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– De acuerdo -convino Frank-. Mi propuesta es la siguiente: en la mayoría de casos encontráis a un sospechoso en menos de setenta y dos horas, ¿es así?

Sam guardó silencio.

– ¿Es así o no?

– Sí -admitió al fin-. Y no hay motivo alguno para que este caso sea distinto.

– Ningún motivo -asintió Frank complacido-. Bien. Hoy es jueves. Esperemos a que pase el fin de semana. Mantengamos abiertas todas nuestras opciones. No le contaremos a la población que se trata de un homicidio. Cassie permanecerá en casa para que no haya ninguna posibilidad de que el asesino la vea, y nos guardamos un as en la manga por si finalmente decidimos utilizarlo. Averiguaré todo cuanto pueda acerca de la joven, por si acaso; habría que hacerlo de todas formas, ¿no? No me inmiscuiré en tu trabajo, te doy mi palabra. Como has dicho antes, deberíais tener algún sospechoso antes del domingo por la noche. Si es así, yo me retiro, Cassie regresa a Violencia Doméstica y todo retoma su cauce habitual, sin perjuicio para nadie. Pero si se da el caso de que eso no ocurre… aún tendremos todas las opciones abiertas.

Sam y yo guardamos silencio.

– Sólo os pido tres días, chicos -rogó Frank-. No os comprometéis a nada. ¿Qué daño puede hacer?

Sam pareció levemente aliviado al oír aquello pero yo no, porque conocía el método de trabajo de Frank: da una serie de pasos diminutos, cada uno de los cuales parece perfectamente seguro e inocuo, hasta que, de repente, ¡pam!, te encuentras metido en algo a lo que no querías enfrentarte.

– Pero ¿por qué, Frank? -pregunté-. Respóndeme a eso y, sí, está bien, me pasaré un espléndido fin de semana primaveral sentadita en mi piso mirando la basura que dan por televisión en lugar de salir por ahí con mi novio como un ser humano normal y corriente. Nos pides que invirtamos un montón de tiempo y recursos en algo que podría no servir de nada. ¿Por qué?

Frank se colocó la mano a modo de visera para protegerse del sol y poder mirarme directamente.

– ¿Por qué? -repitió-. ¡Cielo santo, Cassie! Porque podemos hacerlo. Porque nadie en toda la historia de la investigación policial ha tenido nunca una oportunidad como ésta. Porque sería absolutamente genial. ¿Acaso no lo ves? ¿Qué coño te pasa? ¿Te has convertido en una poli de oficina?

Tuve la sensación de que Frank se había armado de valor y me había asestado un puñetazo en pleno estómago. Me detuve en seco, di la vuelta y miré más allá de la ladera, lejos, lejos de Frank, de Sam y de los agentes uniformados que volvían la cabeza hacia la casa y observaban boquiabiertos a aquella «yo» mojada y muerta. Transcurridos unos instantes, Frank añadió en un tono más suave:

– Lo siento, Cass. Es sólo que no me esperaba esta reacción. De la panda de Homicidios sí, pero no de ti. De ti menos que de nadie. No creí que hablaras en serio… Pensaba que sólo intentabas no dejar nada al azar. No me he dado cuenta.

Parecía auténticamente desconcertado. Yo sabía con certeza que me estaba camelando; de hecho, podría haber enumerado todas y cada una de las armas que estaba desplegando, pero no tenía sentido hacerlo, porque Frank tenía razón. Cinco años atrás, incluso un año atrás, yo habría estado dando saltos de alegría ante la posibilidad de poder vivir una aventura tan asombrosa e incomparable como aquélla junto a él; estaría comprobando si aquella muchacha tenía agujeros en los lóbulos de las orejas y en qué lado de la cabeza se hacía la raya. Clavé la vista en los prados y un pensamiento me vino a la cabeza de forma clara y desapasionada: «¿Qué coño me ha pasado?».

– Está bien -dije finalmente-. Lo que le expliquéis a la prensa no es problema mío; será mejor que lo discutáis vosotros dos solitos. Yo me pasaré el fin de semana encerrada pero, Frank, no puedo prometerte nada más. Me da igual si Sam encuentra a alguien o no. Eso no implica que vaya a hacerlo. ¿Queda claro?

– ¡Ésa es mi chica! -exclamó Frank. Percibí la alegría en su voz-. Por un momento he creído que unos extraterrestres te habían implantado un chip en el cerebro.

– Que te jodan, Frank -refunfuñé mientras me daba la vuelta.

Sam no parecía especialmente contento, pero no era el momento de preocuparse por él. Necesitaba estar un rato a solas y reflexionar sobre todo aquello.

– Yo aún no he dado mi aprobación -señaló Sam.

– La decisión es tuya, por supuesto -replicó Frank, pero no parecía excesivamente preocupado.

Yo sabía que tal vez le costara más salirse con la suya de lo que él intuía. Sam es un tipo acomodadizo, pero de vez en cuando impone su voluntad, e intentar que cambie de opinión es como pretender apartar una casa del camino a empujones.

– Pero decídelo pronto. Si vamos a seguir adelante con esto, al menos por ahora, tendríamos que llamar a una ambulancia para que viniera lo antes posible.

– Ya me dirás lo que has decidido -le dije a Sam-. Yo me voy a casa. ¿Nos vemos esta noche?

Frank arqueó las cejas. Los agentes secretos se enteran de todo lo que pasa entre ellos, pero normalmente no les llegan los cotilleos de los demás departamentos y, además, Sam y yo habíamos llevado nuestra relación con bastante discreción. Frank me miró divertido. Decidí no hacerle caso.

– No sé a qué hora acabaré -dijo Sam.

Me encogí de hombros.

– Es igual. Estaré en casa.

– Nos vemos pronto, nena -dijo Frank alegremente tras darle una calada a otro cigarrillo, y se despidió con la mano.

Sam me acompañó campo a través, lo bastante cerca de mí como para que su hombro rozara el mío en un gesto protector; me dio la sensación de que no quería que pasara junto al cadáver sola. A decir verdad, yo me moría de ganas de echarle otro vistazo, a ser posible a solas y durante un buen rato, en silencio, pero sentía los ojos de Frank clavados en mi nuca, de manera que ni siquiera volví la cabeza cuando pasamos junto a la casita.

– Yo quería advertirte -dijo Sam de improviso-, pero Mackey ha dicho que no. Ha insistido bastante y yo no pensaba con la claridad suficiente… Debería haberlo hecho. Lo siento.

Evidentemente a Frank, como a todo el mundo en mi puñetero universo, le habían llegado los rumores sobre la Operación Vestal.

– Frank quería comprobar cómo me lo tomaba -le aclaré-. Estaba poniéndome a prueba. Y siempre se sale con la suya. No te preocupes.

– Ese Mackey… ¿es un buen poli?

No sabía qué responder a eso. «Buen poli» no es una expresión que nos tomemos a la ligera. Engloba una inmensa y compleja constelación de aspectos, distinta para cada agente. No estaba segura de que la definición de Frank encajara con la de Sam, ni siquiera con la mía.

– Es más listo que el demonio -contesté al fin- y siempre atrapa al culpable. De un modo u otro. ¿Le vas a conceder sus tres días?

Sam suspiró.

– Si no te importa pasarte el fin de semana encerrada en casa, sí, creo que sí. Bien mirado, no hay nada de malo en llevar el caso con discreción hasta que tengamos una idea de a qué nos enfrentamos; una identificación, un sospechoso, algo. Eso evitará la confusión. No es que me encante infundirles falsas esperanzas a los amigos de esa chica, pero supongo que el hecho de tener unos días para hacerse a la idea de que podría no sobrevivir puede amortiguar el golpe.

Parecía que el día iba a ser magnífico; el sol estaba secando la hierba y era tal el silencio que se podía oír a los insectos zigzagueando entre las florecillas silvestres. Había algo en aquellas colinas verdes que me ponía los nervios de punta, algo persistente y hermético, como si alguien me diera la espalda. Tardé unos segundos en entender de qué se trataba: estaban vacías. Ni una sola persona de todo Glenskehy se había acercado para ver qué ocurría.

En aquel sendero, ocultos a la vista por los árboles y los setos, Sam me estrechó entre sus brazos.

– Pensaba que eras tú -me susurró en el pelo con voz baja y temblorosa-. Pensaba que eras tú.