Gracie había sido una buena niña, aclaró, cuando era pequeña. Afilada como un cuchillo, lo bastante lista como para ir a la clase de los niños que le doblaban la edad, pero no le gustaba estudiar. Una persona hogareña, explicó Albert Corrigan; con sólo ocho años le había explicado que en cuanto cumpliera los dieciocho se casaría con un buen ganadero para poder hacerse cargo de la granja y ocuparse de él y de su madre cuando envejecieran.
– Lo tenía todo planeado -me explicó. A través de todo se percibían los resquicios de una sonrisa anciana en su voz-. Me indicó que en cuestión de unos años yo debería empezar a prestar atención en a quién contrataba, buscar a alguien con quien ella pudiera casarse. Me aclaró que le gustaban los hombres altos, con el pelo rubio, y que no le importaba que gritasen, pero le desagradaban los borrachos. Gracie siempre supo lo que quería.
Pero cuando tenía nueve años, su madre sufrió una hemorragia al dar a luz al hermanito de Grace y se desangró antes de que el doctor tuviera tiempo de llegar.
– Gracie era demasiado pequeña para asimilar algo así -continuó su padre. Supe por la caída simple y pesada de su voz que había reflexionado sobre aquello un millón de veces, que era una idea que se le había estancado en el pensamiento-. Me di cuenta en cuanto se lo dije. Su mirada: era demasiado niña para escuchar aquello. La partió en dos. De haber sido un par de años mayor, quizá lo hubiera encajado bien. Pero después de aquello cambió. No hubo ningún cambio en particular. Seguía siendo una niña estupenda, hacía sus deberes y demás, y no era respondona. Se hizo cargo de la casa… aunque el estofado que había visto cocinar a su madre tantas veces en una cocina más alta que ella no le saliera de rechupete. Sin embargo, nunca más volví a saber qué le rondaba por la cabeza.
En los huecos que dejaba en su historia, las interferencias rugían en mi oído, un largo sonido amortiguado como de caracola marina. Deseé saber más cosas sobre Australia. Imaginé la tierra roja y el sol golpeándote como un grito, plantas retorcidas lo bastante testarudas como para extraer vida de la nada, parajes de vértigo capaces de tragarte de un solo bocado.
Gracie tenía diez años la primera vez que se escapó. La encontraron al cabo de unas horas, deshidratada y gritando de rabia en la cuneta de una carretera, pero volvió a intentarlo el año siguiente, y el siguiente. Cada vez llegó un poco más lejos. Entre medio jamás mencionó aquellos episodios y ponía mirada de no saber de qué le hablaban cuando alguien intentaba abordar el tema. Su padre nunca supo qué mañana se levantaría y descubriría finalmente que se había ido. Se echaba mantas en la cama en verano y se las quitaba en invernó para aligerar lo bastante su sueño y de ese modo despertarse al oír el simple clic de una puerta.
– Lo consiguió a los dieciséis años -aclaró, y lo oí tragar saliva-. Me robó trescientas libras de debajo del colchón y un Land Rover de la granja, y desinfló las ruedas de los demás coches para ralentizarnos. Para cuando salimos en su persecución, ella ya había llegado al pueblo, había abandonado el Land Rover en la estación de servicio y se había subido en algún camión rumbo al este. Los policías me aseguraron que harían cuanto pudieran, pero si ella no quería que la encontraran… Es un país muy grande.
No tuvo noticias de ella en cuatro meses, durante los cuales soñó que la habían arrojado a algún descampado y que la habían devorado unos dingos bajo una inmensa luna roja. Entonces, el día antes de su cumpleaños recibió una postal.
– Aguarde -me dijo. Susurros y golpes, un perro ladrando en la distancia-. Escuche. Dice así: «Querido papá, feliz cumpleaños. Estoy bien. Tengo un trabajo y buenos amigos. No voy a regresar, pero quería saludarte. Te quiere, Grace.
»P.D.: No te preocupes, no soy ninguna profesional». -Soltó una carcajada, aquella respiración áspera de nuevo-. ¿No le parece gracioso? Tenía razón, ¿sabe? Me inquietaba precisamente eso: una muchacha guapa sin estudios… Pero no se habría preocupado de decírmelo de no ser verdad. Gracie no.
El matasellos era de Sidney. Albert lo había abandonado todo, había conducido hasta el aeródromo más cercano y había tomado el avión de correos rumbo al este para colgar fotocopias de mala calidad en los postes de las farolas con la frase: «¿ha visto a esta chica?». Nadie llamó. La postal del año siguiente procedía de Nueva Zelanda:
Querido papá, feliz cumpleaños. Por favor, deja de buscarme. Tuve que trasladarme porque vi un poster con mi cara. Estoy bien, así que déjalo, por favor. Te quiere, Grace.
P.D.: No vivo en Wellington; sólo he venido aquí para enviarte esto, así que no te molestes en buscarme.
Albert no tenía un pasaporte por entonces, ni siquiera conocía qué procedimiento debía seguir para sacarse uno. A Grace le faltaban unas cuantas semanas para cumplir los dieciocho años y, según le informó la policía de Wellington, con bastante sensatez, poco podían hacer ellos si una adulta en su sano juicio decidía irse de casa. Había recibido otras dos postales desde allí (en una le informaba de que tenía un perro y en otra, una guitarra) y luego, en 1996, le había enviado una desde San Francisco.
– Al final emigró a América -comentó Albert-. Quién sabe cómo lograría llegar allí. Supongo que Gracie nunca permitió que nada se interpusiera en su camino.
Le gustaba América: cogía el tranvía para ir al trabajo y su compañero de piso era un escultor que le enseñaba a hacer cerámica. Pero un año más tarde se encontraba en Carolina del Norte, sin explicación mediante. Cuatro postales desde allí, una desde Liverpool con una fotografía de los Beatles y luego tres desde Dublín.
– Tenía su cumpleaños marcado en su agenda -le comuniqué-. Sé que le habría enviado otra postal también este año.
– Sí -contestó él-. Probablemente.
En algún lugar en el fondo, algo, un pájaro, lanzó un gañido de miedo. Me imaginé a Albert sentado en una veranda de madera maltrecha, miles de kilómetros de naturaleza virgen extendiéndose a su alrededor, con sus reglas puras e inmisericordes.
Se produjo un largo silencio. Caí en la cuenta de que había deslizado la mano que tenía libre por debajo del cuello de mi jersey para tocar el anillo de compromiso de Sam. Hasta que la Operación Espejo no se cerrara oficialmente y pudiéramos revelar nuestros planes sin que Asuntos Internos padeciera un aneurisma colectivo, llevaba el anillo colgado de una fina cadena de oro que en su día perteneció a mi madre. Me caía entre los senos, justo donde antes había estado el micrófono. Incluso en los días fríos lo notaba más cálido que mi piel.
– ¿En qué se convirtió? -preguntó al fin-. ¿Cómo era?
Su voz se volvió más grave y áspera. Necesitaba saber. Pensé en May-Ruth llevando a los padres de su prometido una planta casera, en Lexie lanzándole fresas a Daniel entre carcajadas, en Lexie escondiendo la pitillera bajo las largas hierbas, y no se me ocurrió qué respuesta darle.
– Seguía siendo muy lista -dije-. Estaba cursando un curso de posgrado en Literatura inglesa. Seguía sin dejar que nada se interpusiera en su camino. Sus amigos la querían y ella los quería a ellos. Eran felices juntos.
Pese a todo lo que los cinco se habían hecho unos a otros al final, creía en mis palabras firmemente. Y sigo haciéndolo.
– Ésa es mi niña -comentó él distraídamente-. Ésa es mi niña… -Su mente estaría distraída en cosas que yo no tenía modo de saber. Al cabo de un rato respiró, como si saliera de una ensoñación, y preguntó-: La mató uno de ellos, ¿no es cierto?