Cailin ignoraba cuándo acudiría la emperatriz a Villa Mare, pero sabía que sólo tardaría unos días en aparecer. No le gustaba guardar secretos a Aspar y por eso le habló a la mañana siguiente de su visita al Hipódromo. Él la escuchó con atención, y mientras ella le contaba la reunión secreta que había mantenido con Verina y su resultado, su rostro se puso serio.
– Sea lo que sea lo que desea de mí -dijo, -debe de ser muy importante para ella.
– Está de acuerdo en apadrinar nuestra boda si se lo concedes -dijo Cailin. -Aun así, me temo que podría inducirte a hacer algo indeseable.
– No puedo hacer nada que pueda calificarse de traición -respondió él. -Mi honor siempre ha sido mi mayor defensa, amor mío. Aunque te quiero mucho y te deseo como esposa, no comprometeré mi honor, Cailin. Lo entiendes, ¿verdad?
– No podría amarte, Flavio Aspar, si no fueras un hombre de honor -le aseguró ella. -Recuerda que me educaron en la tradición del antiguo Imperio romano. El honor aún era lo más importante cuando mi antepasado llegó a Britania con Claudio, y así ha sido en el transcurso de los siglos, mi señor. No te pediría nada deshonroso. Aun así, escuchar lo que la emperatriz tenga que decir no puede causarnos ningún daño.
– La escucharé -prometió él. -Si Verina quiere emprender alguna acción reprobable, quizá pueda disuadirla de ello.
Sin embargo, la misión de la emperatriz no era reprobable. Su origen se hallaba más bien en sus temores, como explicó a Aspar en la intimidad del jardín mientras Cailin y las criadas permanecían en el atrio, con Basilico para distraerlas. Verina estaba pálida y era evidente que no había dormido bien. Se movía inquieta entre las flores, tironeándose la túnica con nerviosismo. Aspar la seguía y la alentó a hablar.
– Cailin me ha mencionado vuestro encuentro el día de los juegos -dijo él. -No disimuléis conmigo, señora. ¿Qué queréis de mí?
– Necesito saber si, en caso de que se produjera una crisis, tú apoyarías mi posición -declaró la emperatriz con voz suave.
– Os seré franco, señora. ¿Estáis hablando de traición?
Verina palideció aún más.
– ¡No! -exclamó. -No me he explicado bien. La situación me resulta turbadora. Oh, ¿cómo lo diría?
– Claramente -dijo él. -Todo lo que me digáis quedará entre nosotros, señora. Os lo garantizo. Si no se trata de traición, no tenéis nada que temer de mí. ¿Qué os preocupa tanto que buscáis mi ayuda en secreto?
– Se trata de algunos de los sacerdotes que rodean a mi esposo -dijo Verina. -Le incitan a creer que yo soy la responsable del hecho de que no tengamos un hijo. ¡Yo quiero un hijo! Pero ¿cómo puedo tenerlo si León no visita mi cama? Nunca ha sido un hombre excesivamente apasionado, y en los últimos años ha dejado por completo de visitar mi cama.
»Los sacerdotes se han convertido en sus mejores confidentes. Le exhortan a rezar más y a dar limosnas para que Dios nos dé un hijo, pero si mi esposo no une su cuerpo al mío, no habrá hijo. Incluso llevé a Casia, la cortesana amante de mi hermano, a palacio, en secreto, para que me enseñara sus artes eróticas. Quería utilizarlas para seducir a mi esposo, pero no sirvió de nada -dijo la emperatriz con lágrimas en los ojos. -Ahora esos mismos sacerdotes aconsejan a mi esposo que me encierre en un convento para el resto de mis días, para que pueda coger una nueva esposa joven, que le daría el hijo que yo no puedo darle, le dicen los sacerdotes.
»Ya no soy una niña, mi señor, pero aún soy capaz de concebir un hijo si se me da la oportunidad. Esos perversos clérigos realmente pretenden dar a mi marido una esposa que esté en deuda con ellos y que espíe para ellos.
– ¿Qué es exactamente lo que queréis que haga? -le preguntó Aspar.
– León os teme y os respeta. El temor procede de que vos le colocasteis en el elevado puesto que ocupa y el respeto nace de los muchos años que estuvo a vuestro servicio. A veces se pregunta si seríais capaz de arrebatarle el trono. Se encuentra muy cómodo apoltronado en él.
»Los sacerdotes le llenan la cabeza con palabras crueles sobre vos, Flavio Aspar -prosiguió Verina. -Le dicen que deseáis gobernar a través de él, y que si no podéis hacerlo, le derrocaréis y ocuparéis el trono.
– Yo no deseo ser emperador. En sus momentos de sensatez León tiene que ser consciente de ello. Si hubiera querido ocupar el trono imperial, lo habría hecho. No tenía más que renunciar a mis creencias arias en favor de las prácticas ortodoxas y me habrían apoyado suficientes miembros de la Iglesia para ceñir la corona imperial en mi cabeza.
– Soy consciente de ello, y por eso he acudido a vos. Vuestros motivos son honrados y vuestra lealtad es a Bizancio, no a una facción o individuo. Ayudadme a conservar mi lugar al lado de mi esposo, a pesar de la perversidad de los que le rodean. Si me ayudáis y protegéis contra mis enemigos, me ocuparé de que León os permita casaros con Cailin Druso.
Aspar fingió considerar su oferta, aunque ya había decidido ayudarla. El emperador le debía a Flavio Aspar su puesto. Si su esposa estaba unida a él, tanto mejor. Su propia posición se vería fortalecida. Era poco probable que León concibiera un hijo con ninguna mujer. No tenía estómago para ello. Prefería ayunar y rezar en lugar de enredarse en la maraña de la pasión. Aspar sospechaba que el emperador, en el fondo, estaría encantado de verse libre de ese deber. Verina siempre había sido una esposa fiel. Preferiría lo viejo y conocido a cualquier cosa nueva y núbil.
«No -pensó Aspar; -no quiero ser emperador. Quiero que lo sea mi hijo.» Si León y Verina estaban en deuda con él, él tendría poder para promover un noviazgo entre su hijo menor, Patricio, y la princesa imperial más joven, Ariadna, al cabo de unos años. Primero el matrimonio, y después convencería a León de que nombrara heredero a Patricio.
– Apoyaré vuestra causa, señora -dijo por fin Aspar a la emperatriz, quien suspiró aliviada. -Esos sacerdotes sobrepasan sus obligaciones. Su único deber es cuidar del bienestar espiritual del emperador. Hablaré personalmente con el patriarca de mi inquietud por su comportamiento. Sé que puedo confiar en que ponga fin a ese asunto. En verdad me sorprende que los elegidos para guiar a León espiritualmente abusen de su posición. No hay que permitirlo. Habéis hecho muy bien en solicitar mi ayuda, señora.
Segura ya de que su causa era justa, Verina se irguió con orgullo y dijo:
– Por mi parte, cumpliré mi promesa. Tardaré un poco de tiempo, pero me ocuparé de que se os permita formalizar vuestra relación en el seno de la Iglesia. Tenéis mi palabra, y sabéis que es válida.
– Gracias, señora.
– No -replicó ella, -soy yo quien debe daros las gracias, Flavio Aspar. Ojalá hubiera en Bizancio más hombres como vos a su servicio.
Cuando la emperatriz y su grupo hubieron partido de regreso a Constantinopla, Aspar paseó con Cailin por los jardines, donde no era probable que nadie les oyera. Le explicó exactamente lo que Verina quería de él y le dijo que había aceptado ayudar a la emperatriz a cambio de que ella les ayudara.
– Debes hacer un esfuerzo para complacer al padre Miguel para que te bautice -le dijo Aspar. -Cuando se tome la decisión en nuestro favor, no quiero que exista ningún impedimento a nuestro matrimonio. Una esposa ortodoxa bautizada será un punto favorable para mí. Hay más cosas en juego de las que puedes imaginar, mi amor.
Ella no le preguntó de qué se trataba. Cailin sabía que Aspar se lo diría en el momento oportuno.