– Nada de pasados -dije.
– Nada de pasados. A veces -una respiración rápida- no consigo recordar sus rostros. Los de Rafe y Justin puedo soportarlo, pero el de Lexie… y el de Daniel… -La vi volver la cabeza, su perfil recortado contra la ventana: aquella nariz respingona, un mechón de cabello suelto-. Lo amaba, ¿sabes? -confesó-. Lo habría amado hasta donde él me hubiera permitido, durante el resto de mi vida.
– Lo sé -contesté.
Quise explicarle que dejarse amar también requiere talento, que hacen falta tantas agallas y tanto esfuerzo como para amar; que algunas personas, por la razón que sea, nunca aprenden el truco. Pero lo que hice fue sacar de nuevo las fotocopias de mi mochila y hojearlas (prácticamente me las tuve que colocar delante de las narices para ver bien) hasta que encontré una copia bastante mala de aquella instantánea a color: los cinco sonriendo, envueltos en la nieve que caía y el silencio, a las puertas de Whitethorn House.
– Ten -le dije, y se la tendí.
Alargó la mano, pálida en la penumbra. Se dirigió hacia la ventana, inclinó la página para aprovechar la última luz.
– Gracias -dijo al cabo de un momento-. Me la quedo. Seguía allí, mirando la fotografía, cuando cerré la puerta.
Después de aquello anhelé soñar con Lexie, sólo de vez en cuando. Se está desvaneciendo de las mentes de los demás, día a día; pronto se habrá ido para siempre y no será más que unos jacintos silvestres y un arbusto de espino en una casucha en ruinas que nadie visita. Pensé que le debía mis sueños. Pero nunca regresó. Fuera lo que fuese que quería de mí, debí de dárselo, en algún momento. Mi único sueño es con la casa, vacía, expuesta al sol, al polvo y a la hiedra; refriegas y susurros, siempre en un rincón lejano, y una de nosotras, ella o yo, en el espejo, riendo.
Ésta es mi única esperanza: que Lexie nunca se detuviera. Espero que, cuando su cuerpo no pudiera seguir corriendo, lo dejara atrás como todo lo que había intentado retenerla, que pisara a fondo el acelerador y avanzara como un incendio sin control, corriendo a toda velocidad por autopistas nocturnas agarrando el volante con ambas manos, con la cabeza echada hacia atrás y gritando al cielo como un lince, rayas blancas y luces verdes difuminándose como látigos en la oscuridad, sus neumáticos despegados unos centímetros del suelo y la libertad recorriéndole la columna vertebral. Espero que cada segundo que vivió entrara en aquella casa como un viento huracanado: cintas y brisa marina, un anillo de bodas y la madre de Chad llorando, arrugas por el sol y caballos al galope a través de la maleza roja y silvestre, el primer diente de un niño y sus omóplatos como alitas en Amsterdam, Toronto, Dubai; flores de espino revoloteando en el aire estival, el cabello de Daniel volviéndose canoso bajo los altos techos y las llamas de las velas y las dulces cadencias de Abby cantando. El tiempo es implacable, me dijo Daniel en una ocasión. Supongo que aquellos últimos minutos fueron implacables para ella. Espero que en aquella media hora reviviera su millón de vidas.
Agradecimientos
Cada vez son más las personas a las que debo un inmenso agradecimiento. A la sensacional Darley Anderson y todos los empleados de la agencia, en especial a Zoë, Emma, Lucie y Maddie; a tres editoras increíbles: Ciara Considine de Hachette Books Ireland, Sue Fletcher de Hodder & Stoughton y Kendra Harpster de Viking Penguin, por mejorar este libro hasta el infinito; a Breda Purdue, Ruth Shern, Ciara Doorley, Peter McNulty y todo el personal de Hodder Headline Ireland; a Swati Gamble, Tara Gladden, Emma Knight y todo el personal de Hodder & Stoughton; a Clare Ferraro, Ben Petrone, Kate Lloyd y todo el personal de Viking; a Jennie Cotter de Plunkett Communications; a Rachel Burd, por su corrección afilada como una cuchilla; a David Walsh, por responder un rosario de preguntas acerca de procedimientos policiales; a Jody Burgess, por la información relacionada con Australia, sus correcciones e ideas, por no mencionar a Tim Tams; a Fearghas Ó Cochláin, por toda la información médica; a mi hermano, Alex French, por su ayuda técnica y por todo su apoyo; a Oonagh Montague, por ser una excelente persona; a Ann-Marie Hardiman, por los datos académicos; a David Ryan, por su información erudita; a Helena Burling; a todo el personal de la PurpleHeart Theatre Company; a BB, por ayudarme a tender un puente y salvar el vacío cultural una vez más; y, por supuesto, a mis padres, David French y Elena Hvostoff-Lombardi, por su apoyo incondicional y la fe en mí que me han demostrado toda la vida.
En algunos puntos, donde me parecía que la historia lo requería, me he tomado algunas libertades con los hechos (Irlanda, sin ir más lejos, no posee una brigada de Homicidios). Todos los errores, deliberados o involuntarios, son míos.
Tana French
Tana French nació en Irlanda en 1973. Pasó su infancia en lugares tan distintos como Irlanda, Italia, Estados Unidos o Malawi, y desde 1990 reside en Dublín. Preparó su carrera como actriz en el Trinity College y ha trabajado en teatro y cine.
Su primera novela, El silencio del bosque, tuvo una magnífica acogida por parte de la crítica y reportó a su autora el prestigioso premio Edgar, otorgado al mejor debut en el género.
Con En piel ajena, su segundo título, Tana French se confirma como una de las más interesantes voces del thriller en la actualidad.
www.tanafrench.com