Frank siempre ha tenido un sexto sentido para saber exactamente cuándo tiene que marcharse. Una vez se hubo ido, permanecí sentada en el alféizar un largo rato, con la vista perdida en los tejados, sin verlos. Sólo cuando me puse en pie para servirme otra copa de vino caí en la cuenta de que había dejado algo sobre la mesita de centro.
Era la fotografía de Lexie y sus amigos ante Whitethorn House. Me quedé allí quieta, con la botella de vino en una mano y la copa en la otra. Pensé en apartar la vista y dejar la foto allí hasta que Frank se rindiera y regresara a por ella; por un instante incluso pensé en echarla a un cenicero y prenderle fuego. Pero acabé por cogerla y llevármela conmigo hasta la ventana.
Podría tener mi edad. Podría tener más de veintiséis años, pero me habría creído tanto que tenía diecinueve como treinta. No tenía ninguna marca en el rostro, ni una arruga, ni una cicatriz ni siquiera un grano. Fuera lo que fuese lo que la vida le hubiera deparado antes de que Lexie Madison se cruzara en su camino, se había evaporado de ella como un manto de niebla, dejándola intacta y prístina, lisa, sin ninguna grieta. Yo parecía mayor que ella: la Operación Vestal había hecho que me salieran las primeras patas de gallo y unas ojeras que se resistían a desaparecer incluso después de un sueño reparador. Me parecía estar oyendo a Frank: «Has perdido un montón de sangre y has pasado en coma varios días; esas ojeras son perfectas, no pierdas el tiempo usando cremas de noche».
Sus compañeros de la casa me observaban, posando sonrientes, con largos abrigos oscuros hinchados por el viento y la bufanda de Rafe convertida en un destello carmesí. El encuadre de la fotografía estaba un poco descentrado; habrían colocado la cámara sobre algo y utilizado el temporizador. No había ningún fotógrafo al otro lado del visor pidiéndoles que dijeran «Luiiiis». Las suyas eran sonrisas privadas, cómplices, reservadas para cuando en el futuro ellos mismos volvieran a contemplarlas, reservadas para mí.
Y tras ellos, casi rellenando el encuadre, Whitethorn House. Era una casa sencilla: un caserón georgiano de color gris y tres plantas, con ventanas de guillotina que se empequeñecían conforme los pisos ascendían para transmitir la ilusión de mayor altura. La puerta era de color azul marino y presentaba grandes desconchones; un tramo de peldaños de piedra a cada lado conducía hasta ella. Tres sombreretes coronaban otras tantas chimeneas y unos densos tallos de hiedra ascendían serpenteando por las paredes casi hasta alcanzar el tejado. La puerta estaba flanqueada por columnas estriadas y un montante en forma de cola de pavo real pero, aparte de eso, no había decoración, sólo la casa.
Este país lleva impresa en los genes una pasión por las propiedades inmobiliarias tan potente y primigenia como el anhelo. Siglos de haber quedado abandonados en la cuneta por capricho del terrateniente, indefensos, le enseñan a uno que en la vida todo se reduce a tener una casa de propiedad. Por eso los precios de la vivienda están por las nubes: los constructores saben que pueden cobrar medio millón de libras por un cuchitril si se compinchan y se aseguran de que no haya más alternativa, y los irlandeses venderán un riñon y trabajarán cien horas a la semana para pagarlo. Por alguna razón que desconozco, quizá por mi sangre francesa, ese gen no está en mi ADN. La idea de que una hipoteca me subyugue me pone los pelos de punta. Me gusta tener un apartamento de alquiler: un aviso con cuatro semanas de antelación y un par de bolsas de la basura y podría largarme de aquí en cualquier momento, si lo quisiera.
Sin embargo, de haber querido tener una casa, se habría parecido mucho a aquélla. No tenía nada en común con esas seudoviviendas anodinas que todos mis amigos estaban comprando, cajas de zapatos diminutas en medio de la nada anunciadas con potentes chorros de eufemismos pegajosos («residencia-joya diseñada por célebre arquitecto en una nueva comunidad de lujo»), a un precio veinte veces superior a la renta que uno percibe y construidas para durar justo hasta que el constructor se las quite de las manos. Aquella casa era real, una casa seria con la fuerza, la elegancia y el orgullo necesarios para sobrevivir a cualquiera que la contemplara. Diminutos copos de nieve moteaban la hiedra y las ventanas oscuras, y el silencio era tan sepulcral que tuve la sensación de poder atravesar con la mano la superficie brillante de la fotografía y adentrarme en su gélido abismo.
Podía descubrir quién era aquella chica y qué le había ocurrido sin necesidad de acudir allí. Sam me lo explicaría cuando contaran con una identidad o un sospechoso; probablemente incluso me permitiría presenciar el interrogatorio. Pero en lo más hondo de mi ser sabía que eso era lo máximo que él averiguaría, su nombre y su asesino, y yo seguiría preguntándome todo lo demás el resto de mis días. Aquella casa titilaba en mi mente como un castillo de hadas que sólo pudiera vislumbrarse una vez en la vida, hechizante y lleno de historia, con aquellas cuatro figuras a modo de guardianes y secretos ocultos demasiado sombríos como para nombrarlos. Mi rostro sería el pase que me franquearía la entrada. Whitethorn House aguardaba y se desvanecería en la nada en el preciso instante en que yo formulara mi negativa.
Me sorprendí con la foto a un palmo de las narices; había permanecido allí sentada el tiempo suficiente para que oscureciera y los buhos realizaran sus ejercicios de calentamiento sobre el tejado. Me terminé el vino y contemplé el mar mientras adquiría un color tormentoso, con el parpadeo del faro distante en el horizonte. Al caer en la cuenta de que estaba lo bastante borracha como para no importarme su regodeo, le envié un mensaje a Frank: «¿A qué hora es la reunión?».
Mi teléfono emitió un pitido unos diez segundos después: «A las 19 h en punto. Nos vemos allí». Tenía el teléfono a mano, a la espera de que yo diera el sí.
Aquella noche Sam y yo tuvimos nuestra primera discusión. Probablemente ya nos tocaba, dado que llevábamos saliendo tres meses sin ni siquiera un leve desacuerdo, pero sucedió en el momento menos oportuno.
Sam y yo empezamos a salir pocos meses después de que yo dejara Homicidios. No estoy muy segura de cómo ocurrió exactamente. Tengo un recuerdo nebuloso sobre esa época; según parece, me compré un par de jerséis verdaderamente deprimentes, esa clase de jerséis que una sólo lleva cuando lo único que quiere hacer es pasarse varios años hecha un ovillo en la cama, cosa que de vez en cuando me invita a replantearme si en aquel entonces tenía la lucidez necesaria para iniciar una relación. Sam y yo nos habíamos hecho amigos en la Operación Vestal y así seguimos después de que todo se desmoronara (los casos de pesadilla generan eso, o bien todo lo contrario) y mucho antes de que el caso concluyera y yo decidiera que él era una joya, pero que tener una relación, con cualquiera, era lo último que tenía pensado en aquellos momentos.
Llegó a mi casa en torno a las nueve de la noche.
– Hola -me saludó, al tiempo que me daba un beso y un fuerte abrazo. Tenía la mejilla fría a causa del viento-. ¡Qué bien huele!
Olía a tomate, a ajo y a especias. Tenía una complicada salsa haciendo chupchup en el fuego y estaba hirviendo en agua un montón de raviolis, guiada por el mismo principio que las mujeres han seguido desde el amanecer de los tiempos: si tienes que contarle algo que no quiere oír, asegúrate de hacerlo delante de un buen plato de comida.
– Es que me estoy domesticando -bromeé-. Mira, he hecho la limpieza y todo. Hola, cariño, ¿cómo te ha ido el día?
– Claro, claro -contestó él con aire distraído-. Luego te lo cuento. -Mientras se quitaba el abrigo, mis ojos se posaron en la mesita de centro: botellas de vino, corchos y copas-. ¿Has estado viendo a otro en mi ausencia?