– Necesito saber algo -me dijo-. ¿Piensas trasladarte de nuevo al departamento de Operaciones Secretas?
– ¡No! -exclamé-. Por supuesto que no. Bajo ningún concepto. Este caso era distinto, Sam. Era una oportunidad única en la vida.
– Tu amigo Mackey dijo… -Sam se frenó y sacudió la cabeza, disgustado-. Ese gilipollas…
– ¿Qué dijo?
– Nada, un montón de gilipolleces. -Sam se desplomó en el sofá, como si alguien le hubiera cortado las cuerdas-. Dijo que lo de ser agente secreto se lleva en la sangre, que regresarías ahora que habías vuelto a paladearlo. Esa clase de cosas. Yo no podría… He sufrido muchísimo, Cassie, y eso que sólo han sido unas semanas… No podría soportar que trabajases de nuevo a tiempo completo… No sabría cómo afrontarlo. No lo aguantaría.
Yo estaba demasiado cansada para enfadarme.
– Frank no dice más que sandeces -contesté-. Es lo que mejor se le da. No me aceptaría en la brigada aunque quisiera volver a ella, cosa que no quiero. Simplemente no quería que intentaras hacerme regresar a casa. Supuso que si creías que yo quería reincoporarme…
– Sí, tiene sentido -opinó Sam-, sí. -Fijó la mirada en la mesilla del café, limpió el polvo que se había acumulado en ella con las yemas de los dedos-. Entonces ¿vas a quedarte en Violencia Doméstica? ¿Seguro?
– Quieres decir si aún conservo un trabajo después de lo de ayer, ¿no?
– Mackey es el culpable de lo que sucedió ayer -replicó Sam y, pese al agotamiento, vi un potente destello de rabia cubrirle el rostro-, no tú. Él es el único culpable. En Asuntos Internos no son tontos: lo saben perfectamente, como el resto del mundo.
– No fue sólo culpa de Frank -refuté-. Yo estaba allí, Sam. Dejé que la situación se descontrolara, dejé que Daniel pusiera sus manos sobre una pistola y luego le disparé. No puedo culpar de eso a Frank.
– Y yo accedí a que llevara a término esta idea de lunático y tendré que vivir con ello el resto de mis días. Pero es él quien estaba al mando. Cuando uno toma las riendas de algo, la responsabilidad de lo que ocurra recae sobre él. Si intenta achacarte este lío…
– No lo hará -lo defendí-. No es su estilo.
– Pues a mí me parece exactamente su estilo -me rebatió Sam. Sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse de la idea de Frank-. Ya nos ocuparemos de eso cuanto llegue el momento. Pero supongamos que estás en lo cierto y que no te jode para salvarse el culo, ¿te quedarías igualmente en Violencia Doméstica?
– Por ahora sí -respondí-. Pero dentro de un tiempo… -Ni siquiera sabía que iba a decir aquello, era lo último que esperaba que saliera de mis labios, pero una vez oí mis palabras, tuve la sensación de que habían estado esperando a encontrarlas desde aquella luminosa tarde con Daniel, bajo la hiedra-. Echo de menos Homicidios, Sam. Lo echo de menos como al sol por la mañana, siempre. Quiero volver.
– De acuerdo -contestó Sam. Echó la cabeza hacia atrás y respiró hondo-. Sí, es lo que pensaba. Supongo que eso significa el fin de nuestra relación.
No está permitido salir con nadie de tu misma brigada o, tal como lo describe O'Kelly con suma elegancia: nada de polvos rápidos sobre la fotocopiadora del departamento.
– No -negué-. No, Sam, no tiene por qué ser así. Incluso aunque O'Kelly estuviera dispuesto a aceptarme de nuevo, podría no haber ninguna vacante durante años y quién sabe dónde estaremos entonces. Tú podrías estar dirigiendo una brigada. -No sonrió-. Cuando llegue el momento, simplemente estaremos bajo el radar. Sucede todo el tiempo, Sam. Ya lo sabes. Barry Norton y Elaine Leahy…
Norton y Leahy trabajan en Vehículos Motorizados desde hace diez años y llevan conviviendo ocho. Fingen que comparten coche para ir al trabajo y todo el mundo, su superintendente incluido, aparenta desconocer la verdad.
Sam sacudió la cabeza, como un perro grande al despertarse.
– Pero no es eso lo que yo quiero -aclaró-. Les deseo lo mejor, claro está, pero yo quiero que nuestra relación sea real. Quizás a ti te bastaría con tener lo que ellos tienen; siempre me he figurado que ése era el motivo por el que no querías contarle a nadie que salíamos juntos, para poder reincorporarte a Homicidios algún día. Pero yo no quiero una amante o un rollo o una historia a medias tintas a jornada partida en la que tenga que actuar como si… -Rebuscó algo en el interior de su abrigo; estaba tan exhausto que lo manoseaba como si estuviera borracho-. Llevo esto conmigo desde dos semanas después de que empezáramos a salir. ¿Recuerdas que fuimos a dar un paseo por Howth Head? ¿Un domingo?
Lo recordaba. Era un día frío y gris, una lluvia tenue e ingrávida en el aire, el perfume del mar inundándome los pulmones; la boca de Sam sabía a sal marina. Estuvimos toda la tarde caminando por los bordes de altos acantilados y comimos pescado con patatas fritas en un banco para cenar; las piernas me dolían horrores y fue la primera vez tras la Operación Vestal que recuerdo sentirme como si fuera yo otra vez.
– El día siguiente -me explicó Sam- compré esto, en la pausa para la comida.
Encontró lo que buscaba y lo depositó en la mesilla del café. Era un cofrecito de anillo de terciopelo azul.
– Oh, Sam -susurré-. Oh, Sam.
– Yo iba en serio -continuó Sam-. Con esto, quiero decir. Contigo, conmigo. No me estaba divirtiendo.
– Y yo tampoco -me defendí. Aquella sala de observación, la mirada en sus ojos. «Estaba»-. Nunca. Simplemente… Me perdí en algún momento, durante un tiempo. Lo lamento muchísimo, Sam. Lo he fastidiado todo, y lo siento terriblemente.
– Pero es que yo ¡te quiero! Cuando te infiltraste en este caso estuve a punto de enloquecer… y no podía hablarlo con nadie, porque nadie sabía que somos novios. No puedo…
Su voz se apagó, se frotó los ojos con las manos. Sabía que tenía que haber algún modo de preguntar aquello con delicadeza, pero los contornos de mi visión no cesaban de combarse y titilar y me costaba pensar con claridad. Me pregunté si podría existir algún momento peor para mantener aquella conversación.
– Sam -dije-. Hoy he matado a una persona. Ayer, cuando sea. No me queda ni una sola neurona en el cerebro. Vas a tener que deletreármelo para que lo entienda: ¿estás rompiendo conmigo o me estás proponiendo en matrimonio?
Estaba bastante segura de cuál era la respuesta. Pero quería acabar con todo aquello cuanto antes, pasar por la rutina de la despedida y trincarme el resto del brandy hasta caer redonda.
Sam miró el cofrecillo del anillo con perplejidad, como si no estuviera seguro de cómo había llegado hasta allí.
– ¡Vaya! -exclamó-. Yo no quería… Lo tenía todo planeado: una cena romántica en algún restaurante agradable, con una vista bonita y todo eso. Y champán. Pero supongo que…, quiero decir, ahora que…
Agarró el cofre, lo abrió. Yo no procesaba lo que estaba ocurriendo; tan sólo logré asimilar que no me estaba dejando y que el alivio que sentía era más puro y más doloroso de lo que había imaginado. Sam se desenmarañó del sofá y se arrodilló sobre una pierna, con torpeza, en el suelo.
– De acuerdo -dijo, y me tendió el anillo. Estaba pálido y tenía los ojos como platos; parecía tan desconcertado como yo-. ¿Quieres casarte conmigo?
Lo único que me apetecía hacer era reír, no de él, sino de toda la locura pura y dura que aquel día había logrado concentrar en sí solo. Temía que, si arrancaba a reír, no podría parar de hacerlo.
– Sé -continuó Sam, y tragó saliva-, sé que significaría la prohibición expresa de regresar a Homicidios, no sin un permiso especial, y…
– Y ninguno de nosotros va a recibir ningún tratamiento especial en un futuro previsible -rematé yo.
La voz de Daniel me acarició la mejilla como plumas oscuras, como el viento de una larga noche descendiendo de una montaña distante. «Por lo que quieras tomar, un precio has de pagar, dice Dios.»
– Sí. Si… Bueno… Si quieres pensártelo… -Volvió a tragar saliva-. No tienes por qué decidirlo ahora mismo, claro está. Sé que esta noche no es el mejor momento para… Pero tenía que hacerlo. Antes o después tengo que saberlo.