Transcurrió aproximadamente media hora antes de que doblara la esquina vestida con su largo abrigo gris y cargada con dos bolsas del supermercado. Estaba demasiado lejos para verme la cara, pero yo conocía esa manera de andar briosa y elegante de memoria. Detecté el segundo en que me divisó, el balanceo de sorpresa hacia atrás, las bolsas casi resbalándole de las manos; la larga pausa que hizo en medio de la acera, después de registrar lo que ocurría, mientras sopesaba si era mejor dar la vuelta y dirigirse a otro sitio, a cualquier otro sitio; el ascenso de sus hombros al respirar hondo y retomar el paso, hacia mí. Recordé aquella primera mañana alrededor de la mesa de la cocina: recordé que pensé que, de habernos conocido en otras circunstancias, habríamos sido amigas.
Se detuvo en la verja y permaneció inmóvil, repasando atentamente cada detalle de mi rostro, con descaro, inmutable.
– Debería correrte a hostias -dijo al fin.
No parecía que pudiera hacerlo. Había perdido mucho peso y llevaba el cabello recogido en una coleta, que confería a su rostro una mayor delgadez. Pero había algo más. Su piel había perdido algo: la luminosidad, la elasticidad. Por primera vez vislumbré un atisbo de cómo sería de anciana: tiesa y mordaz y enjuta, con ojos cansados.
– Estarías en tu pleno derecho -contesté.
– ¿Qué quieres?
– Cinco minutos -respondí-. Hemos descubierto cosas sobre el pasado de Lexie. Pensé que te gustaría saberlas. Podría…, no sé, podría ayudarte.
Un chaval desgarbado con unos pantalones anchos y un iPod pasó junto a nosotras, se metió en la casa y cerró la puerta de un portazo.
– ¿Puedo entrar? -pregunté-. O, si lo prefieres, podemos quedarnos aquí fuera. No te robaré más de cinco minutos.
– ¿Cómo te llamabas? Nos lo dijeron, pero lo he olvidado.
– Cassie Maddox.
– Detective Cassie Maddox -especificó Abby. Transcurrido un momento se apoyó una bolsa en la cadera y buscó las llaves-. De acuerdo. Entra. Pero cuando yo te diga que te largues, te vas.
Asentí.
Era un piso de un único espacio, situado en la parte trasera de la primera planta, y era más pequeño y sobrio que el mío: una cama individual, un sillón, una chimenea tapiada, una neverita, una mesa diminuta y una silla encajadas contra la ventana; no había puerta de separación con la cocina ni con el cuarto de baño, nada en las paredes, ni adornos sobre la repisa de la chimenea. La tarde era cálida, pero la atmósfera en aquel piso era fría como el agua. Había unas tenues manchas de humedad en el techo, pero la estancia estaba limpia como una patena y tenía una gran ventana de guillotina orientada al oeste que le confería un largo resplandor melancólico. Recordé su dormitorio en Whitethorn House, aquel nido acogedor y decorado.
Abby soltó las bolsas en el suelo, sacudió su abrigo y lo colgó detrás de la puerta. Las bolsas le habían dejado marcas rojas en las muñecas, como de esposas.
– No está tan mal como piensas -dijo en un tono desafiante, pero había un matiz cansino en su voz-. Tengo un cuarto de baño propio. Está en el descansillo, pero ¿qué se le va a hacer?
– No pienso que esté mal -alegué, lo cual en cierta manera era verdad: yo había vivido en lugares peores-. Simplemente esperaba… Pensé que contarías con el dinero del seguro o algo. De la casa.
Abby frunció los labios un segundo.
– No teníamos seguro -explicó-. Siempre creímos que, si la casa se había mantenido en pie todo aquel tiempo, no corría peligro y que lo mejor era invertir el dinero en rehabilitarla. ¡Qué bobos! -Abrió lo que parecía un armario; dentro había un fregadero diminuto, un hornillo de dos fuegos y un par de armaritos-. Al final vendimos el terreno. A Ned. No nos quedó otra alternativa. Él fue quien ganó, o quizá Lexie, o vosotros, o el tipo que incendió la casa, no lo sé. Lo que sí sé es que quien salió ganando no fuimos nosotros.
– ¿Y por qué vives aquí si no te gusta? -pregunté.
Abby se encogió de hombros. Me daba la espalda mientras colocaba la compra en los armarios: judías cocidas, tomates en lata,'una bolsa de cereales de marca blanca; sus omóplatos, que de tan afilados se le notaban a través del delgado jersey gris, parecían los de una niña.
– Es el primer sitio que vi. Necesitaba un lugar donde vivir. Una vez que nos dejasteis libres, la gente de Apoyo a las Víctimas nos encontró un hostal espantoso en Summerhill; estábamos sin blanca, habíamos puesto todo lo que teníamos en metálico en el bote, como bien sabes, evidentemente, y todo eso se quemó en el incendio. La casera nos hacía salir de allí a las diez de la mañana y no nos permitía regresar hasta las diez de la noche; yo me pasaba el día en la biblioteca papando moscas y toda la noche sentada en mi habitación, sola. Apenas hablábamos entre nosotros… Salí de allí tan pronto como pude. Ahora que hemos vendido, lo lógico sería que empleara mi parte para dar la entrada para un piso, pero para eso necesito tener un trabajo que me permita pagar la hipoteca y hasta que acabe el doctorado… Todo esto se me antoja sencillamente demasiado complicado. Últimamente me cuesta mucho tomar decisiones. Si sigo esperando, el alquiler se comerá mis ahorros y la decisión se tomará por sí sola.
– ¿Sigues en el Trinity?
Tenía ganas de gritar. Mantener aquella conversación mate, extraña, tensa, cuando yo había bailado mientras ella cantaba, cuando habíamos estado sentadas en mi cama comiendo galletas de chocolate y compartiendo anécdotas sobre nuestros peores besos se me antojaba intolerable; no obstante, aquello era más de lo que yo tenía derecho a pedir y era imposible llegar hasta ella.
– He empezado. Intentaré acabar.
– ¿Y qué hay de Rafe y de Justin?
Abby cerró las puertas de los armarios de un portazo y se mesó el cabello, con aquel gesto tan suyo que yo había visto miles de veces.
– No sé qué hacer con respecto a ti -soltó de manera abrupta-. Me preguntas algo así y parte de mí quiere explicarte hasta el último detalle, mientras que la otra quiere matarte por hacernos pasar por este infierno cuando se suponía que éramos tus mejores amigos, y una tercera siente ganas de decirte que te metas en tus asuntos, maldita madera, que no te atrevas siquiera a mencionar sus nombres. No puedo… No sé cómo tratarte. No sé cómo debo mirarte. ¿Qué diantre quieres?
Estaba a dos segundos de echarme de su casa.
– Te he traído esto -dije, sin malgastar ni un segundo, y saqué un fajo de fotocopias de mi mochila-. Sabes que Lexie utilizaba una identidad falsa, ¿no es cierto?
Abby entrelazó los brazos y me observó, recelosa e impasible.
– Uno de tus amigos nos lo explicó todo. El fulano ese que se nos tiró encima desde el principio. El tipo fornido y rubio, el del acento de Galway.
– Sam O'Neill -contesté.
Por entonces yo ya llevaba el anillo en el dedo; los cotilleos, que habían englobado desde comentarios afectuosos a otros de lo más venenosos, más o menos habían acabado aplacándose; la brigada de Homicidios incluso nos entregó una desconcertante bandeja de plata a modo de regalo de compromiso, pero no había razón para que se lo explicara a Abby.
– Ése. Supongo que pretendía asustarnos lo suficiente como para que le soltáramos hasta la última gota. ¿Y bien?
– Conseguimos averiguar quién era -le expliqué, y le tendí las fotocopias.
Abby las cogió y las hojeó rápidamente con el pulgar; recordé su forma experta de barajar las cartas.
– ¿Qué es todo esto?
– Los lugares en los que vivió. Otras identidades que utilizó. Fotografías. Interrogatorios. -Seguía mirándome de aquella manera plana y definitiva como un bofetón en plena cara-. Me figuré que no estaría de más darte la oportunidad de decidir si quieres o no echarles un vistazo. Puedes quedarte las fotocopias si lo deseas.