Cailin se durmió y no oyó que la tranca de la puerta era retirada con sigilo. Aelfa abrió y luego la cerró en absoluto silencio. Se quedó en el umbral un largo minuto, escuchando los ruidos de la noche, y luego echó a correr descalza por el patio hasta la casa del vigilante. La luna menguante confería un resplandor plateado a su figura. Llevaba un pequeño odre de vino en la mano. Al llegar, Aelfa entró deprisa en la casita, cerrando la puerta sin hacer ruido. Una sonrisa burlona le cruzó el rostro al ver al hombre que dormitaba en la silla del rincón. Qué débil era, y sin duda carecía del sentido del deber.
Aelfa se arrodilló a su lado y besó a Banhard en la boca, despertándolo con un sobresalto.
– ¿No querías verme? -murmuró con aire seductor, y los ojos de él se abrieron de par en par al ver la desnudez de la muchacha. -He traído un poco de vino del barril del amo. No lo echarán de menos -le tranquilizó, y le entregó el odre lleno. -Bebe.
Le besó por segunda vez.
– Aelfa… -dijo él con voz ahogada. -No deberías estar aquí. ¿Dónde está tu ropa? ¿Y si viene alguien?
– Alberto no haría tantos melindres -le pinchó Aelfa. -Hoy se ha encontrado conmigo en la colina y ha intentado poseerme. Yo he forcejeado y me he negado, pues eres tú, Branhard, a quien realmente deseo. Que Alberto se quede con Nellwyn, que está loca por él. -Sus pequeñas manos hurgaron bajo la túnica del hombre. -¡Tú sí eres un hombre de verdad! ¡Sé que lo eres! -Lo besó con fuerza. -¿No me deseas, Branhard, mi fuerte guerrero?
Aelfa le pasó la lengua por los labios seductoramente.
Branhard se dio cuenta, para su sorpresa, de que estaba conteniendo el aliento. Lo soltó con un lento siseo cuando las manos de la joven aferraron su miembro viril y se pusieron a juguetear con él. Ella era más hábil de lo que jamás habría creído. Cerró los ojos y un intenso placer como jamás había sentido inundó su ser. Los dedos menudos de Aelfa le acariciaban lentamente, entreteniéndose. Luego apartó la túnica que le cubría el miembro y empezó a frotárselo con rapidez. Él empezó a sentir una urgente necesidad.
– Aelfa… -gimió, metiéndole la mano en el pelo y atrayéndola hacia sí. -¡Te deseo, Aelfa!
Reprimiendo la risa, ella le quitó la capa y la extendió en el suelo de la casita. Se tumbó sobre ella, abrió las piernas y dijo con voz ronca:
– ¡Ven, lléname con esa gran verga tuya, Branhard! ¡Me deseas tanto como yo a ti! Nadie nos verá. Todos están acostados y podemos satisfacer nuestro placer. ¡Tanto como deseemos!
Él no habría podido detenerse aunque lo hubiera querido. Aelfa era hermosa y estaba loca por él. Ningún hombre en su sano juicio rechazaría el ofrecimiento de Aelfa. Con un leve grito cayó sobre ella, empujando su enorme órgano en el húmedo y caliente conducto de ella; la embistió casi con violencia mientras la joven le alentaba murmurándole unas suaves retahílas de obscenidades extraordinariamente excitantes. Él estaba asombrado de que aquella joven conociera aquellas palabras, pero eso le hacía sentirse menos culpable por poseerla con tanto frenesí.
Ella le excitaba más y más, y su lujuria no conocía límites. Él no paraba de embestirla mientras Aelfa se retorcía y gemía debajo de él. Por fin no pudo contenerse más y su pasión estalló violentamente dentro del cuerpo palpitante de la muchacha. Se desplomó sobre ella con un gruñido de satisfacción.
– ¡Por Odín, muchacha, eres la mejor! ¡Jamás he visto nada mejor, lo juro!
Su aliento a cebolla la invadió.
– Apártate, bruto -dijo, -me estás aplastando.
Él rodó sobre sí.
– ¿Dónde está el vino que has traído? -pidió, sintiéndose relajado y controlando más la situación. -Bebamos juntos y después te follaré otra vez si estás de humor. Lo estarás, ¿verdad? -dijo con una sonrisa impúdica. -Jamás he conocido a una mujer como tú, Aelfa. Eres una de esas que nunca tienen bastante, ¿verdad?
Se recostó en la silla y se recompuso la vestimenta. Luego atrajo a la joven hacia sí y le pellizcó los pezones. La ropa que siempre llevaba nunca había insinuado que tuviera senos tan bellos.
«Estúpido asno en celo», pensó Aelfa mientras le sonreía. Levantó el odre de vino y fingió beber antes de entregárselo.
– Mmm, está bueno -dijo.
Él bebió y un poco de líquido le resbaló por la espesa barba rubia.
Branhard dejó que el dulce y fresco vino le bajara por la garganta. Era la mejor bebida que jamás había probado. Wulf Puño de Hierro vivía bien. Devolvió el odre a Aelfa y se puso a juguetear con sus grandes pechos.
– Eres la mejor folladora que jamás he conocido, zorra -le dijo a modo de cumplido, -y tu coño es el mejor que jamás he embestido. ¡Te lo juro! Sabes realmente cómo dar placer a un hombre, Aelfa. Apenas puedo creerlo, pero estoy listo para poseerte otra vez. Por detrás, muchacha -dijo, sacándose el miembro de debajo de la ropa y empujando a la joven al suelo.
Lo que le faltaba en sutileza lo compensaba con resistencia y fuerza bruta, pensó Aelfa mientras fingía estar arrebatada por la pasión. Había obtenido placer con él la primera vez, pero ahora no podía permitirse ese lujo. Cuando la lujuria del hombre volvió a explotar y él se apartó exhausto, ella le ofreció una vez más el odre, sonriéndole para alentarle mientras él bebía largos sorbos de vino. Esta vez, en pocos instantes Branhard quedó inconsciente. Aelfa suspiró de alivio. En realidad las entusiastas atenciones de aquel hombre la habían dejado dolorida. Un tercer encuentro con él sin duda la habría dejado en carne viva.
Se incorporó y, tras mucho esfuerzo, consiguió arrastrar el cuerpo inerte hasta la silla. La cabeza de Branhard le cayó sobre el pecho. Tenía aspecto de estar dormitando. Aelfa se marchó de la casita y regresó corriendo a la casa. Al entrar, se apresuró a ir a acostarse. La casa se hallaba en silencio y los únicos sonidos que se oían eran los ronquidos de sus moradores.
Aelfa se vistió y volvió a la casita del vigilante, donde Branhard seguía inconsciente. Se sentó en el suelo, donde nadie la vería, y esperó al amanecer. Entonces se puso de pie, se desperezó y se dirigió directamente a las puertas del muro de Caddawic. Lentamente y con dificultad empujó la robusta barra que atrancaba las puertas. En lo alto, el cielo se iba iluminando con rapidez. El sudor, debido en parte al ejercicio y en parte al temor a ser descubierta, le resbalaba por la espalda. Cuando por fin logró retirar la tranca, la puerta se abrió a un nutrido grupo de hombres armados.
– Tío -dijo Aelfa con aire pícaro, -bienvenido a Caddawic.
– Lo has hecho muy bien, sobrina -dijo Ragnar Lanza Potente, y cuando entró con sigilo, seguido de sus hombres, en el patio, preguntó: -¿Dónde está el ama de la casa? ¿Y cuánto falta para que Wulf Puño de Hierro regrese?
– Cailin duerme en la buhardilla con los niños -respondió Aelfa. -En cuanto a su esposo, regresará dentro de unos días.
– Asegura este lugar -indicó Ragnar a su segundo en el mando, Haraldo, y luego se volvió hacia Aelfa. -Ve a buscar a Cailin y a los niños, muchacha. Y también quiero comida.
– Muy bien, tío Ragnar.
Entró presurosa en la casa y entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que Cailin siempre retiraba la escalera de acceso a la buhardilla por la noche. No había otro modo de entrar en la estancia. Cuando Ragnar entró en la casa, ella le explicó el problema.