– Es un necio y siempre lo ha sido -masculló Brenna. -Cuando le llevaron el mensaje de que habían nacido los gemelos, una sonrisa lo traicionó por un instante pero luego frunció el entrecejo y dijo: «No tengo ninguna hija.» Sus otras esposas, Ceara, Bryna y esa pequeña tonta de Maeve, se pavoneaban y alardeaban de sus nietos, pero yo, con mi única hija exiliada, no podía decir una sola palabra. En realidad, ¿qué podía decir? Ni siquiera había visto a los niños.
– Pero si Berikos tenía otras tres esposas y otros hijos -preguntó Cailin a Brenna, -¿por qué se enfadó tanto al seguir madre el impulso de su corazón? ¿No quería que fuera feliz?
– Berikos ha sido padre de diez hijos de sus otras esposas, pero mi hija era la única hembra. Kyna era la preferida de su padre, por eso la dejó marchar y por eso nunca pudo perdonarle que renunciara a su herencia.
»Sin embargo, cuando tú naciste, la dije a Berikos que si no podía perdonar a tu madre por casarse con un britano-romano, yo abandonaría la tribu para estar con mi hija. Él tenía otros nietos, pero yo sólo tenía a los hijos de tu madre. No era justo que él me impidiera tener un lugar junto al hogar de mi hija o el derecho de mecer a mis nietos en mis brazos. De eso hace catorce años. Jamás he lamentado mi decisión. Soy más feliz con mi hija y su familia de lo que jamás fui con Berikos y su insufrible orgullo.
Kyna cogió la mano de su madre y le dio un apretón mientras ambas se miraban sonrientes. Luego Brenna dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla de Cailin.
La boda de Quinto se había celebrado en las Calenda de junio. Para sorpresa de todos, incluido él mismo, resultó un administrador de sus fincas muy apto, incluso de la amplia parte de su esposa. La villa junto al río le pareció que estaba en mal estado y la hizo demoler. Los campos que formaban parte de la propiedad ahora prosperaban con grano sembrado. El huerto medraba, Quinto, confortable en la lujosa villa de su esposa, engordó. Su devoción hacia Antonia era asombrosa. Aunque tenía derecho a llevarse a la cama a cualquier esclava que le gustara, no lo hacía. Sus hijastros le temían y respetaban, como los hijos de cualquier hombre respetable. Sus esclavos no hallaban motivos de murmuración en su amo. Y en cuanto a Antonia, a principios de otoño estaba encinta.
– Es asombroso -dijo Gayo a su esposa. -La pobre Honoria Porcio, con todos sus años de matrimonio, sólo pudo tener un hijo; sin embargo su hija madura como un melón cada vez que un marido cruza la puerta de su casa. Bueno, debo admitir que Cailin fue una buena casamentera. Mi primo Manió debería estarme muy agradecido por la suerte de su hijo.
Sin embargo, Quinto Druso no era el hombre que aparentaba ser. Su buena fortuna no le había proporcionado más que ansias de poseer más. El gobierno se estaba desmoronando con las propias ciudades. Él vio que pronto no habría un gobierno central. Cuando eso sucediera, los ricos y poderosos serían quienes controlaran Britania. Quinto Druso había decidido que, llegado el momento, él sería el hombre más rico y poderoso de Corinio y alrededores. Contemplaba con ambición las fincas de su primo, Gayo Druso Corinio.
Recientemente, Antonia había estado hablándole de posibles parejas para sus primos Tito y Flavio, quienes ya retozaban con las esclavas en casa de su padre. Corría el rumor de que uno de ellos -nadie estaba seguro de cuál, pues tenían las facciones idénticas- había dejado embarazada a una de ellas. Sus bodas significarían que pronto habría niños; otra generación de herederos para la propiedad de Gayo Druso Corinio.
Y estaba Cailin. Sus padres pronto le buscarían marido. Ella también celebraría su cumpleaños en primavera. Con quince años ya tenía edad suficiente para casarse. Un marido poderoso aliado con el primo Gayo… esa idea no agradaba a Quinto Druso. Él quería las tierras que pertenecían a su benefactor, y cuanto antes las consiguiera menos complicaciones habría. La única cuestión que le quedaba por decidir era cómo alcanzar su objetivo sin que nadie se diera cuenta.
Habría que deshacerse de Gayo y su familia, pero ¿cómo hacerlo? Nadie debía sospechar de él. No. Él sería quien más lloraría en los funerales de Gayo Druso Corinio y su familia… y el único que quedaría para heredar las propiedades de su primo. Quinto sonrió para sí. Al final poseería mucha más riqueza que cualquiera de sus hermanos en Roma. Pensó en cómo se había resistido a la idea de venir a Britania; sin embargo, de haber venido habría perdido la mayor oportunidad su vida.
– Pareces muy contento, amor mío -dijo Antonia, sonriéndole mientras yacían en la cama.
– Cómo no iba a estarlo, cariño -respondió Quinto Druso a su esposa. -Te tengo a ti y mucho más. -Le puso una mano sobre el abultado vientre Es el primero de una gran casa, Antonia.
– ¡Oh, sí! -exclamó ella, cogiéndole la mano y besándola.
«Los hijos de Antonia…», pensó mientras acariciaba con ternura a su adorada esposa. Eran jóvenes muy frágiles. El más leve asomo de enfermedad se los llevaría. Realmente parecía una vergüenza que los hijos de Sexto Escipión hubieran de tener, algún día, al suyo. Pero, por supuesto, Antonia no permitiría que fueran desheredados. Aunque no era la mejor de madres, adoraba a sus hijos. Aun así, podría suceder alguna desgracia, pensó Quinto Druso. Cualquier cosa.
El hijo de Quinto Druso nació en las Calendas de marzo, exactamente nueve meses después de que sus padres se hubieran casado. El niño era robusto y estaba sano. Sin embargo, la alegría de Antonia duró poco pues a la mañana siguiente los dos hijos habidos de matrimonio con Sexto Escipión fueron hallados ahogados en el estanque con peces del atrio. Las dos esclavas asignadas a vigilar a los niños fueron encontradas en circunstancias de lo más comprometedoras: desnudas, entrelazadas en un lascivo abrazo y ebrias. No hubo defensa para su crimen. Ambas fueron estranguladas y enterradas antes de que acabara aquel fatídico día. El dolor provocó el desquicio de Antonia.
– Le llamaré Póstumo en honor a sus hermanos -declaró con aire dramático y grandes lágrimas resbalándole por las mejillas mientras contemplaba al recién nacido. -Qué trágico resulta que jamás pueda conocerles.
– Se llamará Quinto Druso el joven -le dijo su esposo, colocándole dos gruesos brazaletes de oro en el brazo mientras le daba un breve beso. -No debes afligirte, cariño. La leche no te subirá si lo haces. No permitiré que mi hijo chupe las tetas de una esclava. Ellas no están tan sanas como la propia madre. Livia, mi madre, siempre lo decía. Ella nos crió a mi hermano, a mi hermana y a mí hasta que tuvimos más de cuatro años. -Alargó el brazo y colocó una mano debajo de un pecho de Antonia diciendo con un deje de advertencia en la voz: -No prives a mi hijo, Antonia, de lo que le corresponde. Los hijos de Sexto Escipión eran inocentes, y como tales ahora están con los dioses. No puedes hacer nada por ellos, cariño. Deja de pensar en ellos y ocúpate del hijo vivo que los dioses se han complacido en darnos.
Se inclinó sobre ella y la besó en los labios otra vez.
La niñera cogió al bebé de brazos de Antonia. Dejó al niño a los pies de su padre. Quinto Druso tomó el bulto en sus brazos, reconociendo así que el hijo era suyo. Este formal reconocimiento simbólico significaba que el recién nacido era admitido en aquella familia romana con todos sus derechos y privilegios. Nueve días después de nacer, Quinto Druso el joven recibiría su nombre oficialmente en una gran celebración familiar.
– Recordarás lo que te he dicho, ¿verdad? -dijo Quinto Druso a su esposa mientras devolvía el bebé a la niñera y se ponía en pie. -Nuestro hijo debe ser lo primero.
Antonia asintió, los ojos azules abiertos de par en par por la sorpresa. Ésa era una faceta de su marido que había visto y, de pronto, sintió miedo. Quinto había sido siempre muy indulgente con ella. Ahora parecía que colocaba a su hijo por delante de ella. Él la miró y sonrió.