Entraron en un gran vestíbulo. Había varios hoyos para el fuego pero la ventilación era escasa y el humo llenaba la estancia. Dos mujeres corpulentas y bonitas, con largas trenzas rubias y niños pequeños a sus pies, estaban sentadas tejiendo y charlando.
– ¡Antonia! ¡Ven aquí! -llamó Ragnar con fuerte voz.
– Enseguida, mi señor -contestó ella, y se acercó con una falsa sonrisa de bienvenida. Le odiaba y odiaba todo lo que él representaba.
– ¿Conoces a esta gente, Antonia? -preguntó él sin prolegómenos.
Antonia miró a Cailin y luego a Wulf. Se llevó la mano al pecho y palideció. El corazón empezó a palpitarle desbocadamente. Le costaba respirar y jadeaba como un pez fuera del agua. Jamás había sentido tanto miedo como en ese momento, pues ante ella se encontraba su peor pesadilla. ¿Cómo habían sobrevivido? No importaba. Habían sobrevivido a su venganza y ahora, evidentemente, venían a cobrar la suya. Retrocedió un paso soltando un agudo chillido.
– ¡Bruja malvada! -exclamó Cailin, sorprendiendo a los hombres al dar un salto hacia Antonia. -No esperabas volver a verme en esta vida, ¿verdad? Pero aquí estoy, Antonia, ¡sana y salva! ¡Ahora dime dónde está mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! ¡Sé que lo tienes tú!
– No sé de qué estás hablando… -gimió Antonia.
– Mientes -dijo Wulf con los ojos centelleantes de ira. -Mientes como mentiste cuando me dijiste que Cailin había muerto en el parto de un hijo que la había desgarrado y que también había muerto. Y mentiste cuando dijiste que habías incinerado sus restos. Encontré a mi esposa en Bizancio por azar cuando se disponía a casarse con otro hombre. ¡Maldita seas, Antonia! ¡Deseo matarte ahora mismo! ¿Sabes cuánta desdicha nos has causado? Y una vez más intentaste robarnos nuestras tierras, pero no lo conseguirás, como tampoco lo conseguiste en el pasado.
– ¿Te hizo daño, Wulf? -preguntó de pronto Antonia echando fuego por los ojos. -¿Saber que Cailin había muerto te causó un dolor insoportable? Me alegro de que así fuera. ¡Me alegro mucho! Ahora conoces el dolor que me causaste a mí cuando mataste a mi amado Quinto. Quería que sufrieras. Y quería que Cailin también sufriera. Si no hubiera regresado de su tumba aquella primera vez, tú no habrías matado a mi esposo y yo no habría perdido a mi segundo hijo. Toda mi desdicha os la debo a vosotros dos, y ahora estáis aquí de nuevo para perjudicarme. ¡Malditos seáis! ¡Os odio a los dos!
– ¡Devuélveme a mi hijo, zorra! -espetó Cailin furiosa.
– ¿Qué hijo? -preguntó Antonia con cinismo. -No tienes ningún hijo, Cailin. El niño murió al nacer.
– No te creo. Yo oí llorar a mi hijo antes de que tus hierbas me dejaran inconsciente. ¡Devuélvemelo!
– Haz lo que pide, Antonia. Dale la niña.
Antonio Porcio había entrado en el recinto y se acercó a ella. Parecía haber envejecido mucho, su paso era lento y tenía el pelo blanco como la nieve, pero fueron sus ojos tristes lo que conmovió a Cailin. El anciano cogió la mano de Cailin.
– Me dijo que habías muerto y que Wulf no quería al bebé -dijo. -Afirmó que lo criaría por bondad, pero ahora veo que no hay bondad en el corazón de mi hija. Es negro a causa de la amargura y el odio. La niña tiene el color de la piel de tu esposo, pero las facciones son tuyas. Cada día se parece más a ti, y últimamente Antonia ha empezado a odiarla por ello.
– ¿Una niña? -susurró Cailin, y de pronto exclamó, dirigiéndose a su esposo: -¡Esto es lo que dijo ella, Wulf! Ahora lo recuerdo. Lo último que oí antes de quedar inconsciente el día en que nació tu hija fue a Antonia decir: «Siempre he querido tener una hija.» ¡Tenemos una hija, Wulf! Dámela, víbora. ¡Entrégame a mi hija!
Harimann, la primera esposa de Ragnar, se acercó con una niña pequeña de la mano.
– Ésta es vuestra hija, señora. Se llama Aurora. Es una niña buena, aunque Antonia le pega.
Cailin se arrodilló y cogió a la niñita en sus brazos. Faltaban varios meses para su tercer cumpleaños, pero era alta. Llevaba la túnica hecha jirones y el pelo rubio sucio y enredado. Tenía una expresión asustada en los ojos, y en la mejilla exhibía un moretón. Cailin miró a Antonia y dijo:
– Pagarás caro por esto. -Luego abrazó a la temblorosa niña y por fin la dejó en el suelo para poder mirarse a los ojos. -Soy tu madre, Aurora. He venido a llevarte lejos de aquí. No tengas miedo.
La niña se limitó a mirar fijamente a Cailin con grandes ojos.
– ¿Por qué no habla? -preguntó Cailin.
– A veces lo hace -respondió Harimann, -pero siempre tiene miedo, pobrecilla. Nosotras hemos tratado de suavizar la demoníaca rabia de Antonia hacia Aurora, pero eso sólo la enfurecía más. Está muy débil. Antonia le escatimaba el alimento. Nosotras procurábamos darle de comer a escondidas. Sin embargo, el hijo de Antonia nos delataba. Entonces ella pegaba a la niña. Últimamente no quería aceptar la comida que le dábamos por miedo a ser castigada. El chiquillo también abusa de ella.
– Veo que Quinto se parece mucho a su padre -observó Cailin con desdén. -Tienes motivos para estar orgullosa, Antonia. -Se volvió hacia Antonio Porcio. -¿No pudisteis hacer nada para impedir esta ignominia, señor?
– Lo intenté -respondió el anciano, -pero soy viejo, Cailin Druso, y mi estancia en esta casa depende de la buena voluntad de mi hija.
– Decidle a Ragnar Lanza Potente que las tierras son mías -le indicó.
– Lo haré, Cailin -respondió él y se volvió hacia su yerno sajón. -Las tierras que reclama son de su familia y le pertenecen. Antonia no tiene ningún derecho a quedárselas. Ella me decía que las conservaba para Aurora, pero ahora sé que no es cierto.
Ragnar asintió con la cabeza.
– Entonces, asunto zanjado -dijo.
– Asunto zanjado -repitió Wulf. Se inclinó y cogió a la niña en brazos. -Soy tu padre, Aurora. ¿Quieres decirme «padre», pequeña?
La niña asintió; sus ojos eran enormes y azules.
Él sonrió.
– Me gustaría oírlo, hija mía. -Ladeó la cabeza, como si escuchara con atención.
– Padre -susurró la niña tímidamente. Wulf le dio un beso en la mejilla. -Sí, cielo, soy tu padre, y jamás permitiré que nadie vuelva a hacerte daño. -Se dirigió a Cailin y a sus dos acompañantes y dijo: -Vámonos a casa.
– ¿No os quedaréis a pasar la noche? Tengo una hidromiel muy buena -ofreció Ragnar con jovialidad. -Y en el fuego se está asando un verraco.
– Gracias, pero no -respondió Wulf. -La última vez que abandoné mi casa vinieron unos salvajes y la incendiaron. No quiero correr más riesgos.
– Todavía queda la cuestión de nuestros esclavos -planteó Cailin.
– Tienes razón -dijo su esposo.
– Yo puedo separar los siervos de Druso Corinio de los de Antonia -se ofreció el anciano Porcio.
– Entonces hacedlo -terció su yerno- y ocupaos de que sean devueltos cuanto antes. No quiero que existan disputas entre Wulf Puño de Hierro y yo. Al fin y al cabo vamos a ser vecinos.
Cuando Wulf y Cailin hubieron partido, Antonia espetó furiosa a su esposo:
– Has sido un necio no matándoles, Ragnar. Wulf no es ningún cobarde y no dejará que le robes ni un metro de tierra. ¡Tendrás suerte si no se queda con las nuestras!
Él le soltó una fuerte bofetada que la hizo tambalear.
– Jamás vuelvas a mentirme, Antonia -le dijo. -La próxima vez te mataré. En cuanto a Wulf Puño de Hierro, con el tiempo conseguiré sus tierras y también a su esposa. Su belleza me hace arder la sangre.
Antonia se llevó la mano a la dolorida mandíbula.
– Te odio -gimió. -¡Algún día te mataré, Ragnar!
Él soltó una carcajada.
– No tienes valor para hacerlo, Antonia. Y si lo tuvieras, ¿qué sería de ti después? ¿Quién te protegerá a ti y a estas tierras? Al próximo hombre podría no importarle que vivas o que mueras. No eres ninguna belleza. Tu rostro refleja tu amargura y cada día eres menos atractiva.