacerdote.

– Y mira lo que sucedió en Roma -espetó el patriarca mientras los otros clérigos asentían mostrando su acuerdo.

– ¿Alguna de vosotras ha estado alguna vez en las carreras? -preguntó Arcadio a Cailin y Casia, y cuando ellas respondieron con una negativa, dijo: -Entonces os lo explicaré. El orden en que los carros se alinean se echa a suertes el día anterior. Cada auriga tiene que dar siete vueltas a la pista. ¿Veis esa plataforma que hay junto a la spina donde está el prefecto con la anticuada toga? ¿Veis los siete huevos de avestruz sobre la tarima? Serán retirados uno a uno a medida que se cubra cada vuelta de la carrera. Normalmente se concede una pequeña palma de plata al ganador de cada carrera, pero como hoy se conmemora la fundación de nuestra ciudad se entregará una corona de laurel a los ganadores de todas las carreras, menos las dos últimas. Habrá una competencia feroz entre los Verdes y los Azules por llevarse el mayor número de coronas. ¡Mirad! ¡Ya salen!

Los carros atronaron en torno a la pista. En pocos momentos los caballos echaban espuma por la boca y el sudor les resbalaba por los flancos. Sus aurigas los conducían con un descuidado abandono que Cailin nunca había visto. Al principio parecía que la pista era lo bastante ancha para los cuatro carros, pero pronto fue evidente que para ganar los aurigas tenían que desviarse a un lado y a otro, luchando para adelantar a sus rivales. De las ruedas saltaban chispas cuando los carros chocaban entre sí, y los aurigas utilizaban el látigo no sólo en sus caballos sino también en los otros conductores que se interponían en su camino.

La multitud vociferó acaloradamente cuando el carro de los Verdes dio la vuelta final sobre una rueda, casi volcando, pero el de los Azules le interceptó, colocándose delante repentinamente, y cruzó la línea de meta el primero por poca distancia. Ambos carros se detuvieron y los aurigas de los equipos Azul y Verde se enzarzaron en una violenta pelea a puñetazos. Fueron separados y abandonaron la pista maldiciéndose a gritos el uno al otro mientras los carros para la siguiente carrera se alineaban y salían.

Las carreras de carros fascinaron a Cailin. Celta de alma, siempre había admirado los buenos caballos; y los que esa mañana corrían eran los mejores que había visto.

– ¿De dónde son esos magníficos animales? -preguntó a Aspar. -Nunca había visto caballos tan buenos. Son mejores que los de Britania, y parecen bravos. Su velocidad y seguridad son encomiables.

– Vienen de Oriente -respondió él, -y cuestan una fortuna.

– ¿Nadie los cría en Bizancio, mi señor? -se extrañó ella.

– Que yo sepa no, mi amor. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿No podríamos destinar una parcela de tierra para, en lugar de cultivar grano, hacer crecer pasto para criar caballos como ésos? Si valen tanto, sin duda te reportarían grandes beneficios. El mercado para estas bestias sería enorme, y sería más accesible y menos arriesgado para los equipos de carro que importarlos de Oriente. Si criáramos nuestros propios caballos, los verían crecer desde que nacieran e incluso elegirían pronto a los que parecieran prometedores -concluyó Cailin. -¿Qué opinas, mi señor?

– ¡Es una brillante idea! -exclamó Arcadio con entusiasmo.

– Tendríamos que encontrar un semental excelente, o dos, para crianza, y necesitaríamos al menos una docena de yeguas para empezar -pensó Aspar en voz alta. -Tendría que ir a Siria para elegir los animales. No permitiríamos que nadie de allí se enterara de nuestros proyectos. Los sirios se enorgullecen de sus buenos caballos y su ventajoso mercado de exportación. Probablemente podría obtener yeguas jóvenes en diferentes sitios fingiendo que las quiero para las damas de mi familia, que se divierten cabalgando cuando están en el campo. Normalmente -observó Aspar, -las mujeres no montan a caballo.

– Los Verdes han ganado la segunda carrera mientras vosotros charlabais -informó Casia. -Los Azules se quejan de que ha habido trampas, pues los Rojos y los Blancos se esforzaron en interceptar el carro del equipo Azul en cada giro y ha acabado el último.

Entre cada una de las cuatro carreras de la mañana había un pequeño entretenimiento con mimos, acróbatas y, finalmente, un hombre con un grupo de divertidos perritos que saltaban a través de aros, daban volteretas y bailaban sobre las patas traseras al son de una flauta. Estos intervalos eran breves, pero hubo otro más largo entre las carreras de la mañana y las de la tarde. Entonces el palco del emperador se vació, y también el del patriarca.

– ¿Adonde van? -preguntó Cailin.

– A un pequeño banquete que se ofrecerá para León y sus invitados -respondió Aspar. -Mira alrededor, mi amor. Todo el mundo ha traído comida; y ahí está Zeno con el almuerzo para nuestros invitados. Como siempre, viejo amigo, eres puntual.

– Es evidente que le gustas mucho a Aspar -dijo Casia en voz baja a Cailin mientras preparaban el almuerzo. -Fuiste muy afortunada, joven amiga, al encontrar a ese hombre. Se rumorea que se casaría contigo si pudiera, pero no cuentes con ello.

– No lo hago -dijo Cailin. -No me atrevo. He llegado a amar a Aspar, pero algo en lo más hondo de mí me advierte del peligro. A veces puedo pasar por alto esa vocecilla interna, pero en otras ocasiones me martillea y me asustan tanto que no puedo dormir. Aspar no lo sabe. De todos modos no quiero inquietarle. Él me ama, Casia, y es muy bueno conmigo.

– Tienes miedo porque la última vez que amaste a un hombre fuiste cruelmente separada de él, Cailin. Pero eso no volverá a ocurrir. -Aceptó la copa de vino que Zeno le ofrecía y bebió un sorbo. -¡Ah, de Chipre! ¡Delicioso!

Un guardia imperial entró en el palco.

– Mi señor general -saludó. -El emperador solicita que os unáis a su mesa.

– Dale las gracias al emperador -dijo Aspar, irritado. León sabía que tenía invitados. -Dile que sería descortés por mi parte abandonar a mis invitados, pero que si me necesita luego le atenderé.

El guardia se inclinó y se había vuelto para marcharse cuando Cailin dijo:

– ¡Espera! -Cogió las manos de Aspar y le miró. -Ve, mi señor, por favor, aunque sólo sea por mí. Por muy amable que sea tu negativa, insultarás al emperador. Yo me ocuparé de los invitados hasta que vuelvas. -Le dio un beso en la mejilla. -Ahora vete, y muéstrate educado y complaciente.