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«Entonces, al haber conseguido lo que mi corazón deseaba, me vi obligado a asistir a un banquete, por eso llegué tarde anoche. ¿Me has echado de menos, mi amor?

– Terriblemente de menos -respondió ella, -pero no estuve sola. Arcadio terminó la estatua. Ya está instalada en el jardín: es mi regalo de boda para ti. También me dio algunos consejos sobre la corte. No me decantaré por ninguna facción, te lo prometo.

– ¿Quieres ir a la corte? -preguntó él, sorprendido.

– En realidad no -respondió Cailin. -Arcadio dijo que tendré la obligación de ir cuando sea la esposa del primer patricio del Imperio, pero preferiría más seguir aquí en el campo.

– Entonces seguirás aquí -le aseguró él. -Arcadio no es más que un viejo chismoso. Por supuesto, tendrás que aparecer en ocasiones solemnes, cuando yo me vea obligado a asistir, pero si quieres llevar una vida tranquila, sin duda podrás hacerlo. Te daré hijos para que los eduques, y ocuparte de mí será la primera de tus obligaciones, naturalmente. Tendrás los días muy atareados -bromeó él, pasándole la mano sobre el hombro.

– Quiero criar caballos para las carreras de carros -anunció ella. -Ya lo hemos hablado.

– ¡Te ofrezco hijos que criar y pides caballos!

Fingió estar ofendido, pero Cailin sabía que no lo estaba. Le empujó sobre las almohadas y le besó, acariciándole el pecho.

– Soy una mujer inteligente, mi señor. Puedo hacer las dos cosas: educar a tus hijos y criar a tus caballos. Los celtas tienen buena mano para los caballos.

– Eres una desvergonzada que siempre se sale con la suya -dijo él, y la puso de espaldas, se colocó encima y la frotó con el miembro. -¿Cuántos sementales necesitarás? -preguntó, restregándose lentamente sobre ella, complacido al ver que la pasión empezaba a encenderse en su mujer. ¡Cuánto la había echado de menos!

– Sólo necesito este semental, mi dulce señor -dijo ella, acoplando su cuerpo al de Aspar mientras él la acariciaba, -pero dos campeones irían bien para la manada de yeguas que reuniremos. ¡Oooohhh…! -suspiró cuando él la penetró suavemente. ¡Por todos los dioses! ¡Le había echado mucho más en falta de lo que creía!

Él cesó sus movimientos y se quedó inmóvil dentro de ella, acariciándole los pequeños senos con las manos. Quería prolongar aquel interludio. Desde el primer momento en que la había poseído, se había sentido joven otra vez. Esa sensación no había disminuido en los meses que hacía que estaban juntos. Con Ana existía respeto. Con Flacila no había existido nada. Pero Cailin… ¡con Cailin lo había encontrado todo! Jamás había soñado que fuera posible semejante amor entre dos personas.

– ¿Estás segura de que eso es lo que quieres? -le preguntó él. -Solamente has visto carreras de carros una vez.

Palpitó dentro de ella, con lo que a Cailin le resultaba casi imposible pensar en nada más.

– Me sorprende que nadie lo haya pensado… -logró articular. -¡Ooohhh, amor mío, me vuelves loca!

– No más de lo que tú me vuelves a mí -gimió él, y luego, incapaz de contenerse por más tiempo, se inclinó, la besó y la embistió con deliberada ferocidad hasta que ambos alcanzaron la cima del placer.

Cuando Aspar fue capaz de hablar de nuevo, dijo:

– Mañana asistiremos a los juegos de otoño. Vuelve a observar las carreras, y luego, si aún lo deseas, haremos los preparativos para criar caballos de carreras.

– Pero esos juegos los patrocina el nuevo marido de Flacila -observó Cailin, sorprendida. -¿Estará bien que nos vean allí?

– Asistirá toda Constantinopla -dijo Aspar, -incluidos todos los ex amantes de Flacila, puedes estar segura. Flacila y Justino Gabras se sentarán en el palco imperial con León y Verina. Al menos no estaremos junto a ellos, amor mío.

– ¿Puedo invitar a Casia? Se sintió decepcionada cuando le dije que no iba a asistir a esos juegos, y dijo que se vería obligada a sentarse en las gradas con la plebe. No pienso dejar de relacionarme con ella.

– Me decepcionarías si no lo hicieras -respondió él. -Sí, puedes invitar a Casia. La gente murmurará, pero no me importa.

– No quiero ver las luchas de gladiadores -dijo Cailin. -Casia me dijo que serán a muerte. No soportaría ver morir a un pobre hombre sólo porque no ha sido tan rápido o hábil como su oponente. Me parece cruel por parte del esposo de Flacila pedir sangre.

– La sangre agrada a la plebe -declaró Aspar. -Tienes que ver un combate, Cailin. A lo mejor no te horroriza tanto como crees. Si verdaderamente te desagrada, te marcharás con discreción. No podemos desairar a nuestro despreciable anfitrión.

Cailin envió un mensajero a Casia aquella misma mañana, invitándola a unirse a ellos en su palco al día siguiente, cuando se iniciaban oficialmente los juegos. La respuesta de Casia fue una aceptación encantada.

Al día siguiente Cailin se levantó temprano, pues los juegos comenzaban a las nueve y las carreras durarían hasta mediodía. Había preparado su vestido con gran esmero. Su estola, con el escote bajo y mangas ceñidas, era de suave hilo blanco. La parte baja de las mangas y el amplio borde inferior, así como la ancha franja que cubría la mitad superior de la falda, estaban tejidos en hilos de oro puro y seda verde esmeralda. La estola se ceñía a la cintura con un ancho cinturón de piel con una capa de polvo de oro y esmeraldas que hacían juego con el collar y los complicados pendientes. Debido a la época del año, Cailin necesitaría alguna prenda de abrigo, pero no quería tapar su vestido. Tenía una capa semicircular de seda verde brillante, que se abrochaba en el hombro derecho con un broche de oro con una esmeralda ovalada. Sandalias de piel doradas cubrían sus pies y el vestido se completaba con una banda de seda adornada con joyas alrededor de la cabeza, de la que colgaba un velo dorado.

Aspar, ataviado con traje de ceremonia color púrpura con bordados de oro llamado «túnica palmata», que vestía con una toga de lana púrpura con bordados de oro, asintió satisfecho cuando la vio.

– Provocarás muchas habladurías hoy, amor mío. Estás magnífica.

– Tú también, mi señor-respondió ella. -¿Estás seguro de que no despertaremos los celos imperiales? He visto al emperador y tú, mi señor, tienes un aspecto bastante más regio que él.

– Esa opinión no la compartirás con nadie más -advirtió Aspar. -León es un buen administrador, precisamente el emperador que Bizancio necesita.

– León es el emperador de Bizancio -dijo, -pero tú eres el que gobierna mi corazón, Flavio Aspar. Esto es lo único que me importa, mi amado señor.

Y le besó en la boca con ternura, sonriéndole a los ojos.

Él se echó a reír.

– Oh, Cailin, tú no sólo gobiernas mi corazón, me temo, sino también mi alma. ¡Eres dulce y picaruela, mi amor!

Casia y Basilico ya les esperaban en el Hipódromo. Al verle entrar en el palco con el primer patricio del Imperio, la multitud empezó a corear su nombre:

– ¡Aspar! ¡Aspar! ¡Aspar!

Él se adelantó y saludó con la mano, agradeciendo MIS aclamaciones con una sonrisa. Luego se retiró a la parte posterior del palco para que el público se calma1.1. A la derecha del palco imperial el patriarca y su séquito le observaban.

– Él no les incita -observó el secretario del patriarca.

– Todavía no -respondió el patriarca. -Algún día creo que lo hará. Aun así, es un hombre extraño y es posible que me equivoque.

De pronto el Hipódromo estalló en un frenesí de vítores cuando el emperador y la emperatriz, junto con el patrocinador de los juegos y sus invitados, entraron en el palco imperial. León y Verina recibieron el homenaje de la multitud con sonriente elegancia, y luego presentaron a Justino Gabras, que fue aclamado ruidosamente mientras saludaba con una mano lánguida.

Al oír las trompetas, León se adelantó y ejecutó el ritual que abría los juegos. Cuando el pañuelo cayó de sus dedos, las puertas del establo se abrieron para dejar salir los carros de la primera carrera. La multitud alentaba fervorosamente a los cuatro equipos.