No suelo pensar en mis padres. Sólo tengo un puñado de recuerdos y no quiero que se desgasten, que las texturas se alisen y que los colores se atenúen por la sobreexposición. Cuando los rememoro, muy rara vez, necesito que sean lo bastante luminosos para cortarme la respiración y lo bastante nítidos para llegarme al alma. Aquella noche, en cambio, los extendí todos sobre el alféizar de aquella ventana como si fueran delicadas imágenes recortadas en papel de seda y los repasé de arriba abajo, uno a uno. Mi madre una mera sombra a la luz de la lamparilla sentada al lado de mi cama, apenas una cintura delgada y una coleta de rizos, una mano en mi frente y un perfume que nunca he olido en ningún otro lugar y una voz grave y dulce cantándome una nana: «A la claire fontaine, m'en allant promener, j'ai trouvé l'eau si belle que je m'y suis baignée». Era entonces más joven de lo que yo soy ahora: no llegó a cumplir los treinta. Mi padre sentado en una ladera verde conmigo, enseñándome a hacerme la lazada en las zapatillas, sus zapatos marrones desgastados por el uso, sus manos fuertes con un rasguño en un nudillo, el sabor de un helado de cerezas en mi boca y ambos riéndonos de la maraña que yo estaba haciendo con los cordones. Los tres tumbados en el sofá bajo un edredón viendo una película en la tele, los brazos de mi padre abrazándonos a todos en un enorme, cálido y enmarañado fardo, la cabeza de mi madre encajada bajo su barbilla y mi oreja apoyada en su pecho para que pudiera oír el rumor de su risa en mis huesos. Mi madre maquillándose antes de salir a un concierto, yo despatarrada en su cama observándola y enrollando la colcha alrededor de mi dedo pulgar y preguntando: «¿Cómo os conocisteis papá y tú?». Y ella sonriendo, en el espejo, una sonrisa leve e íntima a sus propios ojos ahumados: «Te lo contaré cuando seas mayor. Cuando tú también tengas una hija. Algún día».
El cielo empezaba a tornarse gris, a lo lejos, en el horizonte, y yo deseé tener un arma para llevarme al campo de tiro mientras me preguntaba si un generoso trago de brandy me ayudaría a quedarme dormida en aquella repisa cuando sonó el timbre, un timbrazo tentativo breve, tan breve que pensé que lo había imaginado.
Era Sam. No se sacó las manos de los bolsillos del abrigo y yo no lo toqué.
– No pretendía despertarte -dijo-, pero imaginaba que estarías despierta de todos modos…
– No logro dormir -aclaré-. ¿Cómo ha ido?
– Como era de esperar. Están destrozados, nos odian con todas sus fuerzas y no piensan decir nada.
– Claro -contesté-. Ya me lo figuraba.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí, estoy bien -respondí automáticamente.
Echó un vistazo alrededor de la casa: demasiado ordenada, ni un plato en el fregadero, el futón aún plegado, y pestañeó con fuerza, como si los párpados le rasparan.
– El mensaje que me enviaste -dijo-. Envié a Byrne a la casa en cuanto lo leí. Dijeron que la mantendrían vigilada, pero… ya sabes cómo es. Se limitó a rodearla con el coche durante su turno nocturno.
Algo nublado y oscuro trepó a mis espaldas, alzándose sobre mí, temblando en mi hombro como un gato enorme listo para saltar.
– John Naylor -dije-. ¿Qué ha hecho?
Sam se frotó los ojos con las manos.
– Los bomberos piensan que usó gasolina. Rodeamos toda la casa con la cinta de escena de crimen, pero… Habían derribado la puerta, como ya sabes, y la ventana del fondo, la que Daniel rompió al disparar… Naylor se limitó a pasar por debajo de la cinta y entrar en la casa.
Una pira funeraria entre el paisaje montañoso. Abby, Rafe y Justin solos en salas de interrogatorio mugrientas, Daniel y Lexie sobre acero frío.
– ¿Han podido conservar algo?
– Byrne tardó en divisar el fuego y llamó a los bomberos… pero la casa está a kilómetros de todo.
– Lo sé -dije.
No recuerdo haberme sentado en el futón. Notaba el mapa de la casa grabado en mis huesos: la forma del poste de arranque de la escalera impresa en la palma de mi mano, las curvas del catre de Lexie clavadas en mi espalda, las inclinaciones y los giros de los escalones a mis pies; mi cuerpo se convirtió en un reluciente mapa del tesoro de una isla perdida. Lo que Lexie había comenzado yo lo había acabado por ella. Entre las dos habíamos reducido Whitethorn House a escombros y cenizas humeantes. Quizá fuera eso lo que ella había querido de mí desde el principio.
– He pensado -continuó diciendo Sam- que preferirías saberlo por mí en lugar de por…, no sé, por el informativo de la mañana. Sé lo que sentías por esa casa.
Ni siquiera entonces su voz dejó traslucir ni una chispa de amargura, pero no se acercó a mí y no se sentó. Seguía con el abrigo puesto.
– ¿Y los demás? -pregunté-. ¿Lo saben ya?
Por un segundo se me nubló el pensamiento, antes de recordar cuánto debían de odiarme en aquellos momentos y cuánto derecho tenían a hacerlo, y pensé: «Debería explicárselo. Deberían saberlo por mí».
– Sí. Se lo he comunicado. No es que a mí me adoren, pero a Mackey… Consideré que era mejor que lo supieran por mí. Ellos… -Sam sacudió la cabeza. El tenso gesto de la comisura de sus labios me indicó cómo se había desarrollado la situación-. Se repondrán -añadió- antes o después.
– No tienen familia -repliqué-. No tienen amigos, nada. ¿Dónde van a alojarse?
Sam suspiró.
– De momento están detenidos. Por conspiración para la comisión de un homicidio. La acusación no se sostrendrá: no tenemos nada contra ellos a menos que confiesen, y no lo harán…, pero… bueno. Tenemos que intentarlo. Mañana, cuando los suelten, Asistencia a las Víctimas los ayudará a encontrar un alojamiento.
– ¿Y qué hay de Cómosellame? -pregunté; visualizaba el nombre en mi cabeza, pero era incapaz de pronunciarlo-. Por el incendio. ¿Lo habéis detenido también?
– ¿A Naylor? Byrne y Doherty fueron en su búsqueda, pero aún no ha aparecido. No tiene sentido perseguirlo: se conoce esas montañas como la palma de su mano. Reaparecerá tarde o temprano. Entonces lo detendremos.
– ¡Qué desastre! -exclamé. La tenue y desenfocada luz amarilla imprimía al apartamento el aspecto de un subterráneo asfixiante-. ¡Vaya desastre de cinco estrellas y veinticuatro quilates que hemos armado!
– Sí -corroboró Sam-, bueno… -y se encogió levemente bajo los hombros de su abrigo. Miraba más allá de mí, a las últimas estrellas que se apagaban al otro lado de la ventana-. Esa muchacha fue un asunto turbio desde el principio. Pero al final se ha resuelto todo por sí solo, supongo. Será mejor que me vaya. Tengo que estar en la comisaría temprano para volver a intentarlo con los chicos, por si acaso. Pensé que querrías saber lo ocurrido.
– Sam -dije. No tenía fuerzas para ponerme en pie; tuve que hacer acopio de toda mi valentía para tenderle la mano-. Quédate.
Lo vi remorderse el labio. Seguía sin mirarme a los ojos.
– Tú deberías dormir también; debes de estar destrozada. Y yo ni siquiera tendría que estar aquí. Asuntos Internos dijo…
No podía decirle: «Cuando pensé que me iban a disparar, mi último pensamiento fue para ti». Ni siquiera me salió pedirle: «Por favor». Me limité a quedarme sentada en el futón, con la mano extendida, sin respirar, rogando al cielo por que no fuera demasiado tarde.
Sam se pasó una mano por la boca.