– Chisss -les siseó, llevándose un dedo a los labios.
Yo nunca había visto tanto amor, tanta ternura y una urgencia tan impresionante en el rostro de nadie, jamás en mi vida.
– Ni una palabra. Pase lo que pase -les ordenó.
Los demás lo miraban sin comprender.
– Todo saldrá bien -les aseguró-. De verdad, ya lo veréis.
Sonreía. Luego se volvió hacia mí y su cabeza se movió, con un asentimiento diminuto y privado que había visto miles de veces antes. Rob y yo, nuestros ojos tropezándose a ambos lados de una puerta que no se abriría, en una mesa en una sala de interrogatorios, y aquel asentimiento casi invisible entre nosotros: «Adelante».
Todo transcurrió tan lentamente… La mano libre de Daniel ascendiendo a cámara lenta, dibujando un largo y fluido arco, para apoyar el revólver. Un inmenso silencio submarino se apoderó de la habitación, las sirenas se habían callado, la boca de Justin se abrió al máximo, pero yo no oí nada de lo que salía por ella; el único ruido en el mundo fue el chasquido metálico y plano de Daniel levantando el revólver. Las manos de Abby estirándose hacia él, como estrellas de mar, su melena ondeando al viento. Tuve tanto tiempo, tiempo de ver la cabeza de Justin ocultándose entre sus rodillas y de balancear mi arma abriéndose paso hasta el pecho, tiempo de ver las manos de Daniel tensarse alrededor de la Webley y de recordar su tacto sobre mis hombros, el tacto de aquellas manos grandes, cálidas y hábiles. Tuve tiempo de identificar aquel sentimiento ya casi olvidado, de recordar el olor acre del pánico que despedía aquel camello de mi primera misión, el flujo constante de la sangre entre mis dedos; tiempo de darme cuenta de lo fácil que era desangrarse hasta morir, de lo simple que era, del poco esfuerzo que requería. Y luego el mundo explotó.
He leído en algún sitio que la última palabra en todas las cajas negras de todos los aviones estrellados, la última cosa que el piloto dice cuando sabe que está a punto de morir es «mamá». Cuando todo el mundo y toda tu vida se te escapan a la velocidad de la luz, eso es lo único que te queda. Me aterrorizaba la idea de que, si algún día algún sospechoso me ponía una navaja en el cuello, si mi vida se condensaba en una milésima de segundo, no quedara nada más que decir dentro de mí, nadie a quien llamar. Pero lo que dije, lo que pronuncié con voz inaudible en aquel silencio fino como un cabello entre el disparo de Daniel y el mío, fue «Sam».
Daniel no dijo nada. El impacto lo envió tambaleándose hacia atrás y el arma se le deslizó de las manos y cayó al suelo con un feo ruido seco. Se oyó un ruido de cristales rotos cayendo, un dulce centelleo impermeable. Creí ver un agujero como una quemadura de cigarrillo en su blanca camisa, pero lo estaba mirando a la cara. No mostraba dolor ni miedo, nada de eso; ni siquiera parecía desconcertado. Sus ojos estaban concentrados en algo, yo nunca sabría en qué, situado a mis espaldas. Parecía un atleta de carreras de obstáculos o un gimnasta, aterrizando perfectamente tras la última vuelta, desafiando la muerte: concentrado, tranquilo, sobrepasando todos los límites, sin aferrarse ya a nada, seguro.
– ¡No! -gritó Abby, sin más, a modo de última orden.
Su falda revoloteó alegre en medio de la luz del sol, mientras se abalanzaba sobre él. Entonces Daniel pestañeó y se encogió de lado, lentamente, y no quedó nada detrás de Justin, excepto una pared blanca y limpia.
Capítulo 25
Los pocos minutos siguientes son fragmentos de pesadilla unidos a grandes lagunas en blanco. Sé que corrí, que resbalé sobre los vidrios rotos y continué corriendo, que intenté llegar hasta Daniel. Sé que Abby, agachada sobre él, luchó como una gata para apartarme de él, con los ojos desorbitados y arañándome. Recuerdo la sangre embadurnando su camisa, el estruendo que reverberó en toda la casa cuando derribaron la puerta, voces masculinas gritando, pies aporreando el suelo. Manos bajo mis brazos, arrastrándome hacia atrás; me retorcí y di puntapiés hasta que me zarandearon con fuerza, se me aclaró la vista y reconocí el rostro de Frank cerca del mío: «Cassie, soy yo, tranquila, todo ha terminado». Recuerdo a Sam apartándolo, recorriéndome con sus manos todo el cuerpo, presa del pánico, en busca de heridas de bala, sus dedos manchados de sangre, «¿Es tuya? ¿Esta sangre es tuya?», y yo no sabía qué responder. Recuerdo a Sam dándome media vuelta, agarrándome y su voz flaqueando finalmente con alivio: «Estás bien, no tienes nada, ha fallado…». Alguien comentó algo acerca de la ventana. Sollozos. Demasiada luz, colores tan intensos que podrían cortar, una algarabía de voces, «una ambulancia, llamen a una…».
Al fin alguien me condujo fuera de la casa, me metió en un coche patrulla y cerró la puerta de un portazo. Permanecí allí sentada largo tiempo contemplando los cerezos, el cielo sereno atenuándose lentamente, el distante y oscuro perfil sinuoso de las montañas. No pensaba en nada.
Existen procedimientos para esto, para tiroteos en los que se ve involucrado un agente de policía. En el cuerpo existen procedimientos para todo que nadie menciona hasta el día en que por fin se requieren y el guardián hace girar la oxidada llave y limpia el polvo del expediente a soplidos. Yo nunca había conocido a un policía que hubiera disparado a nadie, nadie capaz de explicarme qué debería esperar o cómo enfrentarme a aquello o que me reconfortara asegurándome que todo saldría bien.
Byrne y Doherty tuvieron que cumplir su cometido y llevarme a la comisaría de Phoenix Park, donde Asuntos Internos trabaja en flamantes despachos entre una densa y esponjosa nube de mecanismos de defensa. Byrne iba al volante; la caída de sus hombros decía, alto y claro como un bocadillo de cómic dibujado sobre su cabeza: «Sabía que ocurriría algo así». Yo viajaba en el asiento trasero, como una sospechosa, y Doherty me miraba furtivamente por el retrovisor. Estaba a punto de caérsele la baba: probablemente esto fuera lo más emocionante que le hubiera pasado en toda la vida, por no hablar de los cotilleos, que suelen ser un boleto ganador en nuestro sector, y a él acababa de tocarle el premio gordo. Yo tenía tanto frío en las piernas que apenas podía moverlas; el frío me había calado hasta los huesos, como si hubiera caído en un lago congelado. En cada semáforo, Byrne detenía el vehículo y perjuraba con aire taciturno.
Todo el mundo detesta Asuntos Internos, la «Brigada de las Ratas» es como lo apodan, «Los Colaboracionistas» y otras lindezas, pero conmigo se portaron bien, al menos aquel día. Se mostraron imparciales, profesionales y muy amables, como enfermeras realizando sus rituales expertos alrededor de un paciente que ha sufrido un terrible accidente y ha quedado desfigurado. Se quedaron mi placa, «mientras dure la investigación», aclaró alguien con voz tranquilizadora; me sentía como si me hubieran afeitado la cabeza. Me quitaron el vendaje y desasieron el micrófono. Se quedaron también mi arma como prueba, cosa que era, por otra parte; unos dedos cuidadosos enguantados en látex la dejaron caer en una bolsa de pruebas, la cerraron y la etiquetaron con una caligrafía clara con rotulador. Una agente de la policía científica con su melena castaña recogida en un impecable moño como el de una sirvienta victoriana me clavó una aguja en el brazo con destreza y me tomó una muestra de sangre para comprobar si había restos de alcohol y drogas; recordé vagamente a Rafe sirviéndome una copa y el suave frío del vidrio, pero no recordaba haberle dado ni un solo sorbo y pensé que aquello sería un punto a mi favor. Me tomó muestras de las manos con un hisopo en busca de residuos de pólvora y entonces caí en la cuenta, como si estuviera observando a alguien desde una distancia prudencial, de que mis manos no temblaban, de que estaban firmes como una roca y de que un mes de comidas en Whitethorn House había suavizado los huecos junto a los huesos de mis muñecas.
– Ya está -dijo la policía científica, en tono reconfortante-, rápido e indoloro.