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Lucía una tarde perezosa y soleada. El paseo marítimo estaba atestado de ancianos que deambulaban con el rostro orientado hacia el sol, de parejas acurrucadas, de bebés sobreexcitados que daban sus primeros pasos y caían al suelo como dulces abejorros. Reconocí a un montón de personas. Sandymount sigue siendo uno de esos lugares en los que reconoces rostros e intercambias sonrisas y compras perfume casero a los hijos de los vecinos; es uno de los motivos por los que vivo aquí, pero aquella tarde se me antojaba extraño y desconcertante. Tenía la sensación de haber estado lejos de allí demasiado tiempo, el suficiente como para que todos los escaparates hubieran cambiado, las casas se hubieran repintado con nuevos colores y los rostros familiares hubieran crecido, envejecido, fallecido.

La marea había bajado. Me descalcé, me arremangué los tejanos y atravesé la arena en dirección a la orilla, hasta que el agua me cubrió los tobillos. Un momento del día anterior pendía sobre mi cabeza sin cesar: la voz de Rafe, lisa y peligrosa como la nieve, diciéndole a Justin: «¡Maldito mamonazo!».

Esto es lo que podría haber hecho en aquel último segundo antes de que todo saltara por los aires: podría haber preguntado: «Justin, ¿me apuñalaste tú?». Justin habría contestado. Lo habríamos tenido grabado en cinta y, tarde o temprano, Frank o Sam o yo habríamos encontrado el modo de conseguir que lo repitiera, esta vez tras leerle sus derechos.

Probablemente nunca sabré por qué no lo hice. Por misericordia, quizá; por una chispa de ella, demasiado exigua y demasiado tardía. O (y ésta sería la opción que Frank esgrimiría) por una excesiva implicación emocional, incluso entonces: Whitethorn House y aquellas cinco personas seguían cubriéndome como polvo, seguían volviéndome fastuosa y desafiante, «nosotros contra el mundo». O quizás, y ésta es la explicación que yo anhelaba que fuera cierta, porque la verdad es más intrincada y menos asequible de lo que yo consideraba antes, un lugar luminoso e ilusorio que se alcanza tanto a través de sinuosas carreteras secundarias como de avenidas rectas, y en este caso estaba más cerca de lo que yo imaginaba.

Cuando regresé a casa, Frank estaba sentado en las escaleras frontales con una pierna estirada, jugando con el gato de los vecinos, enredándolo con el cordón de sus zapatos y silbando una tonadilla. Tenía un aspecto espantoso, arrugado, con cara de sueño y necesitaba con urgencia un afeitado. Cuando me vio, dobló la pierna y se puso en pie, y el gato desapareció a toda prisa entre los matorrales.

– Detective Maddox -me nombró-. Hoy no se ha presentado a trabajar. ¿Ocurre algo?

– No estaba segura de para quién trabajo -contesté-. Si es que aún trabajo. Además, me he quedado dormida. Me deben algunos días de vacaciones; que me los descuenten de ellos.

Frank suspiró.

– No importa. Ya lo solucionaré, puedes contar como uno de los míos un día más. Pero mañana te reincorporas. A Violencia Doméstica. -Se apartó a un lado para que abriera la puerta-. Ha sido demasiado.

– Sí -convine-. Es verdad.

Me siguió escaleras arriba hasta mi apartamento y se dirigió directamente a la cocina, donde había media cafetera que había sobrado de mi comida sin identificar de hacía un rato.

– Así me gusta -comentó, mientras sacaba una taza del escurridor-. Una detective prevenida. ¿Tú vas a tomar un poco?

– Me he bebido litros -contesté-. Tómatelo tú.

Se me hacía imposible descifrar a qué había venido: a rendirme informe, a sermonearme, a darme un beso y hacer las paces, ni idea. Colgué mi chaqueta y empecé a sacar las sábanas del futón para que ambos pudiéramos sentarnos sin tener que estar demasiado cerca.

– ¿Y bien? -preguntó Frank, mientras metía su taza en el microondas y seleccionaba la función más corta-. ¿Has oído lo que ha ocurrido con la casa?

– Sam me lo ha contado.

Noté que volvía la cabeza; yo seguí dándole la espalda, mientras convertía el futón en su versión sofá. Transcurrido un momento accionó el microondas.

– Bueno -dijo-. Así como viene se va. Además, probablemente estuviera asegurada. ¿Has hablado con Asuntos Internos ya?

– Y tanto -contesté-. Son muy meticulosos.

– ¿Han sido duros contigo?

Me encogí de hombros.

– No más de lo previsible. ¿Y contigo?

– Nosotros ya nos conocemos -contestó Frank, sin entrar en detalles. Sonó el microondas; Frank sacó el azucarero del armario y echó tres cucharaditas de azúcar a su café. Frank lo toma sin azúcar; estaba poniendo todo su empeño en mantenerse despierto-. Lo del disparo no será problema. He escuchado las cintas: suenan tres disparos, los dos primeros a una distancia considerable de ti (los de informática sabrán determinar la distancia exacta) y el tercero justo junto al micrófono, por poco me hace estallar el tímpano. Y, además, mantuve una pequeña charla con mi amigo de la Científica cuando hubieron acabado con la escena del crimen. Según parece, una de las balas de Daniel describió una trayectoria prácticamente simétrica a la tuya. No cabe duda: tú disparaste justo después de que te disparara él.

– Ya lo sé -contesté. Doblé las sábanas y las lancé dentro del armario-. Yo estaba allí.

Se apoyó en la encimera, le dio un sorbo al café y me observó.

– No permitas que los de Asuntos Internos te pongan nerviosa.

– Este asunto ha sido un desastre, Frank -repliqué-. Los medios de comunicación se nos van a tirar encima como lobos y los jefazos querrán que alguien asuma la responsabilidad.

– ¿Por qué? Es un tiroteo de manual. Y lo de la casa es culpa de Byrne: él era el encargado de vigilarla, y fracasó. Lo demás son gajes del oficio, y tenemos un argumento irrefutable de defensa: funcionó. Atrapamos a nuestro hombre, aunque no tuviéramos la oportunidad de arrestarlo. Mientras no cometas ninguna estupidez, ninguna estupidez más, quiero decir, saldremos airosos de ésta.

Me senté en el futón y cogí mi paquete de cigarrillos. Me resultaba imposible descifrar si intentaba reconfortarme o amenazarme, o quizás un poco de ambas cosas.

– ¿Y qué hay de ti? -pregunté con cautela-. Si ya tienes historial con Asuntos Internos…

Subió una ceja.

– Me alegra saber que te preocupas. También tengo mis bazas si me veo obligado a recurrir a ellas.

Aquella cinta desobedeciendo una orden directa y diciéndole que no pensaba abandonar destelló entre nosotros, sólida como si la hubiera depositado sobre la mesa. No conseguiría que él se desprendiera del anzuelo (se supone que debía tener a su brigada bajo control), pero me arrastraría con él y podría embarrar las aguas lo suficiente como para permitirle librarse. En aquel momento supe que, si Frank quería cargarme el muerto de aquel asunto, echar por tierra mi carrera, podía hacerlo, y que probablemente estaba en su derecho.

Divisé el diminuto destello de diversión en aquellos ojos inyectados en sangre: me había leído el pensamiento.

– Bazas -repetí.

– Como siempre -replicó él, y por un segundo sonó exhausto y viejo-. Escucha, Asuntos Internos necesita pavonearse, alardear de su poder, se la pone dura, pero por lo que yo sé no van a por ti… ni a por tu Sammy, ya que nos ponemos. Me darán la murga unas cuantas semanas, pero al final todo saldrá bien.