– Espero que así sea -respondí.
– ¿Qué edad tienes? ¿Veintisiete?
– Veintiséis.
La luz que penetraba por la ventana incidía en mi rostro y Frank me observó con detenimiento, analizándome.
– Podrías pasar por veintiuno sin problemas. Aquí dice que estudiaste tres años en la universidad. ¿Dónde?
– En el Trinity College. Psicología.
Arqueó las cejas con un mohín de sorna, como si simulara estar impresionado.
– Vaya, vaya, así que eres una profesional. ¿Por qué no acabaste la carrera?
– Desarrollé una alergia a los acentos angloirlandeses desconocida por la ciencia -contesté.
A Frank le gustó mi respuesta.
– ¿Y el University College de Dublín no te provocará sarpullidos?
– Tomaré antihistamínicos.
Frank se puso en pie de un salto y se acercó a la ventana, al tiempo que me hacía un gesto para que lo acompañara.
– De acuerdo -dijo-. ¿Ves a esa pareja de ahí abajo?
Un chico y una chica caminaban por la calle mientras conversaban. Ella sacó unas llaves y entraron en un deprimente edificio de apartamentos.
– Háblame de ellos -me pidió; se apoyó en la ventana, con las manos colgando del cinturón por los pulgares, sin apartar la mirada de mí.
– Son estudiantes -conjeturé-: van con mochilas y libros. Han estado comprando comida: llevan bolsas de Dunne's. La situación económica de ella es mejor que la de él; su chaqueta es cara, mientras que él lleva un parche en los tejanos, y no porque esté de moda.
– ¿Son pareja? ¿Amigos? ¿Compañeros de piso?
– Pareja. Caminaban demasiado cerca para ser amigos e inclinaban su cabeza uno hacia el otro.
– ¿Hace mucho que salen?
Me agradaba aquella nueva forma de hacer discurrir mi cerebro.
– Un tiempo, sí -respondí. Frank arqueó una ceja en señal de interrogación y por un instante no tuve muy claro cómo había llegado a esa conclusión, pero luego se me ocurrió-. No se miran a la cara al hablar. Las parejas recientes se miran todo el rato, mientras que las que llevan más tiempo saliendo no necesitan comprobar la expresión del otro con tanta frecuencia.
– ¿Viven juntos?
– No. De lo contrario, él también habría buscado sus llaves. La casa es de ella. Aunque comparte el piso al menos con una persona. Ambos han alzado la vista hacia la ventana para comprobar si las cortinas estaban descorridas.
– ¿Cómo va su relación?
– Bien. Ella lo ha hecho reír. La mayoría de los hombres no se ríen con las bromas de una mujer a menos que estén en la fase de flirteo. Él llevaba las dos bolsas de Dunne's y ella le ha aguantado la puerta para que pasara antes de entrar: se cuidan mutuamente.
Frank asintió con la cabeza.
– Buen trabajo. Tienes la intuición de un agente secreto… y no hablo de toda esa patraña psicológica. Me refiero a observarlo todo y analizarlo incluso antes de saber que lo estás haciendo. El resto consiste en ser rápido y tener pelotas. Si vas a decir o a hacer algo, actúas con determinación y convicción plena. Si dudas de tu decisión, estás perdida, posiblemente muerta. Estarás ilocalizable con frecuencia durante el próximo año, tal vez dos. ¿Tienes familia?
– Una tía y un tío -contesté.
– ¿Tienes novio?
– Sí.
– Podrás contactar con ellos, pero ellos no podrán contactar contigo. ¿Crees que lo aceptarán?
– Tendrán que hacerlo.
Frank seguía recostado tranquilamente en el marco de la ventana, pero percibí el destello incisivo de sus ojos azules: me observaba con atención.
– No estamos hablando de ningún cártel colombiano. Tratarás sobre todo con los estamentos más bajos, por lo menos al principio, pero debes saber que no se trata de una misión segura. La mitad de esta gente se pasa la mayor parte del tiempo colocada y la otra mitad se toma muy en serio lo que hace, lo que significa que ninguno de ellos tendría ningún problema en matarte. ¿Te inquieta eso?
– No -respondí sinceramente-. En absoluto.
– Estupendo -replicó Frank-. Pues vamos por un café y pongámonos manos a la obra.
Tardé unos instantes en darme cuenta de que eso era todo: el puesto era mío. Esperaba una entrevista de tres horas y un montón de extraños tests con manchas de tinta y preguntas acerca de mi madre, pero Frank no trabaja así. Aún no sé en qué momento tomó la decisión de aceptarme. Durante mucho tiempo aguardé a que se presentara el momento oportuno para preguntárselo. Ahora ya no estoy segura de si quiero saber qué vio en mí, qué le dijo que yo serviría para esto.
Pedimos un café con sabor a chamusquina y un paquete de galletas de chocolate en la cantina de la comisaría y pasamos el resto del día creando de la nada a Alexandra Madison. Yo le puse el nombre («Así lo recordarás mejor», señaló Frank). Elegí Madison porque se parece lo bastante a mi verdadero apellido como para conseguir que vuelva la cabeza si lo oigo y Lexie porque, de pequeña, ése era el nombre de mi hermana imaginaria. Frank sacó una gran lámina de papel y trazó una cronología de la vida de mi nuevo alter ego.
– Naciste en el hospital de Holies Street el día 1 de marzo de 1979. Tu padre, Sean Madison, es un diplomático de bajo rango destinado en Canadá. Este dato nos resultará útil si tenemos que sacarte: recurriríamos a una emergencia familiar y estarías fuera. También indica que te has pasado la infancia viajando, lo cual explica que nadie te conozca. -Irlanda es un país pequeño; siempre hay una amiga de un primo que fue a la escuela contigo-. Podríamos hacer que fueras extranjera, pero no quiero que finjas otro acento. Tu madre se llama Kelly Madison. ¿De qué trabaja?
– Es enfermera.
– No te precipites. Piensa más rápido y sopesa todas las posibles implicaciones. Las enfermeras necesitan una licencia nueva en cada país para ejercer. Se formó como enfermera, pero dejó de trabajar cuando tú tenías siete años y tu familia abandonó Irlanda. ¿Te apetece tener algún hermano o hermana?
– Claro. ¿Por qué no? -contesté-. Me gustaría tener un hermano.
Aquello tenía un punto embriagador. Sentía unas ganas irreprimibles de estallar en carcajadas ante la mera idea de la increíble y mareante libertad que implicaba todo aquel asunto: ante mí se abría un horizonte de parientes, países y posibilidades que podía seleccionar a mi antojo; podía elegir lo que quisiera, como haber crecido en un palacio en Bután con diecisiete hermanos y hermanas y un chófer personal. Me llevé otra galleta a la boca antes de que Frank se diera cuenta de que estaba sonriendo y pensara que no me tomaba nuestra labor en serio.
– Como quieras. Tu hermano es seis años más joven, por eso sigue en Canadá con tus padres. ¿Cómo se llama?
– Stephen.
Mi hermano imaginario; de pequeña había tenido una vida de fantasía muy activa.
– ¿Te llevas bien con él? ¿Qué aspecto tiene? Rápido, más rápido -me apremió Frank al verme respirar hondo.
– Es un sabelotodo. Loco por el fútbol. Discute con nuestros padres constantemente, porque tiene quince años, pero conmigo sí que habla…
Rayos de sol oblicuos iluminaban la madera rayada del escritorio. Frank olía a limpio, a jabón y a cuero. Era buen maestro, un maestro maravilloso. Con su bolígrafo negro fue garabateando fechas y lugares y eventos, y Lexie Madison emergió a la luz como una Polaroid, se desprendió del papel como una voluta y permaneció suspendida en el aire como el humo de una barra de incienso, una joven con mi rostro y una vida surgida de un sueño medio olvidado. «¿Cuándo tuviste tu primer novio? ¿Dónde vivías? ¿Cómo se llamaba? ¿Quién dejó a quién? ¿Por qué?» Frank encontró un cenicero, sacó un cigarrillo de su cajetilla de Player's y me lo ofreció. Cuando los destellos de sol abandonaron la mesa y el cielo empezó a oscurecerse al otro lado de la ventana, Frank dio media vuelta en la silla, agarró una botella de whisky de un estante y vertió unas gotas en nuestros cafés.