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– Una chica organizada -opiné.

– Y que lo digas. Organizada, creativa y persuasiva. Actuaba con absoluta naturalidad; ni yo mismo lo habría hecho mejor. Nunca intentó pedir el subsidio del desempleo, lo cual fue muy inteligente por su parte; optó por conseguir un empleo en una cafetería de la ciudad, donde trabajó a jornada completa durante el verano, y luego empezó a estudiar en el Trinity en octubre. El título de su tesis (ya verás cómo te gusta) es: «Otras voces: identidad, ocultación y verdad». Versa sobre mujeres que escribieron bajo otra identidad.

– ¡Genial! -exclamé-. Al menos tenía sentido del humor.

Frank me lanzó una mirada socarrona.

– No tiene por qué gustarnos, cariño -comentó al cabo de un instante- Simplemente tenemos que descubrir quién la asesinó.

– Tienes que descubrirlo tú. No yo. ¿Sabes algo más?

Se colocó un pitillo entre los labios y buscó el mechero.

– Sigamos: estudia en el Trinity. Entabla amistad con otros cuatro doctorandos de su mismo posgrado y prácticamente se comunica sólo con ellos. El pasado septiembre uno de ellos hereda una casa de su tío abuelo y todos se mudan allí. Se la conoce como Whitethorn House. Está en las afueras de Glenskehy, a poco menos de un kilómetro de donde hemos encontrado su cadáver. El miércoles por la noche, nuestra chica salió a dar un paseo y no regresó a casa. Los otros cuatro se sirven de coartada mutuamente.

– Cosa que podrías haberme explicado por teléfono -apunté.

– Cierto -convino Frank y, mientras rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta, añadió-: pero no podría haberte enseñado esto. Mira: los Cuatro Fantásticos. Sus compañeros de piso.

Sacó un puñado de fotografías y las diseminó sobre la mesa. Una de ellas era una instantánea tomada un día de invierno, con el cielo gris y unos copos de nieve en el suelo: cinco personas frente a una gran mansión georgiana, con las cabezas juntas y el cabello hacia un lado por efecto de un golpe de viento. Lexie aparecía en el centro, enfundada en el mismo chaquetón que llevaba el día de su muerte, riendo, y yo volví a notar una brusca sacudida en el cerebro: «¿Cuándo he estado yo…?». Frank me observaba como un perro sabueso. Dejé la fotografía sobre la mesa.

Las demás fotografías eran fotogramas extraídos de lo que parecía un vídeo casero; tenían ese aspecto tan característico, con los contornos difuminados en los puntos justo donde las personas se mueven. Las habían impreso en Homicidios; fácil deducción, puesto que la impresora que usan siempre deja una raya en la esquina superior derecha. Eran cuatro fotografías de cuerpo entero y otras cuatro de primeros planos, todas ellas tomadas en la misma estancia, con el mismo papel raído de florecillas diminutas como telón de fondo. En una esquina de dos de las imágenes se aprecia un inmenso abeto, aún sin decorar, justo antes de Navidades.

– Daniel March -indicó Frank, señalando con el dedo-. No Dan ni Danny, sino Daniel. El heredero de la casa. Hijo único, huérfano, nacido en el seno de una familia angloirlandesa de rancio abolengo. El abuelo perdió la mayor parte de su fortuna en negocios turbios en los años cincuenta, pero conservó dinero suficiente para legarle al pequeño Daniel una exigua renta. Disfruta de una beca, de modo que no paga tasas en la universidad. Está cursando un doctorado en, y no bromeo, «El objeto inanimado como narrador en la poesía épica de principios de la Edad Media».

– Así que no es ningún tonto -aventuré.

Daniel era un tipo grandullón, de más de un metro ochenta de altura y complexión fuerte, con el pelo moreno y brillante y la mandíbula cuadrada. Aparecía sentado en un sillón de orejas, extrayendo con delicadeza un adorno de cristal de su caja y mirando a la cámara. Sus ropas (camisa blanca, pantalones negros y jersey gris suave) parecían caras. En el primer plano, sus ojos, enmarcados por unas gafas de montura de acero, se apreciaban grises y fríos como la piedra.

– Ni un pelo de tonto. Ninguno de ellos lo es, pero él menos que ninguno. Vigila con éste. Hay que andarse con mucho cuidado al lado de alguien así.

Pasé por alto el comentario.

– Justin Mannering -continuó Frank. Justin se había enredado en una guirnalda de luces de Navidad blancas y las miraba con aire indefenso. También era alto, pero más delgado, con más aspecto de académico. Su cabello corto y desvaído empezaba a retroceder, llevaba unas gafitas sin montura y tenía el rostro alargado y afable-. Es de Belfast. Su tesis versa sobre el amor sagrado y profano en la literatura renacentista, sea lo que sea el amor profano; a mí me suena a que cuesta un par de libras por minuto. Su madre falleció cuando él tenía siete años, su padre volvió a casarse y tiene dos hermanastros. No se deja caer mucho por casa. Pero papá (papá es abogado) sigue pagando sus tasas y le envía una asignación mensual. Algunos lo tienen muy fácil en la vida, ¿no crees?

– ¿Qué van a hacer si sus padres tienen dinero? -comenté con aire distraído.

– Podrían buscarse un trabajo, por decir algo. Lexie daba clases particulares, corregía trabajos, vigilaba en exámenes. Fue camarera en una cafetería hasta que se trasladaron a Glenskehy y el transporte hasta allí se complicó. ¿Tú trabajaste durante la universidad?

– Sí, de camarera. Era un asco. Lo último que habría hecho de haber podido elegir. Dejar que contables borrachos te pellizquen el culo no te convierte necesariamente en mejor persona.

Frank se encogió de hombros.

– No me gusta la gente a la que se lo dan todo masticado. Y ya que estamos en ello, éste es Raphael Hyland, apodado Rafe. Un zorro sarcástico. Papá es un ejecutivo de un banco mercantil originario de Dublín pero emigrado a Londres en los años setenta. Mamá es alguien muy conocido en la buena sociedad. Se divorciaron cuando él tenía seis años y lo soltaron en un internado, del cual lo trasladaban cada par de años, cuando papá conseguía un nuevo ascenso y podía permitirse pagar una institución más cara. Rafe vive de su fondo de fideicomiso. Su doctorado gira en torno al descontento en el teatro jacobino.

Rafe aparecía repantingado en un sofá con una copa de vino y un gorro de Papá Noel, a guisa de objeto de decoración, y además hacía bien su papel. Era guapo hasta la ridiculez, con esa guapura que incita a muchos tipos a sentir la necesidad imperiosa de demostrar su ingenio oculto. Tenía una estatura y una complexión parecidas a las de Justin, pero su rostro era todo huesos y curvas peligrosas, y estaba cubierto por una pátina dorada: una densa cabellera de color rubio ceniza, una de esas pieles que siempre parece ligeramente bronceada y unos ojos almendrados de color té helado con los párpados caídos como los de un halcón. Parecía la máscara de la tumba de un príncipe egipcio.

– ¡Guau! -exclamé-. Este asunto empieza a pintar mucho mejor…

– Si te portas bien, no me chivaré a tu novio de lo que has dicho. Además, probablemente sea travestí -añadió Frank, con una predictibilidad demoledora-. Y la última, pero no por ello menos importante, es Abigail Stone. La llaman Abby.

Abby no era exactamente guapa, era bajita, con una melena castaña hasta los hombros y la nariz respingona, pero había algo en su cara, la singularidad de sus cejas y el gesto de sus labios, que le confería un aire socarrón que te incitaba a mirarla de nuevo. Estaba sentada frente a la persona que sujetaba la cámara, supuestamente Lexie, con mirada irónica, y su mano libre borrosa me hizo pensar que acababa de lanzar una palomita a la cámara.

– Abby es una historia aparte -prosiguió Frank-. Originaria de Dublín, no conoció a su padre y su madre la abandonó en un hogar de acogida cuando tenía diez años. Abby aprobó la Selectividad, entró en el Trinity, se dejó el alma estudiando y se licenció con el mejor expediente de su promoción. Realiza una tesis sobre la clase social en la literatura victoriana. Solía pagarse los gastos limpiando oficinas y dando clases particulares de inglés a niños pequeños; ahora que no tiene que pagar alquiler (Daniel no les cobra), imparte algunas clases de refuerzo en institutos que le dan un dineral y ayuda a su director de la tesis en sus investigaciones. Os llevaréis bien.