Abby lanzó el fajo de papeles en la mesa y volvió a ocuparse de sus bolsas. Embutió la compra en aquel diminuto frigorífico: un cartón de leche, un vasito de mousse de chocolate.
– No me interesa. Ya sé todo lo que necesito saber sobre Lexie.
– Creí que te ayudaría a comprender algunas cosas. Por qué hizo lo que hizo. Quizás es mejor que no lo sepas, pero…
Se irguió de repente, la puerta de la nevera osciló con brusquedad.
– ¿Qué demonios sabes tú sobre esto? Ni siquiera conociste a Lexie. Me importa un comino si utilizaba un nombre falso y si fue una docena de personas distintas en una docena de lugares distintos. Nada de eso me importa. Yo la conocí. Viví con ella. Eso no era falso. Eres como el padre de Rafe con toda esa patraña sobre el mundo real. Aquello era el mundo real. Era mucho más real que esto -me espetó con una sacudida airada de su barbilla señalando la estancia que nos rodeaba.
– No me refiero a eso -alegué-. No creo que quisiera haceros daño, a ninguno. No tiene nada que ver con eso.
Al cabo de un momento se desinfló; se le combó la columna.
– Eso es lo que dijiste aquel día. Que tú, que ella se dejó llevar por el pánico. Por el bebé.
– Lo creía -dije- y lo sigo creyendo.
– Sí -me concedió-. Yo también. Ése es el único motivo por el que te he permitido entrar.
Metió algo con más brusquedad en las estanterías del frigorífico y cerró la puerta.
– Rafe y Justin -continué-. ¿Crees que querrían ver esto?
Abby arrugó las bolsas de plástico y las metió en otra bolsa que colgaba del respaldo de la silla.
– Rafe está en Londres -explicó-. Se fue en cuanto nos permitisteis viajar. Su padre le ha encontrado un empleo, no sé de qué exactamente, algo relacionado con las finanzas. No tiene formación alguna para desempeñarlo y probablemente lo haga de pena, pero no lo despedirán mientras su padre esté cerca.
– ¡Ostras! -exclamé, incapaz de reprimirme-. Debe de estar muy triste.
Abby se encogió de hombros y me miró con ojos insondables.
– Apenas hablamos. Lo telefoneé unas cuantas veces para gestionar algunos asuntos de la compra, pero le importa un bledo, dice que haga lo que quiera y que le envíe los papeles para firmar. Yo, no obstante, sentía la necesidad de comprobar que estaba bien. Lo llamaba por las noches y la mayoría de las veces sonaba como si estuviera en un pub o en una discoteca: música a todo volumen, gente gritando… Lo llaman «Raffy». Siempre estaba casi completamente borracho, lo cual supongo que no te sorprenderá, pero no, no parecía triste. Si eso te hace sentir mejor.
Rafe a la luz de la luna, sonriendo, mirándome de reojo; sus dedos cálidos en mi mejilla. Rafe con Lexie en algún lugar; aún me pregunto si sería en aquella hornacina.
– ¿Y qué hay de Justin?
– Regresó al norte. Intentó aguantar en el Trinity, pero no lo soportó, no sólo por las miraditas y los cotilleos, que ya eran bastante insufribles, sino… porque nada volvió a ser lo mismo. Lo oí llorar un par de veces en su cubículo. Un día intentó entrar en la biblioteca y no pudo; sufrió un ataque de ansiedad allí mismo, en la Facultad de Letras, delante de todo el mundo. Se lo tuvieron que llevar en ambulancia. No regresó. -Cogió una moneda de una pila que había sobre la nevera, la insertó en el contador eléctrico y lo accionó-. He hablado con él un par de veces. Está enseñando inglés en una escuela infantil, cubriendo la plaza de una profesora en período de baja maternal. Dice que los niños son pequeños monstruos mimados y que escriben: «Mister Mannering es marica» en la pizarra la mayoría de las mañanas, pero al menos es un lugar pacífico (está en el campo) y sus colegas de la enseñanza no se meten con él. Dudo que ni él y ni Rafe quisieran leer esas hojas. -Señaló con la cabeza en dirección a la mesa-. Y yo no voy a preguntárselo. Si quieres hablar con ellos, encárgate tú del trabajo sucio. Pero te advierto una cosa: no creo que les haga demasiada ilusión tener noticias tuyas.
– No los culpo -concedí.
Me acerqué a la mesa y alineé los documentos. Bajo la ventana, el jardín estaba descuidado y sembrado de coloridos paquetes de galletas y de botellas vacías.
Abby sentenció a mis espaldas, sin ninguna inflexión en absoluto en la voz:
– Te odiaremos hasta el fin de nuestros días.
No me di la vuelta. Me gustara o no, en aquella pequeña estancia mi rostro seguía siendo un arma, el filo de una navaja entre ella y yo; le resultaba más fácil hablarme cuando no lo veía.
– Lo sé -dije.
– Si buscas algún tipo de absolución, te equivocas de lugar.
– No lo hago -me defendí-. Esto es lo único que tengo por ofrecer, y pensé que no perdía nada con intentarlo. Os lo debo.
Al cabo de un segundo la oí suspirar.
– No es que creamos que todo esto fuera tu culpa. No somos tontos. Incluso antes de que vinieras… -Un movimiento: se agitó, se apartó el cabello, algo-, Daniel creyó hasta el final que aún podíamos reconducir la situación, que encontraríamos el modo de volver a estar bien. Yo no lo creía. Aunque Lexie hubiera sobrevivido… Creo que para cuando tus amigos aparecieron en nuestra puerta ya era demasiado tarde. Habían cambiado demasiadas cosas.
– Tú y Daniel -dije-. Rafe y Justin.
Otro latido.
– Supongo que era así de obvio. Aquella noche, la noche en que Lexie murió… no habríamos conseguido sobreponernos de otra manera. Y no debería haber sido nada tan grave. Ya habían existido líos antes, aquí y allá, entre unos y otros, y nunca nadie le dio importancia. Pero aquella noche… -La oí tragar saliva-. Antes de aquello vivíamos en cierto equilibrio, ¿entiendes? Todos sabíamos que Justin estaba enamorado de Rafe, pero la historia quedaba ahí, en un segundo plano. Yo no era consciente de que… Llámame estúpida, pero te juro que no lo era; simplemente pensaba que Daniel era el mejor amigo que jamás podría desear. Creo que podríamos haber seguido así, quizá para siempre, quizá no. Pero aquella noche fue distinta. En el preciso instante en que Daniel dijo: «Está muerta» todo cambió. Todo se volvió más claro, demasiado claro para soportarlo, como una inmensa luz que se enciende y ya nunca puedes volver a cerrar los ojos, ni siquiera un segundo. ¿Entiendes a qué me refiero?
– Sí -dije-, te entiendo.
– Después de aquello, aunque Lexie hubiera regresado realmente a casa, no sé si habríamos… -Se le apagó la voz. Di media vuelta y la descubrí observándome, más de cerca de lo que había esperado-. No hablas como ella -dijo-. Ni siquiera te mueves como ella. ¿Te pareces en algo a ella?
– Teníamos algunas cosas en común -contesté-. Pero no todo.
Abby asintió. Al cabo de un momento dijo:
– Ahora me gustaría que te marcharas.
Tenía ya la mano en el pomo en la puerta cuando de repente, casi sin querer, me preguntó:
– ¿Quieres que te cuente una curiosidad? -Oscurecía; su rostro parecía desdibujarse en la tenue luz de la habitación-. Una de las veces en que telefoneé a Rafe no estaba en ningún bar ni nada por el estilo; estaba en casa, en el balcón de su apartamento. Era tarde. Charlamos un rato. Le comenté algo sobre Lexie, que seguía echándola de menos, aunque… a pesar de todo. Rafe soltó algún sarcasmo sobre divertirse demasiado para echar de menos a alguien; pero antes de eso, antes de responder, hubo una breve pausa. De perplejidad. Como si le hubiera costado un segundo pensar de quién le hablaba. Conozco a Rafe y juro por Dios que estuvo a punto de preguntar: «¿Quién?».
En la planta superior, semiamortiguado por el techo, empezó a sonar un teléfono móvil y alguien acudió corriendo a responder.
– Estaba bastante borracho -continuó Abby-, como he dicho. Pero aun así… No puedo dejar de pensar en ello. ¿Y si acabamos olvidándonos los unos de los otros? ¿Y si de aquí a un año o dos nos hemos borrado del pensamiento, hemos desaparecido, como si nunca nos hubiéramos conocido? ¿Acabaremos cruzándonos por la calle, a menos de un metro, sin pestañear siquiera?