Cailin no pudo contener el llanto.
– Creía que jamás volvería a ver mi tierra natal -dijo entre sollozos.
– Hemos viajado más de cuatro meses -observó Wulf. -¿No te gustaría descansar unos días, ahora que volvemos a estar en Britania?
Cailin hizo un gesto de negación.
– ¡No! Quiero llegar a casa cuanto antes.
El carro daba tumbos camino de Londres. Cailin miró alrededor, recordando poco de su última visita. En otro tiempo aquel lugar la habría impresionado, pero ahora parecía insignificante en comparación con Constantinopla. Tomar el camino en dirección oeste hacia Corinio la embargó de felicidad.
Cuando llegaron a la ciudad de origen de su familia, Cailin enmudeció de asombro. Corinio, en otro tiempo una ciudad próspera, se hallaba casi en silencio y desierta. Las calles estaban llenas de escombros y los edificios en mal estado. En el anfiteatro crecía la maleza entre los asientos de piedra, agrietados y rotos. Muchas casas estaban cerradas y vacías.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó a Wulf.
Él meneó la cabeza.
– No lo sé. Quizá sin un gobierno central la ciudad no puede mantenerse. Mira alrededor. La mayoría de gente que se ve por las calles es anciana. Seguramente se quedan porque no tienen a dónde ir. Sin embargo el mercado prospera; parece ser lo único que se conserva.
– Pero casi todos los productos son comestibles -observó ella. -¿Qué ha sucedido con el comercio y la alfarería?
– La gente ha de comer -dijo él. -En cuanto al resto, no lo sé. -Se encogió de hombros. -Vamos, ovejita, nos quedan dos días de viaje antes de llegar a nuestras tierras. No nos entretengamos. Tendremos que luchar con Antonia Porcio, estoy seguro. Sin duda se ha quedado con nuestras tierras otra vez. Por lo demás, tu familia dobunia se alegrará de saber que estás viva.
Su carro avanzó por el camino del Foso hasta que por fin torcieron por un sendero apenas visible. Llovía cuando acamparon aquella noche. Se acurrucaron en el carro, oyendo la lluvia golpear el techo de lona. El pequeño espacio estaba agradablemente caldeado, como durante todo el invierno, gracias al pequeño brasero que Cailin había insistido en comprar. Prácticamente no habían visto a nadie desde su salida de Corinio, pero Wulf insistió en montar guardia.
– No podemos arriesgarnos ahora -dijo. -Partiremos antes de que amanezca. Con un poco de suerte llegaremos a casa a media tarde.
Al día siguiente volvió a llover y, acurrucada en el banco del carro, conduciendo la yegua, Cailin se dio cuenta de que había olvidado lo húmeda y fría que podía ser la primavera inglesa. Casi echó de menos los días siempre soleados de Bizancio, pero aun así se sentía contenta de estar en casa, decidió. Volvía a estar rodeada de tierra conocida. De pronto ascendieron una colina y Cailin detuvo el carro para contemplar las tierras de su familia por primera vez en casi tres años.
Wulf soltó una maldición.
– ¡La casa ha sido incendiada! -exclamó. -¡Maldita Antonia! ¡Pagará por ello, lo juro!
– Me pregunto por qué Bodvoc no se lo impidió -dijo Cailin.
– No lo sé, pero pronto lo averiguaré. Tendremos que volver a empezar desde cero, ovejita. Lo siento.
– No es culpa tuya, Wulf. Sobreviviremos a esto como hemos sobrevivido a todo lo que el destino nos ha deparado.
Mientras descendían por la colina, Cailin observó que los campos estaban en barbecho y los árboles frutales no habían sido podados. ¿Qué había sucedido allí? Detuvo el carro ante lo que había sido su casa. Los daños, para su alivio, no eran tantos como les había parecido. El tejado de paja había ardido, pero al entrar vieron que las gruesas vigas del techo sólo estaban chamuscadas. Los hoyos para el fuego estaban intactos y algunos de sus muebles, estropeados pero reparables, aún se encontraban allí. Sin embargo habían desaparecido muchas cosas, incluidas las puertas de roble de la entrada. Aun así, podrían aprovecharla.
– Lo primero que tendremos que hacer es reparar el tejado -dijo Wulf.
– No podremos hacerlo nosotros solos -repuso Cailin y suspiró. -Tendremos que ir a ver a Antonia y recuperar nuestras propiedades, así como los esclavos y siervos y encarar la cuestión de nuestro hijo. Antonia es la única que tiene la respuesta a ese misterio, y no me detendré hasta sacárselo.
– Vayamos primero a ver a los dobunios -sugirió él. -Ellos sabrán qué ha ocurrido. Creo que es más sensato que lo sepamos antes de enfrentarnos con Antonia Porcio. Es evidente que les hizo algo a Bodvoc y Nuala, de lo contrario ellos habrían protegido nuestro hogar.
– Ocultemos el carro dentro de la casa -sugirió
Cailin. -Podemos llevar los caballos a la aldea de mi abuelo. Si alguien pasara por aquí no se verá nada diferente si el carro está escondido.
– No me dejéis aquí sola -rogó Nellwyn. -Tengo miedo.
– Tú y yo montaremos la yegua juntas -la tranquilizó Cailin. -La casa está inhabitable, pero la repararemos.
Condujeron a la yegua negra dentro de la casa, la soltaron del carro y empujaron a éste contra un rincón en penumbra, fuera de la vista de cualquiera que entrara en la casa en ruinas. Luego las dos mujeres montaron el animal. Cailin iba delante, sujetando las riendas, y Nellwyn detrás, aferrada a la estrecha cintura de su ama. Wulf guió a la yegua fuera de la casa y montó su animal.
Partieron hacia las colinas, cruzaron las praderas y los bosques y llegaron a la aldea dobunia de Berikos.
Al acercarse a la fortificación de la colina comprobaron de inmediato que ocurría algo. No había guardias apostados y nadie les salió al paso. La aldea estaba desierta, y tras una rápida inspección comprendieron que hacía algún tiempo que se hallaba así.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Cailin, asustada.
Wulf meneó la cabeza.
– Hay otras aldeas. ¿Recuerdas cómo llegar a ellas? Los dobunios no pueden haber desaparecido de la faz de la tierra en dos años y medio que hace que salimos de Britania. Tienen que estar en alguna parte.
– Sé que hay otras aldeas, pero nunca las vi -dijo ella. -Pasé aquí todo el tiempo. No obstante, tienen que estar cerca, pues el territorio de Berikos no era muy extenso. Sigamos adelante. Es probable que tropecemos con alguien.
– De acuerdo -aceptó él, y reanudaron la marcha cabalgando despacio hacia el noreste en busca de señales de vida.
Al principio el paisaje parecía desierto, pero al fin empezaron a ver signos de vida: ganado paciendo, un rebaño de ovejas en un prado y, por fin, un pastor al que se acercaron.
– ¿Hay alguna aldea dobunia cerca de aquí, amigo? -preguntó Wulf.
– ¿Quién eres? -repuso el pastor.
– Soy Wulf Puño de Hierro. Ésta es mi esposa Cailin Druso, nieta de Berikos, sobrina de Epilos, prima de Corio. Hemos estado fuera algún tiempo, y al regresar hemos encontrado desierta la fortificación de la colina de Berikos. ¿Dónde están todos?
– Encontraréis nuestra aldea al otro lado de la colina -indicó el pastor, sin responder tampoco a esta nueva pregunta. -Epilo está allí.
Cabalgaron por la colina y detrás, en un pequeño y apacible valle, se hallaba la aldea dobunia. Unos guardias apostados en puntos estratégicos contemplaron en silencio su paso y su entrada en el centro de la aldea. Wulf desmontó y bajó primero a su esposa y luego a Nellwyn. Miraron alrededor, y cuando Cailin se bajó la capucha, dejando su cara al descubierto, una mujer con dos niños aferrados a sus faldas ahogó un grito y exclamó:
– ¡Cailin! ¿Realmente eres tú? ¡Dijeron que habías muerto!
– ¡Nuala! -Cailin corrió a abrazar a su prima. -Realmente soy yo y he vuelto a casa. ¿Cómo está Bodvoc? ¿Y Ceara, y Maeve? ¿Y qué ha sido de Berikos? ¿Ese viejo diablo aún aguanta o Epilo se ha convertido en jefe de los dobunios?