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Incluso sorprendidas con la guardia baja, como en aquellas imágenes, algo impulsaba a querer saber más de aquellas personas. En parte se debía a la perfección pura y luminosa que emanaba todo: casi podía oler el pan de jengibre horneándose y escuchar a los niños cantando villancicos de fondo; estaban a un paso de componer una postal. Pero también llamaba la atención su forma de vestir, austera, casi puritana: las camisas de los muchachos eran de un blanco resplandeciente y las rayas de sus pantalones parecían trazadas con un cuchillo; la falda larga de lana de Abby se le ajustaba recatadamente por debajo de las rodillas, y no había una sola marca comercial o eslogan a la vista. En mis años de universidad, parecía que todos habíamos lavado nuestras prendas con demasiada frecuencia en una lavandería de mala muerte con un detergente de marca barata, lo cual era cierto. Aquellos muchachos, en cambio, lucían un aspecto tan prístino que resultaba espeluznante. Por separado habrían podido parecer reprimidos, casi aburridos, en medio de la orgía dublinesa de la expresión personal mediante marcas de diseñador, pero juntos ofrecían una imagen cuádruple fría y desafiante que no sólo los hacía parecer excéntricos, sino casi alienígenas, gentes de otro siglo, remotas y formidables. Como la mayoría de los detectives, y Frank lo sabía, por supuesto que lo sabía, nunca he sido capaz de despreocuparme de algo que no entiendo.

– ¡Vaya pandilla más curiosa! -recalqué.

– Es precisamente lo que son, de acuerdo con el resto del departamento de Lengua y Literatura inglesas. Los cuatro se conocieron al empezar la universidad, hace ahora cerca de siete años. Desde entonces han sido inseparables; no tienen tiempo para nadie más. No son especialmente populares en el departamento; los otros estudiantes los tildan de pretenciosos, lo cual no me sorprende en absoluto. Pero de alguna manera nuestra chica consiguió hacer migas con ellos al poco tiempo de matricularse en el Trinity. Otros estudiantes intentaron entablar amistad con ella, pero ella no sentía interés en ellos. Tenía las miras puestas en este grupo.

Entendí el porqué y me cayó simpática, pero sólo un poco. Fuera quien fuese aquella muchacha, no tenía un gusto barato.

– ¿Qué les has dicho?

Frank sonrió.

– Cuando llegó a la casucha y se desmayó, la conmoción y el frío la sumieron en un coma hipotérmico. Eso ralentizó sus pulsaciones, de manera que cualquiera que la hubiera encontrado podría haber creído fácilmente que estaba muerta, pero gracias a ello se detuvo la hemorragia y se evitó que los órganos resultaran dañados. Cooper sostiene que es «clínicamente absurdo, pero posiblemente bastante plausible para gente sin conocimientos médicos», cosa que a mí me va de perlas. Hasta ahora nadie parece ponerlo en duda. -Encendió un cigarrillo y lanzó unos cuantos aros de humo en dirección al techo-. Sigue estando inconsciente y se debate entre la vida y la muerte, pero podría recuperarse. Nunca se sabe.

No sentí ningunas ganas de brindar por ello.

– Querrán verla… -aventuré.

– Sí, sí, han pedido hacerlo. Por desgracia, por motivos de seguridad, no podemos revelar dónde se encuentra en estos momentos.

Parecía disfrutar con ello.

– ¿Cómo se lo han tomado? -quise saber.

Frank reflexionó unos instantes, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, mientras fumaba lentamente.

– Están impresionados -explicó al fin-, como es natural. Sin embargo, me pregunto si lo están por el hecho de que la hayan apuñalado o si uno de ellos, en concreto, lo está ante la perspectiva de que Lexie pueda recobrar la conciencia y explicarnos lo sucedido. Se han mostrado muy colaboradores, han respondido a todas nuestras preguntas sin objeción alguna… Pero en realidad no nos han contado prácticamente nada. Son una pandilla extraña, Cass, difíciles de interpretar. Me encantaría comprobar cómo te las apañas con ellos.

Formé un montoncito con las fotografías y se las entregué de nuevo a Frank.

– Aclárame una cosa -le pedí-: ¿por qué has venido a enseñarme estas fotos?

Frank se encogió de hombros y me miró con sus ojos azules abiertos como platos, con gesto inocente.

– Para comprobar si reconocías a alguno de ellos. Eso podría dar un giro radical a…

– Pues no. Sin rodeos, Frankie. ¿Qué quieres?

Frank suspiró. Golpeó metódicamente las fotografías contra la mesa para alinear los bordes y se las guardó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta.

– Quiero saber -contestó con voz pausada- si estoy perdiendo el tiempo contigo. Necesito saber si estás cien por cien segura de regresar a trabajar el lunes por la mañana en Violencia Doméstica y olvidar que todo esto ha ocurrido.

El tono irrisorio y la impostura habían desaparecido de su voz, y yo conocía lo bastante a Frank para saber que precisamente en aquellos momentos era cuando se volvía más peligroso.

– No estoy segura de tener opción a olvidarme de todo esto -confesé con un titubeo-. Este asunto me ha dejado helada. No me gusta y no quiero involucrarme en él.

– ¿Estás segura? Porque me he pasado los dos últimos días trabajando como un condenado, sonsacando hasta el último de los detalles sobre la vida de Lexie Madison a todo aquel que se me ha cruzado en el camino…

– Cosa que tendría que haberse hecho de todos modos. Deja de hacerme chantaje emocional.

– Y si estás segura al cien por cien, no tiene sentido que malgastes tu tiempo ni que me hagas malgastar el mío siguiéndome la corriente.

– Tú has querido que te diera coba -señalé-. Sólo por tres días, sin compromiso y blablablá.

Frank asintió pensativo.

– Así que eso es lo único que te has dedicado a hacer: seguirme la corriente. Estás contenta en Violencia Doméstica. Te sientes segura.

La verdad es que Frank tiene un talento especial para tocar la fibra sensible, y lo había hecho. Quizá fuera el simple hecho de verlo de nuevo, de ver su sonrisa y de oír la rápida cadencia de su voz lo que me había devuelto a aquella época en que aquel trabajo se me antojaba tan luminoso y estimulante que lo único que me apetecía era tomar carrerilla y lanzarme de cabeza. Quizá fuera la frescura de la primavera en el aire lo que me arrastraba. O tal vez fuera simplemente que nunca se me había dado bien autocompadecerme durante mucho tiempo. Pero fuera cual fuese el motivo, tenía la sensación de estar despierta por primera vez en meses y, de repente, la idea de reincorporarme a Violencia Doméstica el lunes, aunque no tenía intención de confesárselo a Frank, me provocaba un sarpullido. Trabajaba con un tipo de Kerry llamado Maher que llevaba jerséis de golf, que pensaba que cualquier acento de fuera de Irlanda era una fuente de diversión infinita y que respiraba por la boca cuando tecleaba y, de repente, no estaba segura de poder soportar su compañía otra hora más sin arrojarle la grapadora a la cabeza.

– ¿Qué tiene eso que ver con este caso? -pregunté.

Frank se encogió de hombros y aplastó la colilla del cigarrillo.

– Simple curiosidad. La Cassie Maddox a quien yo conocí no habría sido feliz con un trabajo seguro de nueve a cinco que podría hacer con los ojos cerrados. Eso es todo.

Un arrebato de ira se apoderó de mí y quise que Frank se largara de mi casa. Hacía que pareciera demasiado pequeña, abarrotada y peligrosa.