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Capítulo 2

Lo cierto es que no me pasé los tres días siguientes tragándome telebasura, como le había dicho a Frank. Para empezar, la inactividad no va conmigo y, cuando estoy nerviosa, necesito moverme. Lo que hice (a fin de cuentas me dedico a esto por la emoción) fue ponerme a limpiar. Froté, pasé la aspiradora y pulí hasta el último centímetro de mi apartamento, zócalos y el interior del horno incluidos. Descolgué las cortinas, las lavé en la bañera y las puse en la escalera de incendios para que se secaran. Colgué el edredón del alféizar de la ventana y lo sacudí con una espátula de madera para quitarle el polvo. De haber tenido pintura, la habría emprendido con las paredes. Si soy sincera, pensé en ponerme mi disfraz de idiota y buscar una tienda de bricolaje, pero como le había hecho una promesa a Frank, en lugar de eso limpié la parte posterior de la cisterna.

Y en ningún momento dejé de pensar en lo que Frank me había dicho: «No me esperaba esta reacción… De ti menos que de nadie…». Después de la Operación Vestal solicité que me transfirieran de la brigada de Homicidios. Tal vez, comparativamente hablando, el departamento de Violencia Doméstica no suponga un gran desafío, pero al menos se respira paz, pese a que soy plenamente consciente de que es una palabra extraña para usar en este contexto. O alguien pega a alguien o no lo hace; es tan sencillo como eso, y lo único que hay que descifrar es si hay o no un maltratador y cómo conseguir que deje de serlo. El departamento de Violencia Doméstica es así de directo y útil de todas todas, y eso es exactamente lo que yo deseaba con todas mis fuerzas en aquel momento. Estaba agotada de apostar siempre fuerte y de enfrentarme constantemente a complicaciones y dilemas morales.

«No me esperaba esta reacción… De ti menos que de nadie…» La sola visión de mi traje chaqueta para ir al trabajo perfectamente planchado y colgado de la puerta del armario, listo para el lunes, me intranquilizó. Al final, incluso me costaba mirarlo. Lo metí en el armario y cerré la puerta de un portazo.

Y, por supuesto, durante todo aquel tiempo, hiciera lo que hiciese, no dejé de pensar en aquella muchacha muerta. Tenía la sensación de que tal vez habría podido detectar alguna pista en su rostro, algún mensaje cifrado en un código que sólo yo podía descifrar… siempre y cuando hubiera tenido las agallas de contemplarlo. Si aún hubiera estado en Homicidios, habría hurtado una fotografía de la escena del crimen o una copia de su identidad y me la habría llevado a casa para examinarla en privado. Sam me habría traído una si se la hubiera pedido, pero no lo hice.

En algún lugar y en algún momento del transcurso de aquellos tres días, Cooper le practicaría la autopsia. Sólo de pensarlo se me revolvía el estómago.

Jamás había visto a nadie tan parecido a mí. Dublín está infestado de muchachas escalofriantes que juraría por mi vida que son la misma persona, o al menos han salido de la misma botella de bronceado falso; en cambio, yo tal vez no sea una mujer de bandera, pero no soy para nada común. Mi abuelo materno era francés y, por alguna razón, la combinación de sangre francesa e irlandesa engendra algo bastante específico y característico. No tengo hermanos ni hermanas; mi familia, a grandes rasgos, se compone de tías, tíos y un montón de primos segundos alegres, ninguno de los cuales se parece físicamente a mí.

Mis padres fallecieron cuando yo tenía cinco años. Mi madre era cantante de cabaré y mi padre periodista. Una noche lluviosa de diciembre, durante el trayecto de regreso de un espectáculo en el que ella actuaba en Kilkenny encontraron un tramo de calzada resbaladizo. Conducía él. El coche dio tres vueltas de campana (es probable que se debiera a un exceso de velocidad) y quedó boca abajo en un campo hasta que un granjero atisbo la luz de los faros y se acercó a husmear. Mi padre falleció al día siguiente; mi madre ni siquiera llegó con vida a la ambulancia. Acostumbro a explicarle a la gente esta historia al poco de conocerla, para quitármela de encima. Hay quien se queda mudo y quien adopta una actitud sensiblera («Debes de echarlos mucho de menos») y, cuanto más nos conocemos, más se prolonga la fase de ñoñería. Nunca sé qué responder, porque sólo tenía cinco años y de eso hace ya veinticinco; creo que es justo afirmar que lo he superado, más o menos. Me gustaría recordarlos lo suficiente para echarlos de menos, pero lo único que añoro es la idea y, en ocasiones, las canciones que mi madre solía cantarme, pero eso no se lo cuento a nadie.

Tuve suerte. Miles de niños en la misma situación habrían resbalado por las grietas hasta ir a dar con sus huesos en un hospicio o a esa pesadilla de las escuelas industriales. Pero de camino al concierto, mis padres me habían dejado en Wicklow para que pernoctara en casa de la hermana de mi padre y su marido. Recuerdo los teléfonos sonando en medio de la noche, pasos apresurados por las escaleras y murmullos urgentes en el pasillo, el motor de un coche al encenderse, gente yendo y viniendo durante lo que me parecieron varios días y, por último, a mi tía Louisa sentándome en el salón, bajo la luz tenue, y explicándome que iba a quedarme con ellos durante un tiempo, porque mi madre y mi padre no iban a regresar.

Era mucho mayor que mi padre, y ella y el tío Gerard no tienen hijos. Él es historiador y les encanta jugar al bridge. No creo que nunca acabaran de acostumbrarse del todo a la idea de que yo viviera allí; me cedieron la habitación de invitados, con su cama de matrimonio, unos cuantos objetos de decoración pequeños y fácilmente rompibles y una impresión bastante inapropiada de El nacimiento de Venus, y adoptaron una cierta pose de preocupación cuando crecí lo suficiente para querer colgar mis propios pósteres en las paredes. Pero durante doce años y medio me alimentaron, me enviaron a la escuela, a clases de gimnasia y a lecciones de música, me dieron palmaditas distantes pero afectuosas en la cabeza cuando estaba a su alcance, y en general me dejaron vivir en paz. A cambio, yo me preocupé de que no me descubrieran cuando hacía campana, cuando me caía de sitios a los que no debería haber trepado, me castigaban después de clase o empezaba a fumar.

La mía fue, y es algo que nunca deja de asombrar a las personas a quienes se lo explico, una infancia feliz. Durante los primeros meses pasé mucho tiempo en el confín del jardín, llorando hasta vomitar y gritando palabrotas a los niños del vecindario que intentaban trabar amistad conmigo. Pero los niños son seres pragmáticos y siempre se las ingenian para salir vivitos y coleando de infiernos mucho peores que la orfandad; yo no podía seguir resistiéndome al hecho de que mis padres no fueran a regresar y a los miles de cosas llenas de vida que me rodeaban: a Emma, la vecinita de al lado, asomándose por la verja para invitarme a jugar con ella, a mi nueva bicicleta roja refulgiendo bajo el sol o a los gatitos semisalvajes del cobertizo del jardín, todos ellos aguardando con insistencia a que despertara de mi letargo y saliera de nuevo a jugar. Pronto descubrí que no puedes malgastar tu vida dedicándote a echar de menos lo que has perdido.

Me acostumbré a una nostalgia equivalente a la metadona (menos adictiva, menos obvia y menos capaz de volverte loca): echaba de menos lo que nunca había tenido. Cuando mis nuevos compañeros de clase y yo comprábamos barritas de chocolate Curly Wurly en la tienda, reservaba la mitad de la mía para mi hermana imaginaria (las guardaba en la parte inferior de mi armario, donde acababan por convertirse en un pringue que se me enganchaba a las suelas de los zapatos), y dejaba espacio en la cama de matrimonio para ella cuando ni Emma ni ninguna otra amiga se quedaba a pasar la noche. Cuando el asqueroso de Billy MacIntyre se sentaba en el pupitre de detrás del mío en la escuela y me pegaba los mocos en la falda, mi hermano imaginario le zurraba hasta que yo aprendí a defenderme por mí misma. En mi mente, los adultos nos admiraban, tres cabezas oscuras idénticas alineadas, y exclamaban: «¡Vaya, es innegable que son familia! Son como tres gotas de agua».