Sentí un arrebato de ira que me desconcertó. Tanto si Frank decidía arrojarme a los leones como si no, y yo sabía que nada de lo que pudiera decir lo convencería de una cosa o de la contraria, «bien» no era la palabra que yo, personalmente, habría escogido para definir nada de aquella situación.
– De acuerdo -dije-. Me alegra oírlo.
– Entonces ¿a qué viene esa cara tan larga? Como le dijo el camarero al caballo.
Estuve a punto de lanzarle el mechero a la cabeza.
– ¡Por todos los cielos, Frank! He matado a Daniel. Viví bajo su techo, me senté junto a él en su mesa, comí su comida -me ahorré el «lo besé»- y luego lo maté. Cada día del resto de lo que debería haber sido el resto de su vida, él no estará aquí, y es por mi culpa. Fui allí a atrapar a un asesino, pasé años dedicándome en cuerpo y alma a hacerlo, y ahora yo…
Me callé porque me temblaba la voz.
– ¿Sabes algo? -preguntó Frank transcurrido un momento-. Tienes la mala costumbre de culparte por los actos de la gente que te rodea. -Se acercó con su taza al sofá y se desplomó, con las piernas abiertas-. Daniel March no era ningún tonto. Sabía con exactitud lo que estaba haciendo y te arrinconó deliberadamente en una posición donde sabía que tu única opción era abatirlo. Eso no es ningún homicidio, Cassie. Ni siquiera es defensa propia. Lo que ocurrió allí fue un suicidio asistido por una policía.
– Ya lo sé -repliqué-. Ya lo sé.
– Él sabía que estaba acorralado y no tenía ninguna intención de ir a la cárcel. Y no lo culpo por ello. ¿Te lo imaginas haciendo amigos en la trena? Él escogió su salida y apostó por ella. Tengo que concederle algo: era un tipo con agallas. Lo subestimé.
– Frank-dije-, ¿alguna vez has matado a alguien?
Alargó la mano para coger mi paquete de cigarrillos y miró la llama mientras se encendía el pitillo con una sola mano.
– Ayer tomaste la decisión correcta al disparar -dijo, una vez hubo apagado el mechero-. Ocurrió, no fue divertido, pero en unas cuantas semanas te repondrás. Fin de la historia.
No contesté. Frank exhaló una larga voluta de humo que ascendió hacia el techo.
– Escucha, cerraste el caso. Si tuviste que disparar a alguien para hacerlo, mejor que haya sido Daniel. Nunca me gustó ese capullo.
Yo no estaba de humor para reprimirme el genio, no con él al menos.
– Sí, Frankie, de eso ya me había dado cuenta. Todo el mundo a un kilómetro a la redonda de este caso se habría dado cuenta. ¿Y sabes por qué no te gustaba? Porque era exactamente igual que tú.
– Vaya, vaya, vaya -dijo Frank arrastrando las palabras. Había un gesto de diversión en su boca, pero sus ojos refulgían azules como el hielo y no pestañeaba; me resultaba imposible discernir si estaba furioso o no-. Casi se me había olvidado que ha estudiado Psicología.
– Tu vivo retrato, Frank.
– ¡Y un cuerno! Ese muchacho estaba mal de la cabeza, Cassie. ¿Recuerdas lo que dijiste al trazar el perfil? Experiencia delictiva anterior. ¿Te acuerdas?
– ¿Qué, Frank? -pregunté. Me di cuenta de que había desplegado los pies de debajo de mí y los había apoyado con fuerza en el suelo-. ¿Qué averiguaste sobre Daniel?
Frank movió la cabeza, una sacudida pequeña y ambigua, por encima de su cigarrillo.
– No tuve que averiguar nada. Sé cuando una persona huele mal, y tú también. Hay una línea, Cassie. Tú y yo vivimos a un lado de ella. Incluso cuando la jodemos y pasamos al otro lado, esa línea nos impide perdernos. Daniel no la tenía. -Se inclinó sobre la mesilla de centro para sacudir la ceniza-. Hay una línea -repitió-. No olvides nunca que hay una línea.
Se produjo un largo silencio. La ventana empezaba a atenuarse de nuevo. Me pregunté qué habría ocurrido con Abby, Rafe y Justin, si pasarían la noche juntos; si John Naylor dormiría despatarrado bajo la luz de la luna sobre las ruinas de Whitethorn House, el rey conquistador de todo nuestro naufragio. Sabía que Frank diría: «Eso ya no es asunto tuyo».
– Lo que me encantaría saber -continuó Frank al cabo de un rato, y su tono había variado- es cuándo te desenmascaró Daniel. Porque lo hizo, y tú lo sabes. -Un destello rápido de azul en su mirada-. Por su modo de hablar, tengo el convencimiento de que sabía que llevabas micrófono, pero no es eso lo que me preocupa. Podríamos haberle puesto un micrófono a Lexie, si ella hubiera consentido; el micrófono no bastaba para que él averiguara que eras una policía. Sin embargo, cuando Daniel entró en esa casa ayer sabía sin ningún género de duda que tú llevabas un arma encima y que la utilizarías. -Se acomodó en el sofá, extendió un brazo sobre el respaldo y dio una calada a su cigarrillo-. ¿Alguna idea de qué te delató?
Me encogí de hombros.
– Supongo que las cebollas. Sé que pensamos que había salido airosa de la situación, pero al parecer Daniel era mejor jugador de póquer de lo que creíamos.
– No estoy para bromas -dijo Frank-. ¿Estás segura de que fue eso? ¿No le sorprendía, por ejemplo, tus gustos en cuestión de música?
Lo sabía, Frank sabía lo de Fauré. No tenía modo de estar seguro, pero su instinto le decía que allí había gato encerrado. Me esforcé por mirarlo a los ojos y fingir estar desconcertada y un tanto atribulada.
– Nada que me venga a la mente.
Espirales de humo pendían en la luz del sol.
– Bien -dijo Frank al fin-. Bueno. Dicen que la clave está en los detalles. Tú no tenías modo de saber lo de las cebollas, lo cual significa que no podías hacer nada para evitar delatarte. ¿Verdad?
– Verdad -contesté, y al menos eso me salió con facilidad-. Hice todo cuanto pude, Frank. Me dejé la piel siendo Lexie Madison.
– Y, pongamos por caso, si hace un par de días hubieras sospechado que Daniel te había descubierto, ¿habrías podido hacer algo para que la situación concluyera de otro modo?
– No -contesté, y sabía que aquello también era verdad. Aquel día había comenzado años antes, en el despacho de Frank, con un café requemado y galletas de chocolate. Cuando metí aquella cronología en la camisa de mi uniforme y me dirigí a pie hasta la estación de autobuses, aquel día ya nos estaba esperando a todos-. Creo que éste es el final más feliz que podíamos conseguir.
Asintió.
– Entonces has cumplido tu misión. Punto y final. No te culpes por los actos de los demás.
Ni siquiera intenté explicarle lo que veía, la fina red que se había ido extendiendo y nos había arrastrado a todos hasta llegar a aquel punto, las incontables inocencias que integraban la culpa. Pensé en Daniel con una tristeza inenarrable, la imagen viva de su rostro diciéndome: «Lexie era una persona sin ninguna noción de acción y consecuencia», y noté esa afilada cuchilla deslizarse aún más profundamente entre ella y yo, girándose.
– Lo cual -añadió Frank- me lleva al motivo de mi visita. Tengo una pregunta más acerca de este caso y tengo la extraña sensación de que tú podrías conocer la respuesta. -Apartó la vista de su taza, donde había estado pescando una mota de algo-. ¿Apuñaló realmente Daniel a nuestra chica? ¿O simplemente se estaba autoinculpando, por algún motivo retorcido que sólo él sabía?
Aquellos ojos azules desapasionados al otro lado de la mesilla del café.
– Tú oíste lo mismo que yo -contesté-. Él es el único que habló con claridad; los otros tres no dieron ningún nombre en ningún momento. ¿Siguen sosteniendo que fue él?
– No dicen más que patrañas. Llevamos todo el día de hoy y anoche interrogándolos y no han pronunciado ni una sola palabra excepto «Quiero un vaso de agua». Justin ha berrequeado un poquito y Rafe lanzó una silla contra la pared al descubrir que había estado cuidando a una víbora en su pecho durante el pasado mes (tuvimos que esposarlo hasta que se calmó), pero ésa ha sido toda la comunicación que hemos conseguido establecer. Son como malditos prisioneros de guerra.